Alex supo la respuesta enseguida. Rinaldo Farnese satisfaría un deseo profundo, carnal, que había estado en su interior desde que lo conoció.
¿Cuánto tiempo habría seguido engañándose a sí misma si él no se lo hubiera hecho ver?
Pero el infierno se congelaría antes de que Alex lo reconociese.
– Si no fueras tan vanidoso, te darías cuenta de que no he dicho una palabra que no pudiera haber dicho delante de Gino.
– Ya he admitido que eres inteligente. Demasiado como para ser explícita. Circe teje su hechizo y tiene una cara diferente para cada uno. La sutileza no funciona con Gino, pero podría haber funcionado conmigo, ¿no?
Alex no contestó. Y cuando Rinaldo inclinó la cabeza para besarla en el cuello tampoco intentó apartarse.
El calor de la noche, la sorpresa ante la rabia del hombre, todo eso se conjuraba para hacerle perder la cabeza. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no pedirle más, para no buscar caricias más íntimas.
No podía dejar que eso pasara, pero estaba pasando de todas formas. Había peligro en aquella situación y, de repente, el peligro era su elemento natural. Rinaldo la besaba por todas partes… excepto en los labios. Y ella no podía ni quería resistirse.
Ya no estaban solos a la orilla del río. Una multitud alegre pasaba a su lado, pero nadie se fijaba en ellos. Sólo eran dos amantes más entre tantos.
Rinaldo se apartó un poco, tenso, muy cerca de ella. Y Alex no podía esconder su reacción; no podía esconder su agitada respiración, el pulso latiendo en su cuello.
– Aléjate de mí -dijo cuando pudo encontrar su voz.
Él la obedeció inmediatamente. Alex vio su expresión, extremadamente intensa, furiosa. Y también asustada. No había podido evitar que se diera cuenta. Era demasiado tarde y Rinaldo Farnese lo sabía.
Entonces se alejó calle arriba y Alex esperó un momento hasta que se hubo calmado.
Cuando casi había llegado a la plaza, Gino se acercó a ella corriendo, medio borracho.
– ¡Por fin te encuentro, carissima¡ ¿Por qué no estabas con Rinaldo? ¿No me digas que habéis vuelto a discutir?
Alex nunca olvidaría el camino de vuelta a la granja, con Rinaldo conduciendo y Gino y ella en el asiento de atrás. Gino estaba dormido y Alex miraba por la ventanilla, pensando cosas que no debería pensar.
En cuanto llegaron a la casa, se despidió y subió a su habitación. Necesitaba estar sola para controlar sus sentimientos y para intentar entender qué le estaba pasando.
Pero aquel deseo había estado allí todo el tiempo. Un deseo básico, brutal, casi incontrolable. Poco civilizado y extraño para ella.
Qué tonta había sido… Rinaldo Farnese había hecho que lo deseara y ella había caído en la trampa.
Furiosa consigo misma, cerró los ojos. No quería sentir nada por Rinaldo y controlaría aquel sentimiento con todas sus fuerzas. Era una aberración.
Una ducha fría hizo que se sintiera un poco mejor. Luego, mientras se envolvía en una toalla, se le ocurrió algo que la dejó inmóvil. El diecinueve de junio, aquella fecha le había resultado familiar desde el principio… porque era el día en que David iba a mantener una reunión con los otros socios de la empresa. El día en que pediría formalmente que ella entrase a formar parte de la sociedad.
¿Cómo podía haberlo olvidado? Casi le daba risa pensar en cómo Italia la había hechizado hasta el punto de olvidar una fecha tan importante para ella.
Incluso se había dejado el móvil en casa mientras iba al pueblo…
Cuando comprobó los mensajes, no había ninguno de David, pero sí cuatro llamadas perdidas de su secretaria.
Jenny era una mujer encantadora y una trabajadora incansable por quien sentía gran afecto. ¿Por qué la habría llamado si David no había intentado ponerse en contacto con ella?
Alex marcó el número y Jenny contestó enseguida.
– Menos mal que has llamado. No vas a creer lo que voy a contarte… ¿Estás sentada?
– Sí, estoy sentada en la cama. ¿Por qué?
– Esta tarde, David ha anunciado su compromiso con Erica.
Alex se quedó callada durante unos segundos, intentando asimilar la información.
– ¿Quién demonios es Erica?
– Su secretaria -suspiró Jenny-. Nadie se acuerda de su nombre porque eso es lo que ella quiere. Es la típica ratita que nunca llama la atención.
Alex recordó entonces a la pálida chica que solía ver en el despacho de David. ¿Aquella criatura invisible le había quitado el sitio?
– Y otra cosa más -siguió Jenny-. David ha vetado que te conviertas en socia de la empresa.
Alex soltó una palabrota.
– ¿Cómo es posible?
– En la reunión de esta tarde se daba ese asunto por hecho, como si fuera una simple formalidad. Pero David no tenía querido tratarlo siquiera.
– ¿Qué?
– Según él, la empresa no puede confiar en alguien que decide marcharse a Italia de vacaciones…
– ¡Pero si él me dijo que podía quedarme aquí el tiempo que fuera necesario!
– Lo sé. Todos lo sabemos. Era sólo una excusa, Alex. Dice que puedes seguir en la empresa como empleada…
– Sabe que no lo haré.
– Claro que lo sabe -replicó su secretaria, indignada-. No puede despedirte, pero podría convertir tu vida en un infierno. Además, tú se lo has puesto muy fácil… menudo canalla. Todos tus clientes han sido asignados a otro jefe de departamento…
– Y cuando vuelva me será imposible recuperarlos, claro. ¡Pero si esos clientes están en la empresa porque los conseguí yo!
– Lo sé, Alex. Por eso. Te habías convertido en una competidora formidable y a David no le gustaba nada.
– Gracias por contármelo, Jenny -suspiró ella.
– ¿Qué vas a hacer?
– Pienso planear una venganza, naturalmente.
– ¿Qué?
– No olvides que llevo sangre italiana. Hacemos planes por la noche, a la luz de la luna, y mantenemos las uñas bien afiladas. Quizá deberías decírselo.
– Alex, ya imagino que te habrá dolido mucho, pero, ¿de verdad crees que merece la pena?
– No. Oye, te llamo más tarde.
Después de colgar, se quedó inmóvil durante largo rato.
En realidad, no le dolía. Se había negado a ver la auténtica naturaleza de David, pero en el fondo siempre había sabido qué clase de hombre era: frío, egoísta, sin piedad, interesado sólo en sí mismo.
Y no le importaba, porque ella creía ser igual. Pero no era así.
Casi le daba la risa que David la hubiera traicionado con su secretaria. Qué típico, pensó.
No tenía tiempo de llorar por eso, pero tragarse el insulto era otra cosa.
Alex vio entonces una figurita de escayola sobre la cómoda y la lanzó con todas sus fuerzas contra la pared.
Y se sintió un poco mejor.
– ¡Alex! ¿Ocurre algo? -oyó la voz de Gino enseguida.
Cuando abrió la puerta, Rinaldo también estaba en el pasillo.
– No, estoy bien.
– ¿Ha pasado algo? Hemos oído un ruido.
– Era esto -contestó Alex, mostrándoles un trozo de la figurita.
Rinaldo entró en la habitación y examinó el golpe en la pared.
– Impresionante. Menuda fuerza… la próxima vez, recuérdame que me aparte.
– No creo que vaya a tirarte nada a la cabeza.
– Por si acaso.
– Deja de provocarme -dijo Alex entonces, más calmada-. Siento lo de la pared. Pero pagaré el arreglo, naturalmente.
– ¿Había alguna razón especial para tanta violencia?
– No, es que me apetecía -contestó ella.
Por nada del mundo le habría contado la verdad en aquel momento.
Gino estaba solo en la cocina cuando Alex bajó por la mañana. Y no se atrevía a mirarla.
– Así que «bailaré sólo para ti, amore mió», ¿eh?
– Lo sé, lo sé -se disculpó él-. Es que estábamos de fiesta y me dejé llevar…