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– No, no lo he comprobado -admitió-. Hazlo tú misma.

Le indicó un teléfono que había sobre un pequeño escritorio, junto a la ventana. A diferencia de la caótica mesa del despacho, aquélla sólo contenía un ordenador portátil además del teléfono. Jacqui levantó el auricular. No había línea, pero el perro, intuyendo la posibilidad de acción, se acercó a ella y, al no recibir atención, empezó a olfatear bajo la mesa. Algo sonó contra el zócalo. Jacqui miró detrás de la mesa y vio que era la clavija del teléfono. Estaba desenchufada, sobre el suelo.

Estaba a punto de decírselo a Harry cuando vio por la ventana a Susan y a Maisie, ataviada con su ridícula combinación de volantes y botas de goma, dándole zanahorias a un par de burros sobre el muro de piedra que separaba el camino de entrada de un campo. Y, de repente comprendió lo que había sucedido. Maisie. Había ido furtivamente por la casa desconectando los teléfonos y escondiendo su móvil. Sólo para ganar un poco de tiempo.

¿Tan desesperada estaba por quedarse?

– ¿Y bien? -preguntó Harry.

Jacqui se dio la vuelta bruscamente al oírlo tan cerca, y a punto estuvo de chocarse con él al intentar impedir que viera lo que había hecho Maisie. Por un momento la habitación giró en tomo a ella y extendió una mano para evitar la caída. Harry la sujetó por los hombros. Su rostro no reflejaba frialdad ni enfado, sólo preocupación.

– ¿Te has mareado?

No… Sí… No era el tipo de mareo que él pensaba…

– Estoy bien -dijo, casi sin aliento-. No como el teléfono.

Por muy enfadada que estuviera, su instinto de protección le impedía contarle lo que había hecho Maisie. Con ello sólo conseguiría empeorar las cosas. Lo único que tenía que hacer era esperar hasta que Harry se alejara, y entonces volver a enchufar el teléfono y hacerle creer que habían reparado las líneas.

– ¿Sigue sin haber línea? -preguntó él.

«Díselo», la apremió una vocecita interior, pero Jacqui la ignoro.

– Eh… sí -dijo, cruzando mentalmente los dedos mientras sostenía el auricular para que él pudiera comprobarlo por sí mismo-. Nada.

Técnicamente era cierto, pero ocultar parte de la verdad era una forma de mentir. Harry le quitó el auricular y lo colgó, sin molestarse en comprobarlo. Obviamente, había aprendido la lección desde la última vez.

– Será mejor que vuelva a mirarte ese bulto -dijo.

Sin esperar a que le diera permiso, le separó los cabellos con una delicadeza exquisita. Ella se inclinó hacia atrás, lo suficiente para demostrarle que podía hacerlo sin caerse, pero no lo bastante como para romper el contacto.

– ¿De verdad eres médico? -le preguntó.

Finalmente consiguió la sonrisa que había estado esperando. Esas arrugas alrededor de los ojos que tan atractivas resultaban en un hombre. Esos pliegues tan sensuales alrededor de la boca…

– La medicina es la tradición de mi familia. Mi bisabuelo era el médico local.

– ¿En serio? El pueblo no parece lo bastante grande como para tener su propio consultorio.

– Lo hubo, cuando la agricultura dependía de los hombres más que de las máquinas. Cerró hace diez años, cuando mi primo se marchó a una consulta mayor en Bristol.

– Bien por él, pero ¿qué hacen ahora entonces los lugareños?

– Tienen que recorrer los veinte kilómetros hasta el pueblo más cercano.

– No debe de ser muy agradable para alguien mayor o con un niño enfermo -observó ella.

– Deberían intentar vivir en un lugar donde tengas que caminar una semana… -empezó a decir, pero se calló de repente.

De modo que cuando desaparecía durante meses o años, estaba trabajando en el extranjero. ¿En África, tal vez? Caminar durante una semana hasta la clínica más cercana sonaba al África salvaje. No lo presionó para que le diera más detalles, pero se guardó la información para examinarla más tarde.

– Así que tu bisabuelo era el médico del pueblo… -dijo-. ¿Y tu abuelo?

– ¿Qué? -espetó él a la defensiva, con una expresión tan severa que Jacqui se asustó.

– Has dicho que la medicina era una tradición familiar-le recordó.

Por un momento pensó que iba a mandarla al infierno.

– Es un especialista del corazón -respondió él secamente.

– ¿Es?

– Aún se sigue interesando por su especialidad. Mi padre es oncólogo, y mi madre, pediatra. ¿Hay algo más que quieras saber?

Parecía vagamente sorprendido por haber dicho tanto, pensó Jacqui. Como si no estuviera acostumbrado a hablar de sí mismo o de su familia y no supiera por qué lo había hecho ahora.

– Como puedes ver -añadió-, todos son gente muy ocupada.

Como Selina Talbot, que también anteponía su carrera a la familia.

– ¿Y tú? -le preguntó ella.

– Volveré a comprobar tu visión -le tomó la barbilla con la mano antes de que pudiera protestar y la obligó a mantener quieta la cabeza mientras movía un dedo delante de sus ojos-. Soy un médico que está satisfecho de que no hayas sufrido un daño grave en esta ocasión -respondió finalmente, si soltarle la barbilla-, pero que si le pides consejo, te sugerirá que tengas más cuidado la próxima vez que te arrastres bajo los muebles.

– No te he preguntado eso, Harry.

– Lo sé.

El tacto de su palma era frió y suave. Y todo lo que había de femenino en Jacqui respondió con un poderoso arrebato de deseo. Horrorizada, se dio cuenta de que quería que la besara, que la tocara, que la estrechara en sus fuertes brazos…

Tal vez el golpe en la cabeza la había afectado más de lo que Harry pensaba, porque le pareció sentir una respuesta igualmente poderosa en él. Si uno de los dos no hablaba, podrían quedarse así para siempre, envueltos en una especie de encantamiento en la cima de una colina nublada…

– ¿Y? -preguntó, rompiendo el hechizo. Los cuentos de hadas eran para los niños.

El se removió y la soltó.

– No tengo respuesta para tu pregunta, Jacqui. Ya no sé lo que soy.

Antes de que ella pudiera replicar, él se retiró y dejó caer la mano al costado, poniendo espacio entre ambos. Jacqui sospechó que, ahora que se había abierto como una ostra revelando su perla, se sentía expuesto y vulnerable y necesitaba refugiarse en su coraza. Y como si le confirmara sus sospechas, él rompió el contacto visual y miró por encima de su cabeza, a la salvedad de la nada que ofrecía el banco de niebla. La distancia, mental y física, sólo sirvió para demostrar lo cerca que habían estado el uno del otro durante un breve instante.

– La niebla se está despejando -murmuró él-. Parece que vas a tener un poco de sol antes de marcharte.

– Tendré mi cámara preparada -dijo ella, sintiendo cómo se le encogía el corazón mientas se giraba para seguir su mirada.

Maisie y Susan volvían a la casa. La niebla era efectivamente menos densa, y Jacqui creyó ver incluso un atisbo de cielo azul.

– Será mejor que vaya a rescatar a Susan.

«Y a reprender a Maisie por lo del teléfono», añadió para sí. Vickie y Selina Talbot tenían que estar subiéndose por las paredes.

Debería habérselo dicho a Harry, pero no quería que se enfadara con la niña, y unos minutos más o menos no supondrían ninguna diferencia. En cuanto él se marchara a arreglar la caldera o cualquier otra cosa, ella volvería a enchufar el teléfono y asunto arreglado. Se acercó a la mesita para agarrar la bandeja y Harry se apresuró a abrirle la puerta, como si estuviera impaciente por librarse de ella.

– Es casi la hora del almuerzo -dijo Jacqui. Estuvo a punto de sugerir que se uniera a ellas, pero se lo pensó mejor. No debía de mostrarse demasiado transparente-.¿Puedo prepararte algo?