Cuando volvió a casa era de noche y encontró a los dos hermanos sentados en la escalera de la entrada, muy serios.
– ¿Qué ocurre?
– Me he equivocado con las uvas. Había que esperar una semana más. Me he equivocado -contestó Rinaldo.
Se le encogió el corazón al verlo tan desesperado. Porque la desesperación de Rinaldo Farnese era la suya.
– ¿Cómo ha podido pasar?
– Creí lo que quise creer -suspiró él-. Y nos ha costado la cosecha de uvas.
– ¿Quieres decir que no van a comprárosla?
– Valli la comprará, claro. Pero no al mejor precio, para hacer Chianti. No, la comprará para hacer otro vino de calidad inferior.
– Nunca nos había pasado -murmuró Gino.
– Y no habría ocurrido si yo no hubiera estado tan ciego. ¿Por qué no lo dices? -le espetó su hermano, dolido.
– Has cometido un error, pero no es el fin del mundo.
Rinaldo miró el horizonte, pensativo.
– Estás siendo muy generoso, Gino, como siempre. Pero sí es el fin del mundo. No puedo explicártelo, pero así es -suspiró, levantándose.
– ¿Dónde vas?
– Tengo que pensar. Y necesito estar solo.
Entonces, con los hombros caídos, se alejó hacia los árboles.
Capítulo 10
Hacía calor para ser el mes de octubre y Alex no podía dormir. Suspirando, se acercó a la ventana desnuda como estaba porque sabía que nadie iba a verla.
Así fue como había descubierto a Rinaldo enterrando a Brutus. Así fue como había visto que tenía corazón. Quizá fue entonces cuando empezó a amarlo.
Ahora lo sabía con certeza. Decir que estaba enamorada de él no explicaba claramente lo que sentía por Rinaldo Farnese, el hombre que había tomado posesión de su alma, de su corazón, de sus esperanzas y sus sueños.
Lo único que no había poseído era su cuerpo, y en ese momento más que nunca, Alex sintió la necesidad de entregárselo. Entonces quizá podría darle consuelo para el terrible fracaso que él mismo había provocado, por razones que no podía entender.
Cuando vio una figura moviéndose entre los árboles pensó que su imaginación la estaba traicionando. Pero no. Era Rinaldo. Y no pudo soportar más su soledad, su dolor.
A toda prisa, se puso un camisón de lino y unas zapatillas y bajó corriendo.
Lo encontró sentado contra un árbol, vencido, con la cabeza caída sobre el pecho.
– Rinaldo -murmuró. Tenía tantas cosas que decirle, pero sólo pudo pronunciar su nombre.
– ¿Qué haces aquí?
Alex tomó su cara entre las manos.
– No te apartes de mí.
Él no intentó hacerlo, pero la miraba con una expresión de tristeza que le partía el alma. Alex se olvidó de las palabras de consuelo y buscó sus labios. Rinaldo enseguida la envolvió en sus brazos, buscando su boca como un desesperado.
– Alex…
La besaba con una urgencia, con una pasión que ella no habría podido soñar nunca, como temiendo que alguien se la arrebatara.
– Espera, tengo que decirte algo -murmuró él.
– Eso puede esperar.
– No, tienes que oírme.
– Cuéntame qué te pasa. No puedes estar así sólo por la cosecha de uvas -susurró Alex, apoyando la cabeza en su pecho.
– No lo entiendes -suspiró Rinaldo-. Si no me hubiera equivocado, habría conseguido el mejor precio, sería el primero en el mercado. Y eso era lo que yo quería. Más que nada en el mundo. Lo deseaba tanto que me volví ciego. ¡Idiota, estúpido! Pensé que podía ordenar las cosas a mi gusto… aunque ya debería saber que eso es imposible -dijo entonces, con una risa amarga.
– Por favor, no seas tan duro contigo mismo. Todo el mundo comete errores -murmuró Alex-. Has dejado que el orgullo te cegase…
– El orgullo no, la arrogancia. Y por eso me he cargado una cosecha entera.
– Pero el maíz, las aceitunas…
– Sí, sobreviviremos. Pero no como yo esperaba. Y todo porque he sido un imbécil arrogante… porque me importaba tanto que no podía ver nada más.
– ¿Qué te importaba tanto, Rinaldo?
– ¿Cómo me preguntas eso? ¿Es que no es obvio?
– Para mí no -contestó Alex.
– Quería pagar tu deuda. No he pensado en nada más que en eso durante meses. Era una obsesión.
– Ah, ya entiendo -murmuró ella, desilusionada.
– No lo entiendes, Alessandra -suspiró Rinaldo entonces, pronunciando su nombre en italiano-. Quería pagarte porque… porque así podría decirte cosas que no tengo derecho a decirte mientras esté en deuda contigo.
– ¿Qué cosas?
– ¿Cómo puede un hombre decirle palabras de amor a una mujer a la que le debe dinero?
Alex intentó ver su cara en la oscuridad; tenía el corazón en la garganta.
– Supongo que eso depende de lo que ella signifique para él.
Rinaldo acarició su cara.
– Significa más de lo que puedes imaginar. He soñado mil veces con pagar esa maldita deuda… para poder pedirte que te cases conmigo. Porque sólo entonces creerás que te quiero.
– ¡Al demonio con el dinero! -exclamó Alex-. No lo quiero, te quiero a ti. Y si no estuvieras tan ciego de orgullo, te habrías dado cuenta.
– ¿Tú crees? Entonces, es que no soy un hombre muy perceptivo.
– ¿Por qué es tan importante la hipoteca?
– Es importante para mí pedirte que te cases conmigo con la cabeza bien alta -contestó Rinaldo.
– ¿Crees que sospecharía de ti, que pensaría que eres un mercenario? Nadie podría acusarte de haberme engatusado -rió Alex, acariciando su pelo-. Sé que eres muy terco, pero ¿de verdad piensas darme la espalda por esto?
– No puedo darte la espalda -suspiró él-. Me dije a mí mismo que podría, pero no soy capaz. Tengo que amarte, Alex. No puedo evitarlo…
– ¿Me quieres tanto como yo a ti? -preguntó ella entonces-. Porque si es así, no me debes nada.
– Te quiero mil veces más, pero… nunca había luchado tanto contra algo en mi vida.
– Por eso supe que me querías.
– Ah, entonces me entiendes…
Rinaldo la apretó contra su corazón. Se besaron, hambrientos, como si intentaran recuperar el tiempo perdido. El tiró del camisón y, al verla desnuda, empezó a quitarse la ropa.
No era momento para falsas modestias. Alex lo deseaba con todas sus fuerzas y no se avergonzaba de ello.
– He deseado esto desde el primer día -murmuró Rinaldo con voz ronca, acariciando su espalda.
¿Cómo una caricia podía ser tan dulce y tan posesiva al mismo tiempo? Había fuego en sus manos, en sus ojos, en su boca.
La tierra, bajo sus cuerpos, olía a rocío, a vida. Rinaldo la besaba por todas partes, intentando inflamar su pasión, pero Alex ya estaba lista, incluso impaciente. Y cuando Rinaldo estuvo dentro de ella, aprisionándola contra la tierra, lo abrazó como si en aquel abrazo pudiera darle todo su amor.
La poseía completamente, alejando de su cabeza todo lo que no fuera su amor por aquel hombre, su deseo de quererlo, incluso de protegerlo. Tendría que protegerlo en secreto, porque eso era algo que él no podría entender. Pero su pasión ya no tenía que ser un secreto y lo amó completamente.
Después, se quedaron tumbados uno al lado del otro, temblando.
Rinaldo la besó tiernamente.
– Vamos a casa. Esto acaba de empezar.
Alex se despertó en los brazos de su amante. Después de tanto protegerse, Rinaldo había dejado a un lado todas sus defensas, haciéndola parte de sí mismo, entregándose del todo, sin reservas.
Se habían poseído por completo la noche anterior, una y otra vez. Y se despertaron sin querer soltarse.
– Supongo que habrá que levantarse tarde o temprano -suspiró él.
– Sí, es un nuevo día.
– Un nuevo día para nosotros. Nunca te dejaré ir, Alex -murmuró, apretándola contra su pecho-. Y si quieres que yo me vaya, me temo que es demasiado tarde.
Alex sonrió.
– No quiero que te vayas. Nunca querré que te vayas de mi lado.