– Yo no creo que estuviera jugando -dijo Gino.
– Entonces, ¿por qué está de vuelta en Inglaterra ahora, planeando su boda?
Su hermano no contestó. Pero la casa estaba tan vacía sin ella… Era como si le faltase el alma.
Rinaldo y él se quedaron un rato en la terraza, tomando un vaso de whisky.
– Hace tiempo que quería preguntarte una cosa -dijo Gino entonces.
– Dime.
– El día que papá murió, tú llegaste antes que yo al hospital… y cuando llegué ya era demasiado tarde. ¿Qué te dijo?
– Nada. Estaba inconsciente.
– Lo sé, pero… ¿no recuperó la conciencia ni durante un minuto?
– Si fuera así, te lo habría dicho.
– Resulta tan difícil de creer que se fuera sin decir nada… -suspiró Gino-. Ya sabes lo hablador que era.
Rinaldo cerró los ojos y en su recuerdo apareció la imagen de su padre, cubierto de vendas, con aquel terrible aparato de ventilación artificial.
Como a Gino, le resultaba imposible creer que un hombre tan lleno de vida como su padre estuviera allí, inerte. Había pensado que en cualquier momento abriría los ojos, que lo reconocería y empezaría a hablar.
Como le había pasado tantas veces, intentó recordar algo, no sabía qué. Pero, como siempre, algo se le escapaba, algo que parecía estar en el fondo de su mente y que no podía recordar.
Le había pasado lo mismo un día con Alex, en el granero. El fugaz momento de simpatía hizo que una puerta empezara a abrirse, pero no lo suficiente. Y ya no se abriría, porque ella se había ido.
– Ojalá pudiera decirte algo. A mí también me resulta difícil creer que se fue sin despedirse, pero no nos queda más remedio que aceptarlo. Venga, Vámonos a dormir, es tarde.
La casa estuvo en completo silencio durante una hora más o menos. Y entonces Gino se despertó, sobresaltado, con la sensación de que ocurría algo.
Nervioso, salió al pasillo, donde encontró a Rinaldo en calzoncillos.
– Hay un ladrón abajo -dijo su hermano en voz baja.
Descalzos, bajaron la escalera en silencio. Podían ver parte del salón iluminado por la luz de la luna. El resto estaba a oscuras, pero dentro oyeron pasos y luego un golpe, como si alguien hubiera tirado una silla.
– ¡Ahora!
Rinaldo se movió con rapidez, sin encender la luz. No podía ver al intruso, pero intuyó su posición y se lanzó sobre él.
Un segundo antes de que Gino encendiera la luz, oyó un golpe, seguido del grito de su hermano:
– ¡Tú!
Desde su posición en el suelo, Alex lo fulminó con la mirada.
– ¡Apártate de mí!
– ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
– He vuelto.
– Sabía que no te olvidarías de nosotros -sonrió Gino, entusiasmado.
– Cuando me fui no sabía qué iba a pasar. Ahora lo sé… y he venido para quedarme.
– ¿Y qué ha dicho tu prometido inglés? -preguntó Rinaldo, llevándose una mano a la cabeza-. ¿Le digo a Teresa que prepare una habitación para él? A lo mejor te gustaría casarte en Belluna.
– ¡Deja de decir tonterías! -le espetó Alex.
– ¿Perdona?
– David y yo hemos roto.
– ¿Lo has dejado? -exclamó Gino.
– No, él me ha dejado a mí. La noche de la fiesta descubrí que David había vetado que entrase en la empresa como socia y que se había prometido con su secretaria.
– ¡Será cerdo!
– Así que volví a Inglaterra para decirle un par de cosas.
– Espero que lo hicieras con estilo -sonrió Rinaldo.
– Naturalmente, lo hice delante de todo el mundo. Y no te puedo contar cómo disfruté. Además, mi abogado exigirá una compensación económica por «daños morales». Luego puse mi apartamento en venta y después de eso, sólo me quedaba volver aquí.
– Podrías habernos avisado que venías… como una persona civilizada, ¿no?
– Ser civilizada no es tan divertido como yo creía. Bueno, en realidad no quería llegar tan tarde, pero tuve que esperar hasta que me dieron el coche que he comprado… Intenté no hacer ruido al entrar, pero veo que no ha servido de nada.
– Nos has dado un susto de muerte -dijo Gino.
– Sí, pero ya estoy aquí. Ahora, ésta también es mi casa. Vayan acostumbrándose, señores, porque he venido para quedarme.
Capítulo 9
Algunas mujeres se habrían gastado un dineral en ropa después de un disgusto como aquél. Alex se lo gastó en un coche huevo que dejó a los hermanos Farnese boquiabiertos. Era elegante, caro, deportivo y manejable al mismo tiempo.
– ¿Cuánto te ha costado? -preguntó Rinaldo.
– Más de lo que puedo pagar -contestó ella.
– Me quito el sombrero ante ti.
– Pienso usarlo mucho, porque estoy dispuesta a conocer Belluna palmo a palmo. No os importa, ¿verdad?
– ¿Por qué iba a importarnos?
Desde que llegó, los dos hombres la trataban con guantes de seda. Gino, tan simpático como siempre, pero un poco cortado; Rinaldo, amable, pero con cierta suspicacia.
Se acercaba la época de la cosecha y fuera donde fuera, todo el mundo parecía haber oído hablar de ella. La trataban con respeto hasta que descubrían que hablaba italiano… Entonces eran todo sonrisas.
Uno de los mejores momentos llegó una tarde que volvía a la granja y encontró a Rinaldo al borde de la carretera, con el todoterreno averiado. Además, llevaba un traje de chaqueta.
– Si te atreves a reírte…
– No pensaba hacerlo -lo interrumpió Alex-. ¿Has llamado a la grúa?
– No, he salido de casa sin el móvil. Pero te advierto…
– No seas pelma o te dejaré tirado aquí.
– De eso nada. Tú nunca caerías tan bajo -dijo Rinaldo.
– ¿Que no? -sonrió Alex, saliendo del coche-. Llevo un cable de arrastre en el maletero… pero será mejor que me dejes hacerlo a mí. No quiero que te manches ese traje tan bonito.
La respuesta de Rinaldo fue, naturalmente, quitarse la chaqueta y la camisa.
No debería haberlo hecho, pensó Alex. ¿Cómo iba a concentrarse en lo que estaba haciendo con él al lado, medio desnudo?
Debía de trabajar sin camisa a menudo, porque estaba muy moreno. Con su alta figura y aquellos hombros tan anchos parecía lo que era: un hombre viril, poderoso.
Y ella tenía que pensar en el cable… No había justicia en el mundo.
– Veo que sabes lo que haces -dijo Rinaldo.
– Si hubieras tenido que aguantar a tantos conductores machistas como yo, entenderías que una mujer tiene que aprender a defenderse por sí misma. Y los mecánicos son los peores. Una vez uno me dijo que llamase a mi marido para que le explicara qué le pasaba a mi coche… ¡Increíble, vamos!
Poco después, había enganchado el cable al guardabarros del todoterreno y Rinaldo volvía a ponerse la camisa.
– ¿Dónde te llevo?
– Hay un garaje a unos dos kilómetros. Luego podrías llevarme a Florencia, si no te importa.
– ¿Para?
– Tengo una reunión, pero volveré a casa en taxi.
– No me importa esperarte. Podría ir de compras.
– No hace falta -dijo Rinaldo.
– Ah, ya.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– No quieres que sepa dónde vas. Supongo que será un encuentro secreto con alguna mujer misteriosa…
– ¿Por qué iba a ser un secreto? Soy un hombre libre.
– Pero a lo mejor ella no es la única mujer. Podrías tener un harén en Florencia.
– Voy a visitar a nuestro administrador -dijo él entonces.
Alex sonrió. No había quedado con ninguna mujer. Bien.
– Ah. Y temes que quiera ir contigo.
– Exactamente.
Después de dejar el todoterreno en el garaje, Alex tomó la carretera de Florencia.
– ¿Dónde vamos?
– Via Bonifacio Lupi.
– ¿Puedo ir contigo a ver al administrador?
– ¿Me lo estás preguntando?