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– Ah, no… Pedir ese deseo significa que estoy dispuesta a irme de Florencia. Y como eso es lo que usted quiere, pienso hacer todo lo contrario.

– Veo que este asunto la divierte. Pero para mí, es una pérdida de tiempo.

– Y para mí, señor Farnese. Tomaré mi decisión cuando descubra qué le molestaría más.

Alex iba a darse la vuelta, pero Rinaldo la sujetó del brazo con mano de hierro.

– O sea, que quiere molestarme a propósito, para divertirse. Se lo advierto, signorina, para mí esto no tiene ninguna gracia. No juegue conmigo -luego apartó la mano-. Que disfrute de su cena -añadió antes de desaparecer entre la gente.

A Alex se le ocurrieron mil cosas que decirle, pero era demasiado tarde. Sólo quedaba la huella de la mano masculina en su brazo.

Pensativa, caminó por las calles hasta que encontró un restaurante. La comida era deliciosa: tarrina de pato con trufas negras y crema de champiñones con gambas. Había comido en los mejores restaurantes de Londres y Nueva York, pero aquella era una experiencia nueva. Más arte que comida.

– Definitivamente, no pienso volver a casa hasta que lo haya solucionado todo. Diga lo que diga el señor Farnese.

Capítulo 3

Alex decidió tomarse un día de vacaciones para visitar Florencia. Eso era mucho mejor que quedarse en la habitación, esperando a ver cuál era el siguiente paso de Rinaldo Farnese.

Pero cuando llegó al vestíbulo se encontró con la imponente figura del señor Montelli y, a regañadientes, accedió a sentarse con él en la cafetería del hotel.

– He venido para solucionar sus problemas -sonrió, obsequioso.

Naturalmente, Alex se puso en guardia.

– No creo que conozca usted mis problemas -contestó ella.

– Lo que quiero decir es que estoy dispuesto a comprarle la hipoteca sobre la granja Farnese- ¿Cree que podríamos llegar a un acuerdo?

– Es posible, pero no ahora mismo. Quiero darle una oportunidad a los Farnese.

Montelli se encogió de hombros.

– No pueden reunir el dinero.

– ¿Cómo lo sabe?

– Ah… esas cosas se saben. Y supongo que usted querrá cobrar ese dinero lo antes posible.

Como eso era precisamente para lo que había ido a Italia, podría parecer poco razonable que Alex se sintiera ofendida. Pero, por alguna razón, no quería hacer tratos con el señor Montelli. Aquel hombre estaba demasiado seguro de sí mismo.

– Me temo que no puedo discutirlo con usted hasta que lo haya hablado con ellos.

El señor Montelli mencionó una cifra y Alex tragó saliva. Era más de lo que le debían y ella era, al fin y al cabo, una mujer de negocios.

Pero su sentido de la justicia era más importante.

– Tengo que hablar antes con los Farnese.

– No soy un hombre paciente, signorina.

– Pues me arriesgaré a perder su oferta. Y ahora, si me disculpa…

Cuando se levantaba, Montelli la sujetó por la muñeca.

– No hemos terminado.

– ¿Cómo que no? Si no me suelta ahora mismo, le daré una bofetada que va a oírse en toda la plaza -replicó Alex.

– Si no lo hace usted, lo haré yo mismo -oyó la voz de Gino Farnese a su espalda.

Montelli la soltó, fulminando a Farnese con la mirada.

– ¿Quiere que le pegue? -preguntó Gino.

– No se atreva a hacerlo. Si alguien tiene que pegar a alguien, ésa soy yo. Y lo haría con sumo gusto.

Gino soltó una carcajada.

– Váyase de aquí, Montelli.

El hombre se levantó y salió de la cafetería sin decir nada.

– Qué pena. He perdido mi oportunidad de rescatar a una damisela en apuros. ¿No podría haber fingido estar un poquito asustada?

– No creo que a su ego le haga mucha falta -rió Alex.

– Signorina, usted me entiende perfectamente.

Decía signorina con un tono simpático, agradable. Al contrario que su hermano, Gino Farnese era un seductor, un chico simpático y poco complicado. Un acompañante excelente para ver Florencia, pensó.

– ¿Iba a salir?

– Sí, pensaba ir de visita. No conozco la ciudad.

– ¿Puedo acompañarla? Estoy a su servicio.

– Muy bien. Vamos a tomar un café y lo discutiremos.

Encontraron un pequeño café en la plaza, frente a la estatua del oso. Alex esperó que le hablase sobre la tradición de frotar la nariz, pero Gino no lo hizo.

Claro, pensó, él sabía que su hermano había ido a visitarla por la noche. De modo que aquel no era un encuentro fortuito.

Seguramente Rinaldo le habría pedido que fuese a verla para ver si la seducción funcionaba mejor que las groserías.

«Estupendo, guapo, me encantaría pasar el día contigo. Pero no vas a engañarme», pensó.

– ¿Montelli le ha hecho daño? -preguntó Gino entonces, tomando su mano.

– No, no me ha hecho daño.

– ¿Quiere que la lleve a la galería de los Uffizi? En Florencia tenemos las mejores colecciones de arte del mundo.

– Encantada.

Alex intentó fijarse en todos los cuadros y mostrar admiración, pero aquello era demasiado para ella. En Florencia había arte por todas partes.

Comieron en un restaurante a la orilla del río Arno, cerca del Ponte Vecchio.

– No puedo dejar de mirar el puente. Todos esos edificios encima, como si quisieran hundirlo en el agua… Es milagroso que no se haya hundido.

– Cierto -asintió Gino-. Pero es que Florencia es una ciudad milagrosa. El sesenta por ciento del arte mundial está aquí. Durante los últimos siglos…

Alex lo escuchaba, fascinada. ¿En qué otro lugar del mundo un granjero hablaría de arte?

Pero aquello era Florencia, la cuna del Renacimiento, el lugar que había producido a tantos grandes artistas.

– Lo siento -dijo él de repente-. ¿La estoy aburriendo?

– En absoluto. Parece usted un hombre del Renacimiento, de aquellos que eran capaces de dominar varias disciplinas artísticas a la vez. Supongo que el alma de ese hombre del Renacimiento sigue por aquí.

– Por supuesto, ése es nuestro orgullo. Aunque Rinaldo no está de acuerdo, porque a él sólo le importa la tierra. Sin embargo, yo creo que un hombre debe tener un alma artística… aunque sus manos estén llenas de callos.

Alex sonrió, preguntándose si de verdad sus manos estarían llenas de callos. Las de Rinaldo, seguro. Ese hombre parecía ser parte de la tierra.

– Había pensado llevarla al Duomo después de comer, pero…

– ¿Podríamos ir en otro momento? Ahora mismo no podría admirar otra catedral.

– Muy bien. Entonces hagamos algo más divertido y menos artístico.

– ¿Por ejemplo? -preguntó ella, recelosa.

– Montar a caballo.

– Ah, eso me encantaría.

No había llevado ropa de montar, de modo que fue necesario hacer algunas compras. Gino, como buen italiano, era un gran conocedor de la moda femenina y no la dejó elegir hasta que hubo aprobado el modelo.

– Ése, perfecto. Va estupendamente con su tono de piel.

Poco después, dejaban atrás Florencia para tomar la carretera que llevaba a las colinas. En un pequeño establo, Gino eligió un par de caballos y salieron a recorrer el campo. Alex se sintió cómoda enseguida con su yegua, un animal de dulce disposición.

Tras galopar casi una hora se detuvieron en un pueblecito. El hostal tenía una terraza en la que comieron un queso fuerte, aceitoso, riquísimo.

– Hacía siglos que no montaba a caballo -sonrió Alex-. Ha sido estupendo.

Por primera vez desde que llegó a Italia se sentía cómoda, relajada. David, sin embargo, jamás se encontraría a gusto allí. Él sólo montaba a caballo en su elegante mansión a las afueras de Londres.

Entonces se dio cuenta de que no había hablado con él desde que llegó a Florencia. Lo había llamado por la noche, pero tenía puesto el contestador.