Entonces se fue al estudio sin decir nada más. Volvió poco después, muy serio.
– Silvio llegará en unos minutos. Voy a dar un paseo.
Brutus fue detrás de su amo, tan dócil como siempre.
– No lo entiende -dijo Gino.
– Sí, Gino, sí lo entiende.
Cuando Silvio llegó media hora después, Rinaldo y Brutus estaban sentados bajo un árbol.
– Lo único que puedo hacer es darle unas pastillas, pero no duraría más que un par de semanas. Y no lo pasaría bien.
Rinaldo se encogió de hombros, con expresión desencajada.
– No tiene sentido hacer eso. Vamos al granero, es el mejor sitio.
– ¿Quieres que vayamos contigo? -preguntó Gino.
– No hace falta.
Silvio salió del granero diez minutos más tarde, con gesto serio. Se despidió de Gino y Alex con la mano y arrancó a toda velocidad.
Rinaldo salió poco después. Su expresión era inescrutable. Cerró la puerta del granero y se alejó entre los árboles.
Alex pasó el resto de la tarde sola con Gino. Cuando Rinaldo volvió, se encerró en su estudio sin decir nada.
– Ve a hablar con él.
– No creo que sirva de nada -suspiró el más joven de los Farnese, aunque accedió a hacerlo.
Volvió a la terraza poco después, con los hombros caídos.
– Dice que tiene mucho trabajo. Que no puede perder el tiempo pensando en algo que se ha terminado.
– No va a decirte lo que siente, claro -suspiró Alex.
– No lo haría nunca.
Aquella noche, Alex dio vueltas y vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Nerviosa, se acercó a la ventana y admiró el paisaje, plateado a la luz de la luna.
De repente, se quedó inmóvil. Había una figura entre los árboles, una figura que parecía esconderse.
Asustada, se puso un albornoz y llamó a la habitación de Rinaldo, pero no hubo respuesta. Quizá sólo hubiera sido su imaginación, pensó. Y si despertaba a Rinaldo por una tontería, tendría que dar muchas explicaciones.
De modo que bajó al jardín y, sin hacer ruido, se acercó a los árboles donde había visto la figura… y allí estaba. Alex se quedó inmóvil. Era el propio Rinaldo, desnudo de cintura para arriba, con una pala en la mano, cavando una tumba.
Brutus estaba tumbado en el suelo y, cuando el agujero fue suficientemente profundo, Rinaldo lo tomó en brazos, apoyó la cara en la cabezota del animal inerte y se quedó así largo rato.
– ¡Perdona mi! ¡Ti prego, perdona mi¡
Por fin, se puso de rodillas y desapareció de su vista. Conteniendo las lágrimas, Alex se alejó sin hacer ruido. Sabía que él no querría que lo viera en ese momento.
Aquella noche había presenciado el dolor de aquel hombre; un dolor que Rinaldo escondía del mundo, que se guardaba para sí mismo.
Afortunadamente, no se encontró con nadie cuando entró en la casa. No habría sabido qué decirle a Gino en ese momento.
Una vez en su habitación, se quedó en la ventana, esperando. Rinaldo apareció poco después entre los árboles, con los hombros caídos, la viva imagen del dolor.
Por la mañana, Rinaldo tenía mala cara, como si no hubiera dormido. A Alex le habría gustado decir algo, pero sabía que no debía hacerlo.
El ni siquiera se sentó para desayunar. Tomó un café de pie, sin mirarla.
Gino llegó en ese momento.
– Acabo de ir al granero y Brutus ha desaparecido.
– ¿Y qué? -Rinaldo se encogió de hombros.
– Pensé que querrías enterrarlo…
– ¿Para qué?
– ¿Para qué? Rinaldo, tú adorabas a ese perro.
– Era un perro, Gino. Sólo un perro.
– Pero…
– Ya me he encargado de él.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Estaba muerto -contestó su hermano-. No se podía hacer nada más.
– ¿Y qué has hecho, tirarlo en algún estercolero? -preguntó Gino, furioso.
– Te aconsejo que no seas tan sentimental -dijo Rinaldo entonces, terminó su taza de café y salió de la cocina.
– Pero bueno… Brutus era su perro. ¿Cómo es posible?
– Cada uno demuestra su amor como puede -murmuró Alex.
– ¿Ah, sí? ¿Y tú crees que Rinaldo está demostrando amor por Brutus? -exclamó Gino, indignado-. Ni siquiera ha llorado por él.
– No lo sabes. No estábamos allí -afirmó Alex con determinación.
– Pero tú misma viste su cara cuando salió del granero.
– Eso no significa nada. Rinaldo no quiere que nadie lo vea sufrir. Para él es una muestra de debilidad -afirmó Alex.
– ¡Rinaldo cree que tener sentimientos es una debilidad!
– Me parece que no conoces mucho a tu hermano -suspiró ella.
– Ya, claro. ¡Y tú lo conoces bien por tu intuición femenina!
– A que te tiro el café por la cabeza… -intentó bromear Alex.
– Perdona, es que Rinaldo me saca de quicio -sonrió Gino entonces-. Pero te aseguro que conozco a mi hermano mejor que tú.
«No, yo estoy empezando a conocerlo mejor que nadie», pensó ella.
Le habría gustado contarle la verdad, pero era el secreto de Rinaldo y no tenía derecho a traicionarlo.
Capítulo 7
Frustrada, Alex salió al jardín. Un movimiento en el granero llamó su atención y se acercó para ver qué era.
– ¿Tú también has venido a decirme que soy un monstruo sin corazón? -preguntó Rinaldo al verla.
– No, yo no voy a decirte eso. Después de lo que pasó anoche, sé que no eres así.
– ¿A qué te refieres?
– Te vi, Rinaldo. Te vi con Brutus.
Él se quedó callado un momento.
– Tonterías.
– Estaba allí mientras cavabas la tumba de tu perro y lo vi todo.
– Tienes una poderosa imaginación -murmuró Rinaldo, sin mirarla-. Gino y tú hacéis buena pareja.
– ¿Crees que Gino estaría interesado en saber lo que vi? Voy a hacer la prueba…
– No, espera. No le digas nada. Además, no es asunto tuyo lo que yo haga.
– Pero es verdad, ¿no? Perder a Brutus te ha roto el corazón. ¿Por qué lo niegas?
– ¡Porque no es asunto de nadie!
– Pero Gino es tu hermano. ¿Por qué no compartes tus sentimientos con él?
– No me gusta compartir mis sentimientos.
– Eso ya lo sé. Pero Brutus era todo lo que tenías… y ha muerto, Rinaldo. ¿Con quién vas a compartir tus sentimientos ahora?
– Un perro es otra cosa. Ellos no dicen nada, no juzgan nada, no se meten en nada que no les concierna… ¿por qué has tenido que venir a Belluna a interferir en mi vida?
– Creo recordar que tú casi me obligaste.
– Y fue la peor idea que he tenido nunca.
– Dijiste que debía entender este sitio y eso es lo que estoy haciendo. Estoy aprendiendo que nada es lo que parece.
– ¿Qué significa eso?
– Tú, por ejemplo. Intentas parecer algo que no eres -contestó Alex-. Te escondes de todos, incluso de tu hermano. Excepto de Brutus.
– Déjalo ya -murmuró Rinaldo, apretando los labios.
– Lo siento, sé que no es asunto mío, pero no puedo evitar involucrarme. ¿Por qué no dejas que te ayude?
– ¡Yo no necesito ayuda de nadie!
– Es demasiado tarde, Rinaldo. Sé lo que vi anoche.
Él se volvió entonces para mirarla, pero no estaba furioso. Cansado, más bien.
– ¿Cómo podrías ayudarme tú?
– Ya, entiendo… Piensas que soy la culpable de todos tus problemas, ¿no?
– Eso no es verdad. Sé que no es culpa tuya lo de la herencia. La culpa es de mi padre. Un hombre en el que yo confiaba y que, al final…
– Eso es lo que te duele, ¿verdad?
Los ojos de Rinaldo estaban llenos de resignación, pero una resignación desesperada.