Casi todas las niñas se habrían echado a llorar ante la perspectiva de que su madre las dejara a cargo de una desconocida. Pero Maisie permaneció callada y tranquila mientras Selina Talbot la besaba ligeramente en la cabeza y, tras dejar una bolsa blanca de viaje, salía del despacho sin ofrecer la menor muestra de angustia maternal.
Una punzada de compasión por la pequeña traspasó las defensas de Jacqui, seguida por un peligroso impulso de darle un abrazo. Pero entonces los oscuros ojos de Maisie se encontraron con los suyos y, con toda la arrogancia que su madre desplegaba en las pasarelas de París, le advirtieron que no se le ocurriera hacer tal cosa.
– Quiero irme ya. Jacqui -dijo Maisie, habiendo establecido un cordón de seguridad en tomo a su persona. Se dirigió hacia la puerta y esperó a que alguien se la abriera.
Vickie Campbell articuló «por favor» con los labios mientras Maisie pisaba el suelo con impaciencia. Jacqui estuvo a punto de marcharse, pero algo la retuvo. No fue la súplica silenciosa de Vickie, sino la imposibilidad de rechazar a una niña que, a pesar de su fría fachada. Parecía sentirse muy sola.
– Me debes una, Vickie -dijo, rindiéndose al fin.
– Ya lo verás -respondió Vickie con una sonrisa de puro alivio-. Cuando vuelvas, tendrás esperándote el trabajo de tus sueños.
– Pensándolo bien, no me debes nada -replicó Jacqui, y se volvió hacia la niña-. Muy bien, Maisie. Vámonos antes de que le pongan un cepo a mi coche.
– ¿Es éste? -preguntó Maisie, nada impresionada, cuando salieron a la calle y vio un Escarabajo VW.
– Sí, éste es mi coche -afirmó Jacqui, abriendo la puerta. El coche no era precisamente nuevo, pero le tenía mucho cariño.
– Yo siempre viajo en un Mercedes.
Jacqui empezó a entender los apuros de Vickie por no quedarse sola con Maisie Talbot.
– Esto es un Mercedes -dijo alegremente.
– No se parece a un Mercedes.
– ¿No? Bueno, hoy es uno de esos días en los que puedes ir cómodo al trabajo. Llevar vaqueros en vez de traje y cosas así.
– ¿Y eso para qué?
– ¿Qué tal por diversión? -sugirió Jacqui, pero enseguida comprendió que para Maisie la diversión consistía era engalanarse, no lo contrario-. Oh, está bien. A veces, para recaudar dinero para obras de caridad, las personas mayores pagan por el placer de llevar la ropa que quieren al trabajo. ¿No te gustaría llevar tu vestido de princesa al colegio en vez de tu uniforme y recaudar dinero para una buena causa?
– Yo no voy al colegio.
– ¿No?
– Tengo un profesor particular. ¿Por eso no llevas uniforme? ¿Por caridad?
Jacqui, que nunca había llevado uniforme de ningún tipo, fingió que no la había oído mientras limpiaba el asiento trasero.
– Vamos, Maisie, sube y te abrocharé el cinturón.
Maisie se subió como una princesa entrando en un Rolls-Royce y extendió la falda con cuidado sobre el asiento. Sólo cuando estuvo satisfecha con el resultado, permitió que Jacqui le abrochara el cinturón.
– Bueno -dijo Jacqui, intentando entablar conversación-. ¿Cuando seas mayor serás modelo, como mamá?
– ¡Bah! -espetó Maisie con una mueca de desprecio-. Ya lo he hecho, y es muy aburrido.
– Eso había oído -dijo Jacqui, sentándose al volante y arrancando el motor.
– Cuando yo sea mayor, seré médico como… -dejó la frase sin terminar.
– ¿Como quién? -la animó Jacqui, saliendo a la carretera. Pero Maisie no respondió. Sacó su reproductor de CD de su bolsa y se colocó los auriculares en los oídos, dejando claro que no tenía interés en seguir hablando.
Estupendo, se dijo Jacqui. Por fin se había acostumbrado a pasar los días sin la interminable cháchara de los niños. Estaba harta de improvisar nuevas versiones sobre los mismos cuentos.
– Ya estamos muy cerca, Maisie -dijo un rato después, al tomar la salida con el cartel de Littie Hinton.
– No, no estamos cerca -replicó Maisie sin molestarse en levantar la mirada. Al menos era un cambio agradable al habituaclass="underline" «¿Hemos llegado ya? ¿Hemos llegado ya? ¿Hemos llegado ya?».
Pero no había nada habitual en Maisie Talbot. Por desgracia, la niña no se equivocaba. El pueblo quedaba a bastante más de diez kilómetros de la carretera, pero fue bastante fácil encontrarlo. Era una aldea minúscula, con una tienda, una oficina de correos, un pub, un garaje y una pequeña escuela en cuyo patio había un grupo de niñas saltando a la comba. Unas cuantas casas se apretaban en tomo a una extensión de hierba que hacía las veces de terreno comunal. En menos de cinco minutos Jacqui había comprobado que High Tops no estaba entre ellas. El pueblo estaba situado en un pequeño valle, tras el cual se elevaba una sierra casi oculta por las nubes bajas. No hacía falta ser un genio para imaginarse dónde estaría una casa llamada High Tops.
– Un pequeño desvío… -masculló Jacqui-. Olvídate de la postal, Vickie Campbell.
– Te dije que no estábamos cerca -le recordó Maisie.
– Cierto, me lo dijiste.
– Está a muchos kilómetros. Allí arriba -añadió la niña, apuntando en dirección a las colinas cubiertas de niebla.
– Gracias, Maisie. Por favor, no te muevas mientras salgo a preguntar.
– Yo conozco el camino. Te lo he dicho. Está allí arriba.
– Estupendo. Enseguida vuelvo.
La niña se encogió de hombros y volvió a colocarse los auriculares mientras Jacqui salía del coche.
– ¿High Tops? ¿Se dirige usted a High Tops? -le preguntó la dependienta de la tienda, con una expresión de incertidumbre nada reconfortante.
– ¿Podría indicarme el camino? -insistió Jacqui.
– ¿La están esperando?
Como buena chica de ciudad, Jacqui estuvo a punto de preguntarle qué demonios le importaba eso, pero se contuvo. En los pueblos todo el mundo se consideraba con derecho de conocer los asuntos ajenos. Y además, necesitaba las indicaciones.
– Sí, me están esperando.
– Oh, bueno, entonces no hay problema. ¿Podría llevarles el correo por mí?
Sin esperar respuesta, la mujer le tendió una bolsa llena de cartas.
– De acuerdo -aceptó Jacqui-. Y ahora, si puede indicarme el camino, por favor… Tengo un poco de prisa.
– La gente de ciudad siempre con tantas prisas… Pero no puede correr por esos caminos. Nunca se sabe lo que se puede encontrar ahí arriba. Una vez vi una llama… -la sacó de la tienda y apuntó hacia la derecha-. Es muy fácil. Siga recto por ahí, tome el primer desvío a la izquierda pasando la escuela y siga el camino hasta alcanzar la cima. Es la única casa que hay. No tiene pérdida.
– Muchas gracias. Me ha sido de gran ayuda.
– Tenga cuidado. Hoy hay mucha niebla y ese camino está lleno de baches -miró dubitativa el VW y vio a Maisie sentada en el asiento trasero-. ¿Ésa es…? Oh, sí. Su madre era igual a su edad. Siempre iba vestida como una princesita oliendo a rosas.
– Gracias por las indicaciones y sus consejos -dijo Jacqui-. Tendré cuidado con los baches y con las llamas.
El consejo de la mujer no era para ser desoído. Con los dientes apretados y aferrando con fuerza el volante. Jacqui se esforzaba por avanzar lentamente entre la niebla y los peligrosos baches del camino ascendente.
– Ya casi estamos -se murmuró a sí misma para darse ánimos. Maisie parecía ajena a los tumbos y sacudidas, imperturbable como una duquesa.
Mucho más tranquila que Jacqui cuando el coche pasó por un profundo bache lleno de agua, derramándola a ambos lados del camino. Genial. Un tubo de escape roto era lo último que necesitaba. El suplicio continuó durante un kilómetro, aumentando la tensión en sus hombros. Finalmente, cuando empezaba a pensar que había dejado atrás la casa o que se había desviado del camino correcto, una vieja verja le bloqueó el paso. Parecía que no había sido abierta en años. Sobre ella había dos letreros. Uno era tan viejo que apenas podía leerse «High Tops», pero el otro era bastante nuevo y su mensaje estaba muy claro: «Prohibido el paso».