– Sí. Solíamos quedarnos despiertos hasta las tantas, hablando de la granja, de los problemas… y durante todo ese tiempo me escondió la verdad. No confiaba en mí lo suficiente como para contarme que había hipotecado la granja y que podríamos perderla.
– No fue así, Rinaldo.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Porque… no sé, tengo la extraña impresión de haber conocido a tu padre. Todo el mundo habla tan bien de él, todos dicen que era tan simpático, tan alegre, siempre viendo el lado bueno de la vida… Supongo que por eso era una persona encantadora y un padre cariñoso, pero no un buen granjero.
– Es cierto.
– Pero tú eres un hombre práctico. Supongo que le hablarías de los problemas de la granja.
– Lo intentaba, pero… mi padre tenía su propia forma de ver la vida.
– Sí, hay gente que no aprende nunca. Hay gente que siempre espera un milagro. Yo creo que tu padre confiaba en ti absolutamente, que estaba seguro de que arreglarías cualquier cosa que él hubiera estropeado.
– ¿Cómo iba a pensar…? -Rinaldo no terminó la frase. Se quedó mirando al vacío, pensativo.
– ¿Qué?
– Nada.
– Tú mismo has dicho que con el dinero de la hipoteca habéis levantado esta granja.
– Sí. La inversión nos hizo prosperar como nunca.
– Entonces, entenderás que para tu padre fuese importante guardar el secreto. Seguramente, jamás se le ocurrió pensar que pudiera morir antes de pagar el préstamo. Y seguramente también pensaba deciros algún día, como un niño: «¿Lo veis, veis lo listo que soy? Pedí un préstamo y ahora nuestra granja es la mejor de la zona».
Rinaldo la miró, sorprendido.
– Así era mi padre exactamente. Casi puedo oírlo diciendo eso.
– No es culpa suya que todo saliera mal. No es culpa suya que muriese en un accidente.
– Si yo pudiera recordar…
– ¿Qué?
– Tengo la absurda sensación… no sé, de que hubo una señal, algo para darme a entender lo que pasaba.
– Supongo que tu padre lo escondió… como tú escondes tus sentimientos. Pero quizá algún día lo entiendas. Algún día, cuando estés en paz contigo mismo.
– No creo que ese día llegue nunca -murmuró Rinaldo entonces.
– Estás acostumbrado a llevar el peso de todo sobre tus hombros, ¿verdad?
Él no contestó y desde fuera les llegó Ja voz de Gino.
– ¿Hay alguien ahí?
Rinaldo se puso un dedo sobre los labios, pidiéndole silencio, antes de salir.
– Hoy tenemos mucho trabajo, así que venga, espabílate.
Sus voces se perdieron a lo lejos y Alex salió del granero, pensativa. Llamó a David, pero de nuevo tenía puesto el contestador. Habían hablado varias veces desde que llegó a Belluna y cuando colgaba se sentía culpable. No sabía bien por qué, quizá porque estaba aprovechándose de su paciencia, de su naturaleza comprensiva.
Pero una cosa estaba clara: no podía marcharse de allí antes de la fiesta de San Romualdo, el diecinueve de junio.
– Hay un desfile de carrozas en la plaza y todo el mundo baila, come y bebe hasta las tantas -le explicó Gino-. Pero yo bailaré sólo para ti, amore mió. Y tú también debes bailar sólo conmigo.
– No podrá hacer eso -intervino Rinaldo-. Montelli y los demás también querrán llamar su atención y Alex tiene que quedar bien con todos, ¿no, Alex?
Lo había dicho con tono jocoso, como si fuera una broma entre ellos.
– Claro que sí.
– ¿Por qué necesitas a los demás si nos tienes a nosotros?
– Porque me gusta la variedad -rió ella.
Cuando llegó el día de San Romualdo, todos los peones de la granja fueron a la fiesta y Alex pasó mucho más tiempo del habitual eligiendo vestuario. Al principio, pensó ponerse un vestido blanco, pero le pareció inapropiado. Después de probarse uno detrás de otro, eligió un vestido de color rojo que le parecía más adecuado para una fiesta italiana. Tenía el cuello en forma de uve y, como estaba bronceada, le quedaba de maravilla.
Eso sí que era nuevo. En Londres siempre intentaba ir elegante, refinada. En Italia, le gustaba más aparecer… espléndida.
Uno de los peones llevó a Teresa, Franca y Celia en el todoterreno, mientras Rinaldo, Gino y ella iban en el deportivo de Alex.
– ¿Quieres conducir tú, Rinaldo? -preguntó ella.
– Oye, ten cuidado. Alguien podría pensar que eres una típica chica italiana, de las que siempre dejan conducir al hombre.
– Nadie que me conozca pensaría eso. Es que no me acostumbro a conducir por la derecha.
– Ah, ya.
– Venga, entra en el coche y no protestes tanto -bromeó Alex.
Los dos hombres se habían puesto traje de chaqueta. Normalmente, Gino se arreglaba mucho, pero excepto en el funeral, no había visto a Rinaldo más que con vaqueros y camisetas.
Aunque parecidos, los dos hermanos eran muy diferentes. Gino era convencionalmente atractivo, mientras que Rinaldo era más viril, más maduro.
Afortunadamente, estaba prometida. De no ser así, los hermanos Farnese podrían haberse convertido en un problema para su tranquilidad mental.
Cuando llegaron al pueblo de Belluna la fiesta estaba en todo su apogeo. Había carrozas, gigantes y cabezudos, gente disfrazada de personajes mitológicos o santos mezclados con demonios y brujas.
En más de una ocasión alguien secuestró a Alex para bailar, aunque Gino se acercó enseguida para rescatarla.
Rinaldo los dejó enseguida, pero más tarde lo encontraron charlando con un hombre.
– El director del banco.
– ¿Están hablando de negocios en medio de la fiesta? -preguntó Alex, sorprendida.
– ¡Qué hombre! Podría tomarse cinco minutos libres, digo yo -suspiró Gino.
– A lo mejor está negociando una hipoteca para toda la granja. Así podría pagarme enseguida.
– ¿Qué?
– Así se resolverían todos los problemas.
– De eso nada. Entonces te marcharías y yo no quiero que te vayas -replicó él-. Tú no quieres irte, ¿verdad?
Alex no contestó. No podía hacerlo.
Media hora después encontraron de nuevo a Rinaldo en la Piazza della Signorina, tomando un vaso de vino.
– Hola, hermano. ¿Lo estás pasando bien? Porque no lo parece.
– No todos tenemos que dar saltos para pasarlo bien. Además, el desfile está a punto de empezar.
Nada más decirlo sonaron las trompetas y las carrozas empezaron a desfilar por la plaza. Algunas eran de contenido religioso, otras de contenido social, algunas incluso obscenas.
Alex observó la figura de un enorme macho cabrío. Y había leído suficiente sobre el simbolismo religioso como para entender que representaba no sólo al diablo sino a la sexualidad humana en su forma más descontrolada.
Sin embargo, en el desfile de una fiesta religiosa no parecía fuera de lugar.
– Algunas de esas carrozas son increíbles.
– Cuanto más obscenas, mejor -rió Gino-. La fiesta de San Romualdo es una excusa para soltarse el pelo.
– ¿Por qué?
– San Romualdo era un santo muy peculiar -sonrió Rinaldo-. Precisamente porque antes de convertirse en santo había vivido una vida licenciosa. Luego se reformó y fundó un monasterio cerca de aquí.
– Pero toda su vida estuvo plagada de tentaciones -siguió Gino-. Él intentaba resistirse, claro, pero es por eso por lo que las fiestas de Belluna tienen este carácter licencioso. Por cada carroza con su imagen de santo hay diez con las tentaciones.
Alex comprobó que era verdad. El mundo y el demonio eran recreados con gran imaginación.
– ¿No se supone que es una fiesta religiosa?
– Sí, claro. La gente lo pasa en grande por la noche y por la mañana van a misa para arrepentirse. Y para arrepentirse, uno tiene que haber pecado antes -rió Gino.
– Ah, qué filosofía tan conveniente.
– Me la enseñó mi padre. Según él, era la tradición, pero yo creo que se lo inventó.