– Ya vi que te dejabas llevar… por tres señoritas muy simpáticas. Naturalmente, no pudiste resistir la tentación.
– ¿Estás siendo comprensiva o vas a clavarme un cuchillo por la espalda?
– Ya lo veremos.
Gino tomó su mano y la llenó de besos.
– Te adoro.
– No es verdad. Adoras a tus tres amiguitas, no a mí…
– De verdad, carissima, ellas no significan nada para mí. Es que en la fiesta, con tanta música…
– Y tanto vino -lo interrumpió Alex.
– Sí, bueno, el vino también es responsable, claro -sonrió Gino-. Pero lo más importante es el ambiente festivo, la sensación de que cualquier cosa puede pasar y que uno va a dejar que pase.
Alex se quedó callada. Eso le había hecho recordar lo que ocurrió con Rinaldo a la orilla del río.
– Tienes razón, te perdono.
– Eres muy buena -sonrió Gino, inclinándose para darle un beso en la mejilla-. Tú eres la chica de mis sueños…
– Excepto en las fiestas del pueblo, claro.
– ¿No podemos dejar eso atrás? -preguntó él, melodramático. Alex soltó una carcajada-. ¿De qué te ríes?
– Lo siento, Gino, es que eres muy mal actor.
– Yo te abro mi corazón y tú te ríes -suspiró él entonces, golpeándose el pecho-. ¡Ridi, pagliacco, ridi! Ríe, payaso, ríe, aunque tu corazón se esté rompiendo.
– Un payaso, desde luego -sonrió Alex.
– No vuelvas a Inglaterra -dijo Gino entonces, poniéndose serio.
– Gino…
– Has cambiado desde que llegaste aquí. Seguro que ya no te reconoces a ti misma.
Era cierto. Pero no quería contarle la verdad.
– No puedes volver a tu otra vida. Ya no hay sitio para ti en Londres -siguió diciendo él.
Si él supiera…
– Deja de decir bobadas.
– Por favor, cara…
– Eres peor que Rinaldo. No me extrañaría nada que me hubierais echado a suerte con una moneda.
Sólo era un comentario jocoso, pero la expresión de Gino le dijo que no se había equivocado.
– ¿Qué?
– Sí… no… no fue así.
– Seguro que fue exactamente así. ¡Que sinvergüenzas!
– ¿Estás enfadada?
– Debería estarlo, desde luego. Pero en fin, me alegro de que ganaras tú.
– En realidad, no gané yo.
– ¿Qué?
– Ganó Rinaldo, pero no se lo tomó en serio. Dijo que no estaba interesado.
– ¿Ah, sí?
– ¿No te alegras de haberme conseguido a mí? -sonrió Gino-. Venga, admítelo. Te gusto más que Rinaldo.
– Cualquiera me gusta más que Rinaldo.
– Y anoche te dejé sola con él -suspiró Gino, pensativo-. Si te ofendió en algo…
– No sé quién ofendió a quién.
– Quizá por eso ha desaparecido esta mañana.
– ¿Qué?
– Se ha marchado temprano… Ha dicho que tenía que ir a Milán para echar un vistazo a unos tractores de segunda mano… aunque yo no sabía que necesitáramos ninguno.
Alex debería haberse alegrado, pero no era así.
Tenían cosas que hablar. Rinaldo lo sabía tan bien como ella. Pero debía permanecer en secreto hasta que entendiera mejor aquel sentimiento.
Cuando Gino se fue a trabajar, decidió ir a dar un paseo a caballo. Cabalgó durante horas, percatándose de que el maíz había crecido desde la primera vez que lo vio, de cómo los olivos y las cepas crecían bajo el sol de la Toscana.
Cómo le gustaba aquel sol. Era como si lo hubiese descubierto en Italia. El sol de Londres era frío, gris. Pero en Belluna el sol era aire fresco, libertad, un nuevo despertar.
Sus opciones eran muy simples. Podía volver a Inglaterra y pelear o podía quedarse en Belluna y pelear. Tendría que pelear de una manera o de otra.
El premio sí era diferente. En Londres la esperaba un lugar frío en una empresa fría o buscar otra empresa. Muchas se alegrarían de tenerla a bordo.
O podía abandonar Londres y abandonar todo lo que conocía. Todo aquello por lo que había luchado durante tantos años: la mejor empresa, los mejores clientes, el mejor apartamento, la mejor ropa. Todo para nada.
A cambio, tendría una vida allí, en un país que la había hechizado, en contacto diario con la naturaleza… y con un hombre duro, hostil, grosero a veces, pero que estaba empezando a robarle el corazón.
– ¡Tonterías! -dijo en voz alta-. No pienso enamorarme de él. ¿Quién demonios se cree que es?
Entonces tomó una decisión. Volvió a la casa y empezó a hacer el equipaje. Y, a la mañana siguiente, a pesar de las protestas de Gino, subió al coche y tomó la carretera que llevaba al aeropuerto.
Dos horas después estaba volando hacia Londres.
Rinaldo estuvo fuera una semana. Y cuando, por fin, llamó a casa, Teresa le contó que Alex se había ido a Londres para no volver.
Al día siguiente, Rinaldo se presentó en Belluna. Encontró a Gino sentado en su escritorio, mirando la pantalla del ordenador.
– Déjalo, nunca lo entenderías.
– ¡Rinaldo! -Gino se levantó de un salto para abrazar a su hermano.
– ¿Me quieres contar qué está pasando aquí?
– Alex se ha ido -contestó Gino, apenado.
– Me lo dijo Teresa.
– ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
– ¿Qué quieres que diga? Alex es inglesa y sabíamos que tarde o temprano…
– Pero yo creo que éste es su sitio -lo interrumpió su hermano.
– Eso era lo que ella quería que pensaras. Circe hizo su juego y nosotros estuvimos a punto de caer en la trampa. Olvídala.
– Pero si tú me pediste que la cortejara…
– ¡Yo nunca te he pedido eso! Además, deberías ser más listo, Gino. Es una suerte que no te hayas enamorado de ella.
– ¿Quién ha dicho que no estoy enamorado?
– Olvidas que te conozco bien. Creo recordar que la gran pasión de tu vida duró… unos dos días.
Gino se encogió de hombros.
– Sí, bueno, pero Alex se ha ido.
– Pues olvídala.
– ¿Tú crees que está enamorada de su prometido?
– ¡He dicho que la olvides!
– No hace falta que te enfades conmigo, Rinaldo.
– No me enfado -sonrió él-. Es que llevo horas conduciendo, perdona.
– Parece como si no hubieras dormido en una semana. Ven, vamos a comer algo. Así podrás contarme qué ha pasado con esos tractores.
– ¿Qué tractores?
– ¿No habías ido a Milán a ver unos tractores?
– Ah, eso. No, no he encontrado nada interesante.
Teresa les sirvió la cena en la terraza antes de retirarse a su habitación y Gino se percató de que su hermano comía sin prestar atención a lo que estaba comiendo.
– ¿Qué has hecho estos días?
– Pues… conducir de un lado a otro.
– ¿Durante una semana?
– ¿Tengo que darte explicaciones?
– Si yo me fuera durante una semana, tendría muchas explicaciones que dar.
– Sí, bueno, déjalo. ¿Cuándo se fue Alex? -preguntó Rinaldo, evidentemente para cambiar de tema.
– Un día después que tú. Estoy esperando que llame su abogado, pero no he tenido noticias.
– Sabremos de ella cuando le interese. Está jugando con nosotros, Gino.
Ése era el mantra que se había repetido a sí mismo insistentemente durante una semana. Alex estaba jugando con ellos, por eso había hecho bien en marcharse.
Desde el día de funeral supo que no podía ser débil con aquella mujer. Y cuando la conoció un poco mejor, supo que aquel era trabajo para un hombre, no para un crío como Gino.
El antagonismo que había entre ellos fue un alivio, un respiro, pero Alex había sido inteligente, ofreciéndole simpatía y comprensión… que eran como agua en el desierto para un hombre sediento. La sensación había sido tan agradable que casi perdió la cabeza, pero escapó a tiempo.
De modo que había ganado.
Ahora, sin embargo, se encontraba solo, y su victoria estaba escapándosele entre los dedos.