– En fin, me voy a la cama. Estoy cansada.
Cada vez le gustaba más su habitación, tan antigua, tan ajena al tiempo… Y le gustaba la vieja costumbre toscana de colgar las sábanas en la terraza por las mañanas. Particularmente, le entusiasmó una mañana cuando, sin querer, se le cayó la sábana… sobre la cabeza de Rinaldo, que estaba debajo.
De hecho, lo que más le gustaba de estar en la finca era precisamente sacarlo de quicio.
– Teresa está enfadada contigo -le dijo él una mañana, durante el desayuno.
– Sí, lo sé. No entiende que haga mi cama y la ayude en la cocina.
– Entonces, ¿por qué lo haces?
– Porque no soporto verla trabajar tanto. Es muy mayor, Rinaldo. ¿Alguno de los dos sabe qué edad tiene? ¿Creéis que puede llevar esta casa sin ayuda?
– Le he ofrecido muchas veces contratar a alguien, pero no quiere -la informó Rinaldo.
– Y lo habéis dejado así porque os conviene, ¿no? -dijo Alex entonces, mirando a los dos hombres.
– ¿Debo recordarte que mi padre estaba vivo hasta hace poco?
– ¿Y qué quieres decir con eso, que tu padre ayudaba en la casa?
– No…
– Teresa no dice nada porque es muy testaruda. Y porque tiene miedo de que la echéis.
– ¿Qué? ¿Cómo íbamos a echarla?
– No me lo digas a mí, díselo a ella. Y decidle también que va a venir otra persona para encargarse de los trabajos más pesados, quiera ella o no. A ver, ¿qué sois, hombres o ratones?
– Ahora mismo, no lo tengo muy claro -bromeó Rinaldo.
– Porque sabes que tengo razón.
– ¡Ah, que Dios me libre de las mujeres que siempre tienen razón!
– Pero la tengo.
– ¿No podéis hablar sin discutir? -suspiró Gino.
Alex se encogió de hombros.
– Es una forma de comunicarse. Y, al menos, somos sinceros.
– No te entiendo.
Pero Rinaldo lo entendía perfectamente, porque la miraba con la misma irónica complicidad que en el funeral de Enrico. Y esa mirada le decía que veían el mundo con los mismos ojos… y al infierno con los demás.
– No comprendo tus extravagancias. Cuanto más dinero tenga que pagar yo, más tiempo tardarás en recibir lo que te corresponde -dijo Rinaldo entonces.
Alex levantó los ojos al cielo.
– ¡Dame paciencia! Esta casa está llena de habitaciones vacías… la nueva criada puede vivir en una de ellas y así sus honorarios serán más baratos. ¿Lo ves? Problema resuelto.
– No sé por qué se me ocurrió la idea de invitarte a venir.
– Por favor, deja de protestar -lo interrumpió Alex-. Hazlo y ya ésta. Pregúntale a Teresa si conoce a alguna chica que quiera trabajar aquí.
– Ten cuidado. A mi hermano no le gusta que le den órdenes -rió Gino-. Pero no te preocupes. Yo te protegeré.
– Puedo protegerme sólita, muchas gracias. Además, ¿qué podría hacerme?
– Echarte de aquí -contestó Rinaldo.
– ¿Echarme? No podrías dormir preguntándote a quién veo, con quién hablo. No, estoy a salvo.
– Dijiste que nos darías la oportunidad de pagar la deuda -observó Rinaldo.
– Sí, sí, pero podría cambiar de opinión… podría cenar con Montelli a la luz de las velas…
– ¡Oye, si alguien cena contigo a la luz de las velas seré yo! -exclamó Gino.
– ¿Con champán?
– Con lo que tú quieras, amore mió.
Rinaldo se levantó bruscamente para entrar en la cocina y, enseguida, oyeron a Teresa llorar.
– Me lo temía -suspiró Gino.
Pero después lo oyeron hablando con ternura, en voz baja… y al día siguiente Rinaldo llevó al ama de llaves a su pueblo, a unos treinta kilómetros de allí. Cuando volvieron por la tarde, iban acompañados por dos jovencitas a las que Teresa presentó como sus sobrinas nietas, Celia y Franca.
Después de acompañarlas a su habitación, Rinaldo se acercó a Alex.
– Gracias. Tenías razón.
– Espero que Teresa esté contenta.
– Mi padre y ella solían cantar por las noches. Desde que murió, se sienta sola en la cocina… ¿por qué no lo había pensado antes?
– Soy una extraña. A veces, los ojos de un extraño ven las cosas con más claridad.
– Tú no eres una extraña -dijo Rinaldo entonces, con un tono que la extrañó.
En un par de días, las dos jóvenes se habían hecho cargo de las tareas pesadas, dejando para Teresa sólo la cocina, territorio que ella guardaba celosamente.
No sabía si porque Rinaldo se lo dijo o porque lo había averiguado por sí misma, pero Teresa empezaba a verla como a una amiga. Cuando le servía la comida, la miraba como preguntando: «¿Te gusta así? ¿Sí? ¡Bien!».
En esas ocasiones, recordaba el tono de Rinaldo Farnese cuando le dijo: «no eres una extraña».
Apenas salía de la granja, aunque había alquilado otro coche, un deportivo rojo. Las noches que antes se pasaba de fiesta o frente al ordenador, ahora las pasaba contenta cepillando a Brunas.
– Antes lo hacía yo -dijo Rinaldo una noche-. Pero ya no corre tanto por el campo…
– Viene conmigo a correr por las mañanas. Bueno, empieza a correr conmigo y luego se queda tumbado, esperándome. Somos amigos, ¿verdad, gigantón? -sonrió Alex, acariciando al animal-. Y si no te cepillo, te va a crecer un macetero en la cabeza.
Cuando levantó la mirada, vio que Rinaldo estaba sonriendo.
Una mañana él le preguntó:
– ¿Te importaría quedarte con él hasta que llegue el veterinario? Tiene que ponerle la inyección.
– ¿Por qué no lo llevas tú a la clínica?
– Imposible. Brutus odia los coches y se pone como loco. Me cuesta más caro que venga el veterinario aquí, así que…
– Tendré que esperar un poco más para recibir mi dinero, ya lo sé.
– Sólo quería asegurarte que no es un gasto extravagante.
– No, es verdad. Sólo me lo restriegas por la cara -le cortó Alex-. Me parece muy bien que te gastes dinero para que Brutus no sufra y tú lo sabes.
Rinaldo se alejó sin decir nada.
Alex pasó la mañana en el sofá, observando al perro, que jadeaba más de lo normal, hasta que, por fin, llegó el veterinario. Era un chico joven llamado Silvio.
– ¿Desde cuándo respira así?
– Desde esta mañana. ¿Por qué?
Silvio palpó la garganta del animal, con expresión seria.
– Tiene un bulto aquí y, a su edad, probablemente será un tumor maligno. Pobre… lo mejor sería ahorrarle sufrimientos.
A ella se le encogió el corazón.
– ¿Quiere decir que…?
– Hay que sacrificarlo. Dígale a Rinaldo que me llame en cuanto vuelva. ¿Quiere que le ponga la inyección de todas formas?
– Sí, por favor.
Cuando Silvio se marchó, Alex acarició la cabezota del animal.
– ¿Cómo va a dejarte ir? Tú eras el perro de Maria. Eres todo lo que le queda.
Gino llegó primero y, cuando Alex le contó lo que había dicho el veterinario, se arrodilló frente al animal para acariciarlo.
Rinaldo llegó unos minutos después.
– Sigue jadeando un poquito, pero se nota que la inyección ha hecho su efecto.
Ella se aclaró la garganta.
– El veterinario me ha dicho que lo llames. Por lo visto, Brutus tiene un bulto que podría ser maligno y quiere… quiere sacrificarlo -dijo en voz baja, como para que Brutus no la oyera.
– Tonterías. Lo que necesita es una buena comida -replicó Rinaldo, impaciente.
– Le he dado de comer… pero ha vomitado.
– Yo le daré de comer. Ya verás.
Brutus se quedó mirando la comida en el plato, sin tocarla.
– Venga, come. Es tu pienso favorito.
El animal levantó la cabeza para mirar a su amo y Alex tuvo que darse la vuelta. Sus ojos estaban llenos de comprensión, de confianza; parecía decirle a Rinaldo que entendía lo que debía hacer y que sabía que era lo mejor para él. Que no lo culpaba.
– Todos los perros tienen problemas parecidos de vez en cuando… a veces pierden el apetito por el calor -insistió Rinaldo, como negándose a creer la evidencia. Pero en su expresión había algo… algo que no quería admitir en voz alta.