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Cuando salieron del establo, Gino le pasó un brazo por la cintura.

– Oye, compórtate -rió Alex, corriendo hacia la casa.

Pero él la siguió y la atrapó en la escalera de la entrada.

– Eres una mujer muy mala. ¿Quieres que vuelva a ponerme de rodillas?

– No seas tonto. Y suéltame, es hora de irse a la cama.

La respuesta de Gino fue estrecharla entre sus brazos. Pero Alex no podía enfadarse, porque Gino Farnese era como un cachorro juguetón que sólo necesitaba un poco de afecto.

– ¿No podríamos…?

– No podríamos nada -lo interrumpió ella-. Venga, suéltame. Estoy prometida.

– Pero si no lo estuvieras, podríamos…

– He dicho que ya está bien -insistió Alex, intentando no reírse.

– Sólo un besito.

Gino consiguió darle un beso antes de que ella pudiera salir corriendo. Y enseguida oyó una especie de gruñido sobre su cabeza. Era Rinaldo, que había observado la escena desde su ventana.

– ¿Lo has visto? -preguntó Gino.

– ¡He visto más que suficiente!

– Me quiere. Me quiere…

– Vete a la cama -dijo su hermano, cerrando la ventana.

El funeral de Enrico tuvo lugar al día siguiente en el Duomo. Sus parientes de Florencia habían decidido que la catedral era el único sitio apropiado para un hombre tan importante como él.

– Supongo que querrás que lleven tu equipaje al hotel -le había dicho Rinaldo, antes de salir de casa.

– ¿Por qué iba a querer eso? -preguntó Alex, sorprendida.

– ¿No tenías tantas ganas de irte?

– Eso fue antes de que Gino me pidiese amablemente que me quedara.

El tono irónico no dejaba lugar a dudas: estaba riéndose de él.

– No juegues conmigo, Alex.

– No estoy jugando. He aceptado una invitación que tú mismo me hiciste. ¿Ya se te ha olvidado?

– No, no se me ha olvidado -contestó él. Aunque, en aquel momento, parecía lamentarlo.

– ¿Sientes haberme invitado?

– Sí.

– ¿Pasa algo? -preguntó Gino.

– Nada. Rinaldo me estaba preguntando si he dormido bien -sonrió Alex.

– Prométeme que te quedarás -dijo Gino, tomándola por la cintura.

– El tiempo que tú quieras -contestó ella.

Rinaldo se alejó sin decir una palabra.

Fueron los tres juntos a Florencia y cuando entraron en el Duomo empezaron los murmullos, Alex se fijó en Montelli y en su expresión de rabia al verla con los Farnese.

Eso la hizo sonreír. Una vez olvidado el fastidio que le produjo la «gentil invitación», casi le estaba agradecida a Rinaldo por quitarle a aquellos buitres de encima. Casi, pero no del todo.

En la recepción posterior al funeral, Isidoro se acercó.

– Le he prometido a una docena de personas que hablarías con ellas.

– Sí, claro… más adelante.

– Pero…

– Puedes decirles que los Farnese son los primeros en mi lista.

– Los vi llegar contigo al Duomo, como si fueran tus guardaespaldas -dijo Isidoro en voz baja-. ¿Te están reteniendo contra tu voluntad?

Alex negó con la cabeza.

– En realidad, es al revés. No te preocupes, yo tengo mis propios planes.

– ¿Los Farnese saben cuáles son?

– Ellos creen que sí. Isidoro, líbrame de los buitres. Diles que hablaré con ellos cuando pueda.

Se habría marchado en ese instante, pero sus primos se acercaron para saludarla. Cuando se reunió con los Farnese de nuevo, estaba sonriendo.

– ¿De qué te ríes? -preguntó Gino.

– Me han invitado a cenar. Y he dicho que sí, mientras pudiera ir con vosotros. Entonces se les ha cambiado la cara.

Rinaldo soltó una carcajada.

– Podríamos dar una vuelta de tuerca: invitarlos nosotros mismos.

– Pero yo no podría aconsejarles que aceptaran porque no sé qué pondrías en la sopa -sonrió Alex-. Aunque, pensándolo bien, sí, les aconsejaría que aceptaran.

Rinaldo sonrió, con gesto conspirador.

Capítulo 6

Cuando Rinaldo bajó a desayunar a la mañana siguiente, encontró a Gino apoyado en una ventana del vestíbulo con expresión sonriente.

– Cualquier excusa es buena para no trabajar, ¿eh?

– Pero es que ésta es una gran excusa -contestó Gino, sin apartar la mirada de la figura que corría entre los árboles.

A lo lejos, Rinaldo vio algo de color morado que pronto se convirtió en una esbelta silueta femenina. Alex llevaba un pantalón corto de ese color. Un pantalón muy corto que dejaba el ombligo al aire. Y, a modo de camiseta, una especie de sujetador deportivo que no dejaba lugar a dudas sobre la belleza de sus curvas.

Corría concentrada, respirando aguadamente, con los ojos fijos en el camino.

Los hermanos Farnese la observaron entrar en el establo y, sorprendidos, bajaron a su encuentro.

Enseguida descubrieron qué hacía allí. El establo sólo tenía una planta y Alex había enganchado una cuerda a las vigas del techo… por la que estaba trepando como una experta. Pero cuando intentó bajar, se encontró a Gino esperándola con los brazos abiertos.

– Ven a mí.

Sonriendo, Alex se dejó caer confiadamente en sus brazos.

Pero no eran los de Gino, sino los de Rinaldo, que había empujado a su hermano.

– No tenías por qué darme un empujón -protestó él.

– No hay tiempo para jugar. Esto es una granja y hay mucho trabajo que hacer.

– Pero no tenías derecho…

– ¿Podríais discutir en otro momento? -preguntó Alex, intentando disimular la turbación que le producía estar tan cerca de aquel hombre-. Me gustaría pisar el suelo.

Rinaldo obedeció. Después del ejercicio, estaba cubierta de sudor y su corazón latía acelerado.

– Gracias.

– ¿Piensas hacer estas cosas a menudo?

– Todas las mañanas. El ejercicio me mantiene en forma.

– Trabajar en la granja también te mantendría en forma. Y seguramente lo encontrarías más interesante -dijo él, burlón-. Además, ¿podría sugerir que te vistieras… con un poco más de modestia? No quiero que distraigas a los peones.

Después de decir eso, salió del establo.

– ¡Lo mato! -exclamó Alex-. ¿Cómo que me vista con modestia?

– Bueno, es que estás muy sexy con ese pantaloncito -sonrió Gino, tomándola por la cintura.

– Pues será mejor que me sueltes. No quiero distraerte.

– Me distraes todo el tiempo…

– ¡Gino! -les llegó un grito desde fuera.

– Vamos a matarlo juntos -suspiró él, soltándola.

Antes de desayunar, Alex se dio una ducha fría. Sentía calor por todas partes, un calor intenso que ni el agua fría podía calmar. La sensación estaba ahí desde que Rinaldo la había tomado en brazos.

Aunque a él no parecía haberlo afectado en absoluto.

Tardó un rato en bajar a la cocina y, cuando lo hizo, los dos hermanos ya habían desaparecido.

A pesar de las peleas, Belluna le resultaba fascinante. Rinaldo le había mostrado la finca de lejos, pero ahora iba con Gino, observando de cerca los campos de maíz, los olivos y los viñedos que se extendían hasta perderse de vista.

– Nosotros tenemos uvas sangiovese, con las que se hace el Chianti. El auténtico Chianti. Nos salen imitadores por todo el mundo, pero no pueden compararse con nosotros.

Había un toque de arrogancia toscana en su voz que hizo a Alex sonreír. Aunque para arrogante, Rinaldo.

Él no hizo comentario alguno sobre sus largos paseos con Gino y tampoco mostró mucho interés cuando por la tarde le contaron sus aventuras.

Los escuchaba acariciando a Brutus y luego desaparecía en su estudio a la menor oportunidad.

– A veces me entran ganas de darme cabezazos contra la pared -dijo Alex una noche.

– Dáselos a él -sugirió Gino-. Sería más divertido.

– ¿Cómo lo aguantas?

– Hace falta un poco de práctica.