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Si pudiera vender la granja a un tercero para hacerle daño, lo haría, pensó.

El hotel Favello estaba en la Plaza de la República, en el corazón medieval de Florencia, cerca del Palazzo Vecchio, del Duomo, del fascinante Ponte Vecchio sobre el río Arno y muchos otros lugares que Alex se había prometido a sí misma visitar.

Y aquella noche pensaba cenar fuera, preferiblemente en un restaurante desde el que pudiera ver todos esos edificios.

La temperatura había bajado un poco al caer la tarde y la habitación del hotel tenía aire acondicionado, pero el calor de Florencia parecía penetrarle hasta los huesos.

Después de ducharse, Alex se puso un vestido de lino blanco sin sujetador. Con aquel calor, ni siquiera podía soportar las medias.

Pero cuando iba a salir de la habitación alguien llamó a la puerta.

Y quien estaba al otro lado era Rinaldo Farnese. Se había quitado la chaqueta negra y la sujetaba sobre el hombro de una camisa blanquísima.

– No la molestaré mucho -dijo, entrando en la habitación.

– No recuerdo haberlo invitado -protestó ella.

– Yo tampoco la he invitado a venir y aquí está -replicó Rinaldo.

– Iba a cenar…

Un caballero se habría ofrecido a invitarla, pero Rinaldo Farnese se encogió de hombros.

– Entonces seré breve. Isidoro me ha dicho que estaba usted a punto de marcharse de la recepción cuando me acerqué.

– Ya se lo dije. Me encontraba incómoda.

– Siento haberle hablado así.

Alex lo miró, sorprendida.

– ¿Lo siente? Supongo que decir eso le estará costando un mundo.

– No soy conocido por mi don de gentes -asintió él, burlón.

– ¿No me diga?

– ¿Piensa desconcertarme con esas ironías? No se moleste.

– Tiene razón. A usted la opinión de los demás le da completamente igual. Y seguro que la grosería tiene sus ventajas -replicó Alex-. Además, ¿puedo recordarle que asistí a la recepción por invitación de su hermano? No fue idea mía y, de haber sabido que ésa iba a ser su reacción, no habría aparecido por allí.

A pesar de su enfado, Alex sentía curiosidad por aquel hombre. En comparación con su refinado prometido, Rinaldo Farnese era como un animal salvaje, alguien que a duras penas podía controlar su temperamento.

Pensó entonces en David, que nunca hacía nada que no hubiese planeado de antemano. No podía imaginarlo perdiendo el control. Y estaba segura de que Rinaldo lo perdía con facilidad.

Extrañamente, eso no la asustaba, sino todo lo contrario; aumentaba su curiosidad.

Él empezó a pasear por la habitación, como si aquel sitio lo ahogara. Alex se percató de que era muy alto, más de metro ochenta y cinco, atlético y de espalda ancha.

– Ahora los ha visto a todos. A todos los buitres que esperan a la cola. Y creen que usted sólo está interesada en el dinero. ¿Es así?

– Yo… bueno, veo que es usted muy directo.

– He venido aquí para saber cuáles son sus planes. ¿Eso es suficientemente directo para usted?

– Sinceramente, aún no tengo un plan definido. Estoy esperando a ver qué pasa.

– ¿Se ve a sí misma como granjera?

– No, no soy granjera ni tengo deseos de serlo.

– Una decisión muy sabia. Entonces, ¿qué piensa hacer?

– Discutir la situación con usted. Los buitres pueden pensar lo que quieran, pero usted tendrá la oportunidad de redimir la deuda de su padre.

– ¿Seguro?

– Mire, no soy ningún monstruo y sé que a veces cuesta trabajo reunir dinero. Yo misma me dedico a la gestión de empresas…

– Lo sé, trabaja con dinero. Y eso es lo único que le importa -la interrumpió Rinaldo.

– Bueno, ya está bien. No voy a permitir que me hable en ese tono. Yo no soy responsable de su situación.

– Pero no le importa beneficiarse de ella.

– No me importa beneficiarme del testamento de mi tío Enrico porque eso es lo que él quería. Siento que haya sido una sorpresa para usted, pero no es culpa mía que su padre no les contase nada…

– ¡No se atreva a hablar de mi padre!

Alex lo miró, atónita. ¿Cómo se atrevía a hablarle en ese tono?

– Y usted deje de culparme por una situación de la que yo no soy responsable -replicó, intentando mantener la calma.

– Nadie duda de su derecho a la herencia, pero le sugiero que tenga cuidado.

– Lo que quiere decir es que me porte como a usted le conviene, ¿no? -replicó ella, a punto de perder la paciencia.

– Digamos que debería considerar la situación antes de hacer nada al respecto. Recibirá su dinero, pero a plazos.

– Eso no me vale, lo siento. Tengo otros planes.

– Si sus planes entran en conflicto con los míos, le sugiero que los cambie -le espetó Rinaldo-. Mientras tanto, creo que debería marcharse de Italia.

– No -contestó Alex.

– Es mejor que…

– La respuesta es no.

– Signorina, usted no conoce este país.

– Más razón para quedarme. Soy medio italiana, así que también es mi país.

– No me entiende. Cuando he dicho «este país» no me refería a Italia, sino a la Toscana. Ahora no está en la fría Inglaterra. Éste es un sitio peligroso para los intrusos.

– ¿No me diga? Mire cómo tiemblo -replicó Alex, irónica.

– Quizá sería más inteligente que lo hiciera.

– Deje de intentar asustarme. No funcionará. Haré lo que me dé la gana, cuando me dé la gana. Y si no le gusta, peor para usted.

– Muy bien, usted decide. Aténgase a las consecuencias.

– Quiero el dinero y no lo quiero a plazos -dijo ella entonces-. Pero podemos solucionar el asunto a través de terceros. Un banco, por ejemplo.

El rostro del hombre se oscureció.

– No pienso involucrar a ningún extraño en esto. ¿Cree que dejaría que alguien interfiriese en un asunto familiar?

– Mire, ya estoy harta. No voy a dejarme intimidar… Si pensaba que iba a hacerlo, se ha equivocado.

– Sólo intento…

– Sé lo que intenta -lo interrumpió Alex-. Y ya he oído más que suficiente. Me voy. Si desea hablar conmigo, póngase en contacto con mi abogado.

– ¡Ni hablar!

– Pues entonces no tenemos nada más que decirnos, señor Farnese -dijo ella, tomando el bolso para salir de la habitación.

Rinaldo la siguió.

– ¿Con quién ha quedado? -preguntó él.

– ¡Pero bueno…!

– ¿Con cuál de los buitres?

– No es asunto suyo.

– Si va a encontrarse con Montelli, sí es asunto mío -dijo Rinaldo entonces, interrumpiéndole el paso.

– Si fuese a ver al señor Montelli lo haría en el despacho de mi abogado. Y ahora, por favor, apártese de mi camino. Tengo intención de salir a cenar.

– Puedo recomendarle un buen restaurante.

– ¿El restaurante de un amigo suyo, para vigilarme?

– Es usted muy suspicaz.

– ¿Yo? Eso sí que tiene gracia.

– Y también es una mujer inteligente.

– Lo suficiente como para elegir restaurante por mí misma. Usted me pondría arsénico en el vino.

Rinaldo contuvo una sonrisa.

– Sólo si me incluyera en su testamento.

Lo último que Alex había esperado era una broma, pero salió de la habitación y siguió adelante sin sonreír, con Rinaldo detrás de ella.

En la plaza había un mercadillo de arte lleno de gente. Y en el centro, la estatua de un oso, sobre un pedestal. La nariz, al contrario que el resto del cuerpo, estaba muy brillante.

Dos jóvenes se acercaron entonces y frotaron la nariz del oso con la mano.

– Por eso brilla -explicó Rinaldo-. Le frotas la nariz mientras pides el deseo de volver algún día a Florencia.

Alex se acercó a la estatua. Iba a frotarle la nariz, pero retiró la mano.