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– Entonces, te vas a meter en la boca del lobo. Ten mucho cuidado, Alex -la había prevenido David.

– No creerás que van a asesinarme, ¿verdad? -rió ella-. Iré a Florencia, llegaré a un acuerdo con los hermanos Farnese y volveré a casa.

– Pero si no pueden reunir el dinero y tú vendes la granja a un tercero… ¿cómo crees que van a tomárselo?

– No seas melodramático, David. Seguro que son gente razonable, como yo. Se arreglará de alguna forma.

– ¿Razonables? -exclamó Rinaldo-. ¿Nuestro padre hipotecó la granja sin decírnoslo y su abogado quiere que seamos razonables?

Gino suspiró.

– Sigo sin entenderlo. ¿Cómo es posible que papá mantuviera eso en secreto?

– No lo sé.

Estaba atardeciendo. Rinaldo, al lado de la ventana, miraba las colinas y los campos, la tierra que había cultivado con sus propias manos. Su tierra. La que querían arrebatarle.

– Tú y yo somos los propietarios legítimos de estas tierras. Esa mujer no puede hacer nada -suspiró Gino.

– Si no le pagamos, puede hacerlo -replicó su hermano-. Si no recibe el dinero, podría reclamar un tercio de la propiedad. Papá nunca pagó los plazos, así que debemos la cantidad completa, más intereses.

– Sí, bueno, pero la verdad es que nosotros nos hemos aprovechado de ese dinero. Hemos pagado la maquinaria, los nuevos tractores, las nóminas de los trabajadores, los fertilizantes… Todo eso ha costado una fortuna. Y papá nos dijo que le había tocado la lotería… ¡Qué ingenuos hemos sido!

– Desde luego -dijo Rinaldo, furioso-. Eso es lo que me duele, que nos hayamos enterado después de su muerte. Aunque supongo que no podemos culparlo. El no sabía que iba a morir de repente.

– No, claro -murmuró Gino, entristecido.

– ¿Sabemos algo de esa mujer, además de que es inglesa?

– Según su abogado, se llama Alexandra Dacre. Tiene veintitantos años, trabaja en una firma dedicada a la administración de empresas y vive en Londres.

– Lo único que le importa es el dinero -suspiró Rinaldo, apretando los dientes-. Y tenemos que librarnos de ella.

Gino se levantó de un salto.

– ¿Cómo? Rinaldo, por favor… -dijo con incredulidad.

En ese momento, habría podido creer que su hermano era capaz de cualquier cosa.

– Cálmate, Gino. No pienso matarla. No digo que la idea no me parezca atractiva, pero no me refería a eso. Quiero solucionar este asunto legalmente.

– Entonces, tendremos que pagarle.

– ¿Cómo? Hemos invertido el dinero en la granja y tenemos la cuenta en números rojos. Un préstamo nos arruinaría.

– ¿Tu abogado te ha dado alguna idea?

– Yo creo que se ha vuelto loco. Como Alexandra es soltera, se le ha ocurrido que uno de los dos podría casarse con ella.

– ¡Eso es! -exclamó Gino-. Sería perfecto, Rinaldo. Así se acabarían los problemas. ¿Tú crees que vendrá al funeral de papá?

– Espero que no se atreva. Venga, vamos a comer. Teresa nos ha llamado hace rato.

Encontraron a Teresa, la vieja ama de llaves, poniendo la mesa en la cocina. Mientras lo hacía, no dejaba de llorar. Llevaba así desde la trágica muerte de Vincente.

Rinaldo no tenía apetito, pero no podía decirlo porque Teresa se llevaría un disgusto.

– Venga, anímate. Ya sabes cómo odiaba mi padre las caras largas.

– Siempre riéndose -asintió la mujer-. Aunque la cosecha fuese mala, siempre encontraba algo de qué reírse. Era un hombre estupendo.

– Sí, es verdad. Y así debemos recordarlo.

– Debería estar aquí -dijo Teresa entonces, secándose las lágrimas con un pañuelo-. Contando chistes, haciendo bromas. ¿Os acordáis de las bromas pesadas que solía gastar?

Gino abrazó a la mujer. Era un hombre joven, muy cariñoso, un hombre querido en todas partes.

Cuando Rinaldo salió a la terraza, el ama de llaves lo miró con tristeza.

– Ha perdido a tantos seres queridos… Y cada vez está más sombrío, más amargado.

Gino asintió. Teresa hablaba de Maria, la esposa de su hermano, y de su hijo, ambos fallecidos dieciocho meses después de la boda.

– Si hubiera vivido, el niño tendría ahora diez años. Y seguramente habría tenido más hijos. Esta casa habría estado llena de niños y yo tendría sobrinos a los que abrazar en lugar de…

Gino miró alrededor. Aquella casa era demasiado grande para las tres personas que la compartían.

– Ahora sólo te tiene a ti -dijo Teresa.

– Y a ti. Y a ese chucho… A veces creo que Brutus significa más para él que cualquier ser humano, porque era el perro de Maria. El pobre Rinaldo es tan posesivo con la granja porque no tiene nada más…

– No, es verdad -suspiró Teresa, sonándose la nariz.

– Espero que la signorina Dacre tenga carácter, porque va a necesitarlo.

Rinaldo volvió entonces con Brutus, un mastín de cara simpática y patas enormes que, sin hacer caso de la expresión de Teresa, se colocó bajo la mesa, a los pies de su amo.

El ama de llaves sirvió la comida, pasta con champiñones, y Gino comió con apetito.

– Entonces, uno de los dos tiene que casarse con la inglesita.

– Cuando dices «uno de los dos» te refieres a mí, claro -protestó Rinaldo-. Tú no quieres casarte. Además, si se dedica al mundo empresarial, debe de tener una mente ordenada, y eso te volvería loco.

– Entonces, cásate tú con ella -sonrió Gino.

– No, gracias.

– Pero tú eres el cabeza de familia. Es tu obligación. Oye… ¿qué haces con el vino?

– Voy a tirártelo encima si no te callas.

– Pero tenemos que hacer algo, hombre. Tenemos que trazar un plan.

Rinaldo dejó el vaso de vino sobre la mesa, sonriendo. Gino podía ser un frívolo a veces, pero su alegría era contagiosa.

– Entonces ponte a trabajar, enamórala -dijo Rinaldo.

– Yo tengo una idea mejor. ¿Por qué no lo echamos a suertes?

– ¡Por favor! -murmuró Rinaldo.

– Lo digo en serio. Dejemos que decida el destino.

– De eso nada.

– Venga, ¿cara o cruz? -rió Gino, sacando una moneda del bolsillo.

– Lo qué te dé la gana -suspiró su hermano.

– Yo pido cara.

– Ah, entonces me dejas muchas opciones.

Gino tiró la moneda al aire y la aplastó contra la mesa.

– ¡Cruz! ¡La signorina Dacre es para ti!

– Lo siento, no estoy interesado. Puedes quedártela.

Rinaldo se levantó antes de que su hermano pudiera replicar. Estaba cansado.

Gino era joven, podía dormir a pierna suelta a pesar de todo. Él no recordaba cuándo fue la última vez que durmió de un tirón.

Cuando la casa estuvo en silencio, salió al porche, iluminado por la luna.

Aquella era la tierra que había trabajado toda su vida. Allí, sobre esa tierra, se había tumbado una vez con una chica que olía a flores, susurrándole palabras de amor.

– Pronto llegará el día de nuestra boda, amor mío. Ven a mí, sé mía para siempre.

Y ella había aceptado con pasión y ternura, generosa, sin esconder nada, entregándole su cuerpo joven y hermoso.

Pero por tan poco tiempo…

Sólo había pasado un año y seis meses desde la boda hasta el día que tuvo que enterrar juntos a su esposa y a su hijo.

Y su corazón con ellos.

Rinaldo comenzó a andar. Podría haber hecho ese camino con los ojos cerrados. Cada centímetro de aquellas tierras era parte de su ser. Conocía sus cambios de humor, a veces brutales, trágicos, a veces generosos con la cosecha, pero casi siempre exigiendo a cambio un precio cruel.

Hasta aquel día había pagado el precio, no siempre de buena gana, a veces angustiado, amargado.

Y ahora aquello.

Rinaldo perdió la noción del tiempo. Veía a su padre, Vincente, riéndose mientras lanzaba a Gino al aire.

– ¿Recuerdas cuando te lo hacía a ti, Rinaldo? -le preguntaba-. Pero ahora eres un hombre.