Ella quería decir algo, pero no se le ocurría qué podía decir allí, delante de todo el mundo. Y, sobre todo, delante de Rinaldo.
Gino, tomando su silencio por aceptación, le puso el anillo en el dedo.
– Por favor, levántate. Tengo que hablar contigo -murmuró Alex.
– ¿Qué quieres decirme, mi amor?
– No puedo aceptar esto -dijo ella entonces, quitándose el anillo.
– ¿Por qué no? -preguntó Gino, con expresión de cachorro herido.
– Ven conmigo. Perdona un momento, Rinaldo.
– Claro -murmuró él, confuso.
La gente, que no podía oír la conversación, rompió en aplausos, convencidos de que Gino y Alex estaban prometidos.
Él parecía pensarlo también, porque cuando Alex lo llevó entre los árboles intentó abrazarla.
– No, por favor…
– Perdona que lo haya hecho en público, pero tenía tantas ganas de decirte que te quiero…
– Mira, eres un chico encantador…
– No soy un chico, soy un hombre. Puede que al lado de Rinaldo parezca un crío, pero no lo soy. Y estoy dispuesto a esperar lo que tú me digas.
– No, no… pensé que estabas de broma -dijo Alex entonces-. Pensé que estabas sencillamente tonteando conmigo. Nunca pensé que hablabas en serio.
– Al principio sólo tonteaba, pero me di cuenta de lo que sentía cuando te fuiste a Londres. Entonces supe que no podía vivir sin ti, que no quería vivir sin ti.
– Gino, no digas eso, por favor.
– ¿Por qué no?
– Porque yo no estoy enamorada de ti.
Él la miró sin entender.
– Sigues enamorada de ese hombre de Londres.
– No, no es él.
Alex no dijo nada más. No era el momento de decirle que estaba enamorada de su hermano.
– Esperaré y…
– Por favor, no sigas. Hablaremos más tarde.
– Sí, tienes razón, voy demasiado rápido. Pero estoy dispuesto a esperar lo que haga falta.
Gino fue el alma de la fiesta, en absoluto deseorazonado por sus palabras. Y la gente parecía convencida de que ella había aceptado su proposición.
Por fin, los invitados empezaron a marcharse.
– ¿Dónde está Gino? -preguntó Rinaldo.
– Lo vi hace media hora, pero no sé dónde está… ¿Qué voy a hacer?
– Lo sé, es terrible. Tarde o temprano lo entenderá, pero creo que se va a llevar un disgusto enorme. Después de haberte pedido que te casaras con él delante de todos…
– Supongo que le habrá costado trabajo mostrarse tan alegre después de lo que le he dicho.
– ¿Qué le dijiste?
– Que no estoy enamorada de él. No era el momento adecuado para contarle nada más.
Poco después, viendo que Gino no aparecía, subieron a su habitación. Estaban tan impacientes que Rinaldo abrió la primera puerta que encontró a mano: su dormitorio. Hicieron el amor durante horas, apasionadamente, aprendiendo a conocerse, a darse placer el uno al otro.
Él se durmió primero y Alex se apoyó en un codo, mirándolo con expresión protectora y curiosa a la vez. Dormido, su rostro era tan duro como despierto, pero ya no la engañaba. Sabía que tras aquellos rasgos había una ternura inusitada. Rinaldo Farnese era un hombre que podía amar con el corazón, con el alma y con el cuerpo.
Desde que llegó a Italia había descubierto que el país tenía dos caras. Estaba la Italia de las sonrisas y las canciones, la romántica Italia. Ése era Gino.
Y luego estaba el país con un pasado lleno de violencia, de sangre, de pasión desatada, de sueños rotos. Ése era Rinaldo.
Sonriendo, Alex acarició su cara despacito para no despertarlo. Era suyo para siempre. Porque la necesitaba. No había nada más que decir.
Rinaldo se encontraba en un lugar misterioso. Estaba esperando algo, pero no sabía qué. Su padre lo miraba con ojos llenos de preocupación, intentaba decirle algo… pero era entonces cuando se despertaba. Le pasaba casi cada noche. Y nunca lograba recibir el mensaje.
Abriendo los ojos de golpe, Rinaldo se incorporó, sobresaltado, temblando.
– ¿Qué pasa, cariño? ¿Qué es? ¿Has tenido una pesadilla? -preguntó Alex.
– No. He recordado algo… ha estado ahí todo el tiempo, esperándome. Yo intentaba recordar…
– ¿Qué?
– Cuando murió mi padre. Llegué al hospital antes que Gino y estuve unos minutos a solas con él.
– ¿Qué pasó?
– Cuando me vio intentó decir algo, pero no podía hablar… Sólo consiguió musitar «lo siento», «lo siento» -dijo Rinaldo entonces, enterrando la cara entre las manos-. Aún puedo ver sus ojos, desesperados. Quería decirme algo, pero no era capaz. Yo apreté su mano y le dije que se tranquilizara, que todo estaba bien. Y entonces, murió.
– ¿Qué crees que quería decirte?
– Supongo que quería hablarme de la hipoteca. Querría advertirme… no sé cómo he podido olvidar eso. Es como si se me hubiera quedado la mente en blanco.
– Con todo lo que pasó ese día, es normal que lo hayas olvidado.
– Todo este tiempo lo he culpado… y el pobre quiso advertirme.
– No quería que te enterases por los abogados.
– Entonces, no nos dejó sin decir una palabra, no fue una de sus bromas pesadas… El pobre quiso advertirme -murmuró Rinaldo, abrazándola-. Y lo he recordado por ti, tú me has dado la paz que necesitaba para recordar aquello. Ya nunca volveré a dudar de él. He recuperado a mi padre gracias a ti.
De repente, se aferró a ella como si fuera un salvavidas.
– No me dejes nunca, Alex.
– Nunca, cariño. Siempre estaré aquí.
– No había luz en mi vida antes de que tú llegaras. ¿Y si no nos hubiéramos conocido?
– Pero estábamos destinados a conocernos. ¿Recuerdas el primer día? -sonrió ella.
– ¿En el funeral de mi padre? Sí, claro.
– Entonces supe que ibas a ser alguien importante en mi vida.
– Creo que yo también lo supe. Y quiero pasar contigo cada día de mi vida, aprendiendo cosas sobre ti, conociéndote. Haciéndome viejo contigo. Es como si hubiera pasado estos últimos años caminando por el desierto. Pero tú me has traído a casa.
Alex le dio un beso en los labios, no un beso apasionado, sino tierno. Había habido pasión antes y la habría después, pero ese abrazo fue como una promesa de amor eterno, de confianza entre los dos. Por fin, se quedaron dormidos, sin soltarse.
Alex se despertó poco después. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que ocurría algo. Algo terrible.
Y cuando abrió los ojos descubrió qué era: Gino.
Gino, que estaba mirándolos desde los pies de la cama con una angustiosa expresión de dolor.
Capítulo 12
Alex se quedó inmóvil. Por dentro, estaba llorando. Ahí estaba el pobre Gino, el cachorro de Gino, tan cariñoso, el último hombre al que habría querido hacer daño.
Pero el brillo de sus ojos le decía que le había roto el corazón.
Rinaldo dormía con la cabeza sobre su hombro, con la actitud de un amante enamorado.
– ¡Gino!
Él no se movió, no dijo nada, pero estaba cada vez más pálido. Y entonces, de repente, dio un paso atrás, hacia la puerta, sin dejar de mirar a su hermano y a la mujer que amaba.
Angustiada, Alex sacudió un poco a Rinaldo. Cuando éste vio a su hermano, se puso tenso.
Gino abrió la puerta, negando con la cabeza como si no creyera lo que estaba viendo. Y luego desapareció.
– ¡Gino! -gritó Rinaldo.
Como no hubo respuesta, se levantó a toda prisa para ponerse los vaqueros y seguir a su hermano.
Alex se quedó un momento en la cama, con una mano sobre el corazón. Luego se vistió y bajó a la cocina. La terraza estaba abierta y podía ver la mesa y las sillas donde habían pasado tantas horas felices.
Gino paseaba de un lado a otro, como si su dolor fuera algo que pudiese dejar atrás. Se volvió al oír entrar a Alex y ella se quedó sorprendida al ver su cara de cerca.