– Tú también eres de la familia.
– Sí, pero ya sabes a qué me refiero. La gente de aquí, los que lo conocían bien. Y ellos no me consideran parte de la familia. Están tan enfadados conmigo como tú.
– Yo no estoy enfadado contigo. Belluna ha prosperado con el dinero que mi padre pidió prestado a Enrico y tú tienes derecho a recuperarlo.
Alex arrugó la nariz.
– No sé si me gusta esa palabra, «derecho» -dijo entonces, preguntándose por qué lo hacía.
En el mundo que había dejado atrás, el mundo de los despachos y el orden, los derechos eran los parámetros sobre los que se organizaba todo. Uno tenía derecho a esto o a lo otro, de modo que siempre sabía qué lugar tenía que ocupar en el universo.
Pero allí el universo era una nube dorada que se extendía por la tierra y los derechos parecían poco importantes.
– Supongo que en el funeral de Enrico pasará lo mismo que en el de tu padre. Los buitres se lanzarán sobre mí.
– Creo que conozco una manera de evitar eso -sonrió Rinaldo.
Antes de que Alex pudiera preguntar, Gino apareció en la terraza y la saludó con un beso en la mejilla.
– Cuánto me alegro. Cuando Rinaldo me lo dijo, no lo podía creer.
– ¿Qué te dijo?
– Que habías venido para quedarte, claro.
– Pero yo no he venido para quedarme. Estoy a punto de volver a Florencia…
Gino miró a Rinaldo, que se encogió de hombros.
– Pero si he traído tus cosas.
– ¿Qué? ¿Quién te ha pedido que lo hagas?
– Rinaldo me dijo… oye, ¿no me habrás engañado?
– ¿Quieres apostar algo? -dijo Alex entonces, levantándose.
– Mira, es bueno que te quedes aquí algún tiempo y aprendas a entender este sitio -dijo Rinaldo.
– Muy bien. ¿Y no podías haberme preguntado?
– Podrías haber dicho que no -contestó él, como si la respuesta fuera obvia.
– Y te digo que no. Me niego a quedarme aquí.
– Pero Teresa está en tu habitación ahora mismo, sacando tus cosas de la maleta -protestó Gino.
– Y ésa es otra. ¿Quién ha hecho mi equipaje?
– Los del hotel. Ellos hicieron la maleta.
– ¿Y quién les dijo que la hicieran?
Gino levantó las manos en señal de derrota.
– Lo hice yo -contestó Rinaldo-. Llamé para decir que te marchabas y que alguien iría a recoger tu equipaje.
– ¿Y también has pagado la factura o no les preocupó ese pequeño detalle?
– Diste el número de tu tarjeta de crédito al llegar, así que sencillamente han cargado la cuenta. Puedes comprobarlo cuando quieras. Además, no habría habido ningún problema porque el director del hotel es amigo mío.
– Ah, ¿y cuando tú le ordenas algo él obedece sin preguntar? -exclamó Alex, irritada.
Rinaldo se encogió de hombros.
– No había necesidad de darle órdenes. Él sabe que puede confiar en mí.
– ¿Y si no estoy de acuerdo con la factura?
– Puedes solucionarlo mañana.
– Lo haré ahora mismo. Me niego a quedarme aquí-replicó Alex-. Y tú, Gino…
– Yo no sabía nada, de verdad. Pensé que habías aceptado quedarte.
– ¿Te importa llevarme a Florencia o tengo que pedir un taxi?
– Claro que te llevaré.
– Olvídalo -dijo Rinaldo.
– Si no quiere quedarse, no podemos hacer nada -argumentó Gino.
– ¿Qué pensabas que haría cuando me enterase? -le espetó Alex-. ¿Someterme a tus designios y dejar que me hicieras prisionera? Pues si es así, te equivocas.
– ¿Hacerte prisionera? No seas melodramática.
– ¿Cómo lo llamas entonces?
– Yo también lo llamaría hacerte prisionera -dijo Gino, enfadado-. No te preocupes, yo te llevaré a Florencia.
Rinaldo lo miró de una forma que Alex nunca olvidaría. En su mirada había odio, incredulidad, rabia y una pena que no le pasó desapercibida.
– Gino, no te alíes con ella.
– Entonces, no me obligues a hacerlo. Has ido demasiado lejos, Rinaldo. Siempre pasa igual. Te pones furioso y olvidas quién eres. Hay demasiada gente que salta cuando tú lo ordenas, pero Alex no es así. Por eso te has enfadado.
– Haz lo que te dé la gana -dijo él entonces.
– Alex, no quiero que te vayas, pero si es lo que deseas te llevaré de vuelta a Florencia ahora mismo -afirmó Gino.
– ¿De verdad quieres que me quede?
– Por supuesto que sí, pero sólo si tú también lo deseas.
– Me quedaré aquí si se me pide con educación.
Sonriendo, Gino tomó su mano y se puso de rodillas.
– Alex, ¿me harías el honor de ser mi invitada?
– Acepto -dijo ella, temiendo que Rinaldo explotara al ver la escena. Estaba mirándolos a los dos con una expresión que no presagiaba nada bueno.
– Si querías quedarte, ¿por qué has montado ese número?
– No, aquí el que monta números eres tú -replicó Alex, tan tranquila-. Y ahora, me voy a mi habitación.
Teresa había terminado de colgar su ropa en el armario y se disponía a salir de la habitación con un par de vestidos para planchar.
– No hace falta, lo haré yo -dijo Alex, en italiano.
– Oh, no. Ahora es usted la señora de la casa.
– Por favor, que Rinaldo no la oiga decir eso o me matará mientras duermo. Eso, si antes no lo mato yo.
Estaba furiosa con él. ¿Cómo se atrevía a portarse amablemente si luego iba a clavarle un cuchillo por la espalda?
Y ella había caído en la trampa, claro. Como una boba. Se había dejado seducir por la tierra, por la puesta de sol…
Seguro que ahora mismo se estaba riendo de ella.
Intentando olvidarse del irritante Rinaldo Farnese, Alex miró alrededor. La habitación era grande, con muebles antiguos y brillante suelo de madera. No se parecía nada a su moderna habitación en Londres, pero le gustaba.
Movida por un impulso repentino, salió de la habitación y bajó a la puerta, donde se detuvo un momento para respirar el aire fresco de la noche.
– ¿Me sigues dirigiendo la palabra?
Alex se volvió, riendo, al oír la voz de Gino.
– No estoy enfadada contigo. Al contrario.
– Ah, entonces no tengo nada que temer.
– Pero si no te hubieras puesto de rodillas, me habría marchado.
– En mi corazón, siempre estoy de rodillas ante ti.
Ella soltó una carcajada.
– No digas tonterías o me las tomaré en serio. ¿Y entonces qué?
– ¡Que estaría en el cielo! Ven, voy a enseñarte los establos. Hay un caballo que te gustará.
Mientras caminaban, Alex oyó ruido de pisadas y cuando se volvió vio que Brutus iba tras ellos.
– Hola, perrazo -sonrió, acariciándole las orejas-. Vale, pero no me comas. Bueno, ya… ya está bien.
– Era el perro de Maria -le contó Gino-. Lo trajo con ella el día de la boda… Entonces era un cachorrillo. Ahora es muy viejo, pero Rinaldo se gasta un dineral en mantenerlo sano.
– Pobrecito… pero tiene cara de cachorro.
– ¿Con quince años? -sonrió Gino-. Tiene artritis, pero le ponen inyecciones todos los meses para que no le duela. Mi hermano se gasta más dinero en Brutus que en sí mismo.
Alex recordó entonces que Rinaldo se había llevado al perro cuando intentó acariciarlo. Seguramente era muy posesivo con él; al fin y al cabo, era la única criatura viva que le recordaba a su difunta esposa.
Pero habían pasado quince años. ¿Cómo podía un hombre estar de luto quince años?
Gino la llevó a los establos y cuando encendió la luz, Alex vio tres caballos que la miraban con curiosidad.
– Ese grande es de Rinaldo. Este otro es el mío y éste, de los dos, pero puedes montarlo cuando quieras.
Era un caballo castaño de ojos simpáticos.
– Tiene cara de buena persona.
Gino soltó una carcajada.
– Saldremos a pasear mañana, si te parece. Al atardecer, cuando haga un poco de fresco.