– No me sorprendería nada -sonrió Rinaldo.
De repente, Alex soltó una carcajada.
– ¿Qué es eso? -preguntó, señalando una carroza sobre la que iba una joven de pelo largo, protegida por un caballero con armadura medieval. A su alrededor había varios hombres, uno de ellos con un cerdito en la mano.
– La chica representa a Circe, la bruja, que atraía a los hombres a su cueva y los convertía en cerdos -explicó Rinaldo.
– Pero no era una bruja normal y corriente -tomó la palabra Gino-. También era curandera. La leyenda dice que era una experta en hierbas curativas, una mujer muy sabia. El hombre de la armadura representa a Telémaco, que se volvió loco de amor por ella.
– Creía estar enamorado de ella -replicó su hermano-. Pero en realidad, Circe lo había hechizado.
– No te cae bien, ¿eh? -rió Alex-. Una mujer hechizando a un hombre… ¡Horror! Venga, Rinaldo, estamos de fiesta, anímate un poco.
– ¡Gino, Gino! -oyeron un grito entonces.
Tres mujeres bastante ligeras de ropa se acercaron, lo cubrieron de besos y se lo llevaron de allí casi a la fuerza.
– Mi hermano es muy querido por aquí -sonrió Rinaldo.
– Ya veo. Y, la verdad, me alegro de poder sentarme un raro.
– ¿Quieres una copa de vino?
– No, gracias.
– ¿Agua mineral?
– Lo que realmente me apetece en este momento es una taza de té.
Rinaldo llamó al camarero y le dijo unas palabras en toscano.
– ¿Me has conseguido un té en medio de esta fiesta italiana?
– Ya veremos.
Un minuto después, volvió el camarero con el té y Alex soltó una carcajada.
– Cualquiera que me vea… ¡Ay, qué horror! Mira, es Montelli. Lleva una hora siguiéndome por todas partes.
– ¿Quieres hablar con él?
– ¡No, por favor! Líbrame de ese pesado como sea.
– ¿Confirmando así que te retengo prisionera? Porque eso es lo que cree todo el mundo.
– Bueno, esa fue tu idea original, ¿no?
– No lo recuerdo -sonrió Rinaldo.
Montelli llegó a su lado entonces y para que no se sentara, Alex puso el bolso en la silla de Gino.
– Signorina Dacre, qué alegría verla. Es difícil hablar con usted.
– Sí, me temo que se me ha estropeado el móvil -sonrió Alex-. Además, la culpa es de este país, que me tiene hechizada -añadió, mirando a Rinaldo de reojo.
– Italia es un país maravilloso para venir de vacaciones, pero quizá una señorita inglesa como usted no debería vivir aquí para siempre.
– ¿Le molestaría mucho que me quedase en Italia?
Montelli se puso pálido.
– No, claro que no… ¡Pero qué veo! ¿Está tomando un té? ¿El señor Farnese es tan perverso que no la ha invitado a una copa de vino?
– Sí, es muy perverso -asintió Alex.
– Signorina, deje que la invite a una copa de champán -dijo Montelli entonces, agarrándola del brazo. Un segundo después, lanzaba un grito al sentir el chorro de té caliente sobre sus pantalones.
– No sabe cómo lo siento -se disculpó Alex-. Se me ha caído sin querer.
Su interpretación no había sido muy convincente y Montelli se alejó sin decir una palabra.
– ¿Por qué no me has rescatado, Rinaldo?
– Nunca había visto una mujer con menos necesidad de ser rescatada -sonrió él.
– Lo del té ha sido un accidente.
– Sí, claro.
El desfile había terminado y la plaza estaba llena de gente. A lo lejos podían ver a Gino, con flores en el pelo, bailando con las tres chicas.
– ¿Qué hace ese hombre? -suspiró Rinaldo.
– Pasarlo bien. Además, tiene que pecar para ir a la iglesia mañana, ¿no? -rió Alex.
– ¿Quieres que vaya a buscarlo?
– ¿Para qué? Es libre y puede hacer lo que le dé la gana.
– ¿Y tú, eres libre? ¿Con un prometido esperándote en Inglaterra?
– No, yo… -Alex intentó recordar la cara de David, pero le resultaba imposible.
– Gino y tú pasáis mucho tiempo juntos -apuntó él.
– Tu hermano es un chico muy agradable.
En ese momento, una pareja que iba bailando sin mirar chocó contra la mesa y tiró lo que quedaba del té.
– Vámonos de aquí -dijo Rinaldo-. Hay demasiada gente.
Alex lo siguió por las antiguas calles de Belluna hasta el río, donde la brisa era más fresca. Se quedaron allí un momento, mirando las luces reflejadas en el Arno.
Y pensó entonces en los cambios que se estaban operando en ella. Estaba morena y sus ojos, por contraste, parecían más claros. Parecía otra persona… o quizá el eco de sí misma.
– ¿En qué piensas? -preguntó Rinaldo.
– En mí misma. Me pregunto quién soy.
– Yo también me he preguntado eso. No eres la persona que yo creía.
– No podría serlo -sonrió Alex-. Esa Alexandra Dacre parecía sacada de una historia de terror.
Rinaldo asintió.
– No te he dado las gracias.
– ¿Por qué?
– Por cuidar de Brutus. Por ver cosas que yo debería haber visto. Le dejé vivir demasiado tiempo porque no quería… no quería separarme de él.
– ¿Por eso le pediste que te perdonara? -preguntó Alex en voz baja.
– Sí-contestó él.
– Gino me dijo que era el perro de tu mujer.
Rinaldo la miró, pensativo.
– Sí, es verdad. Maria apareció el día de la boda con un ridículo cachorro en brazos y tuvo que sujetarlo durante toda la ceremonia porque si lo dejaba en el suelo se ponía a llorar… Decía que era el principio de nuestra familia, que tendríamos muchos hijos y muchos perros. Pero no fue así.
No añadió que ya no le quedaba nada de su mujer, pero Alex intuyó que no tenía que decirlo. Una por una, todas las personas importantes de su vida habían ido desapareciendo. Sólo le quedaba Gino pero, a pesar del afecto que sentían el uno por el otro, había una gran distancia entre ellos. Eran muy distintos.
– Debes de sentirte muy solo -murmuró Alex, tocando su brazo.
El se quedó parado un momento y, entonces, de repente, sonrió como si no pasara nada. Aquello fue como una bofetada.
– En absoluto -dijo, apartándose-. No me siento solo.
Alex se regañó a sí misma por ser tan ingenua. Rinaldo Farnese era incapaz de aceptar compasión y debería haberlo sabido.
Intentó encontrar algo que decir, algo que lo acercase a él, pero era demasiado tarde.
– Vamos a buscar a Gino -dijo Rinaldo entonces, sin mirarla.
Capítulo 8
– Deja en paz a Gino -replicó ella-. Gino es libre y puede hacer lo que le parezca. -¿Por eso os veo juntos todo el tiempo? -le espetó Rinaldo, irónico-. ¿Qué vas a contarle a tu prometido?
– No voy a contarle nada. No es necesario.
– Qué raza tan fría la de los ingleses. Si fueras mi mujer, no me gustaría saber que has estado tonteando con otro hombre.
«Si fuera tu mujer, no estaría tonteando con nadie»
El pensamiento apareció en su cabeza antes de que Alex pudiera detenerlo.
– No sé si querrías saberlo.
– Sí, porque de ese modo podría hacer algo.
– Dudo que pudieras -replicó Alex.
– Mira, no me gusta que jueguen conmigo, ¿lo entiendes? -dijo Rinaldo entonces, agarrándola del brazo-. No intentes engañarme. Yo no soy un crío.
– ¿Cómo te atreves a acusarme de nada?
– No soy tonto, Circe.
– Y yo tampoco. Fuiste tú el que envió a Gino a mi hotel, ¿recuerdas? Y ahora, suéltame.
– No quiero. Tenemos cosas que hablar.
– Creo que no -replicó ella, intentando liberarse.
– Esta noche lo has hecho muy bien.
– ¿Qué quieres decir?
– Tú sabes lo que quiero decir. Eres muy suticlass="underline" sé agradable con el bruto, haz que se derrita…
– ¿Qué estás diciendo?
– Todos los hombres tienen que desearte, ¿no? Gino satisface tu vanidad, el tipo de Londres, tu ambición. ¿Y yo? ¿Qué satisfago yo?