Y cuando sacó su móvil del bolsillo comprobó que estaba apagado. Aunque no recordaba haberlo hecho.
Tenía un mensaje de David, pero cuando lo llamó de nuevo saltó el contestador.
– ¿Llama a su amante? -preguntó Gino.
– ¿Qué?
– Perdón, no tenía derecho a preguntar eso. Pero me gustaría saberlo.
– Yo no tengo amante, tengo novio -contestó Alex-. ¿Y por qué quiere saberlo? ¿Para comprobar si voy a traer refuerzos?
Gino negó con la cabeza.
– No, tengo otras razones.
Sus ojos le decían cuáles eran esas razones.
– Es usted como Rinaldo, siempre juega escondiendo sus cartas -dijo él entonces.
– ¡No se atreva a decir que soy como él! Su hermano es un grosero.
– ¿Qué le dijo anoche?
– No dejé que me dijera nada -replicó Alex.
– A mi hermano no le gusta que alguien tenga poder sobre él. Por eso está tan enfadado.
– Bueno, todo se arreglará pronto. Espero.
– ¿Cómo? Usted quiere el dinero…
– No soy una mercenaria… aunque Rinaldo lo crea.
– Lo siento, no quería decir eso. Pero si nosotros no podemos pagarle, otro estará dispuesto a hacerlo. Montelli, por ejemplo. ¿Alguien más se ha puesto en contacto con usted?
Alex levantó una ceja.
– ¿Por qué no le dice a su hermano que deje de tratarme como si fuera tonta? Me temo que está perdiendo el tiempo.
Él soltó una carcajada.
– El día no ha terminado. Y aunque no lo crea, la hipoteca cada vez me importa menos. Hay otras cosas mucho más importantes.
Alex sonrió. El tipo era encantador, desde luego.
Llegaron al establo cuando se ponía el sol. Gino habló poco mientras volvían a Florencia, pero cuando detuvo el coche frente al hotel le preguntó si podían cenar juntos.
– ¿Para asegurarse de que no ceno con otra persona?
– No, no es por eso.
– Muy bien. De acuerdo.
Era un chico muy simpático y le gustaba tontear con él. Además, estaba claro lo que pretendía, de modo que no había peligro alguno.
No pensaba serle desleal a David y saliendo con él podría averiguar algo que le facilitase las cosas con los Farnese.
Gino quedó en ir a buscarla a las nueve, de modo que tuvo tiempo de pasarse por las tiendas del hotel, que tenían la última moda de Milán.
Y cuando volvió a su habitación, era la orgullosa propietaria de un vestido de seda azul y de unas sandalias plateadas de tacón de aguja.
Gino levantó las cejas al verla.
– Signorina, será un honor que me vean con usted.
Alex soltó una carcajada.
– ¿Qué he dicho? -preguntó él.
– No, nada. Es que me hace mucha gracia lo de signorina. Creo que ha llegado el momento de tutearnos. Por favor, llámame Alex.
– Y tú, Gino.
– Bueno, ¿cenamos o vamos a quedarnos aquí toda la noche?
– ¿Puedes andar con esas sandalias?
– Claro que puedo -sonrió ella-. Es una cuestión de equilibrio. Y a mí se me da muy bien mantener el equilibrio.
Pasearon por la orilla del Arno y se detuvieron en las tiendecitas de los orfebres, que llevaban siglos allí, antes de sentarse en la terraza de un restaurante.
Las luces se reflejaban en el río y el ambiente tenía cierto tono mágico, encantador. Era una delicia estar allí.
Gino resultó ser el anfitrión perfecto, contándole cosas de su infancia mientras tomaban canapés de hígado de pato y bistecca a la florentina, un filete a la panilla.
– Lo hacen como en el siglo XIV -le explicó-. La leyenda dice que los magistrados de la ciudad lo hacían ellos mismos en el Palazzo Vecchio, así no perdían el tiempo yendo a casa a comer.
– Te lo estás inventando.
– Te juro que no. Es la leyenda.
– Cuando una leyenda es más poderosa que la realidad, hay que creer en la leyenda, ¿no?
– Claro. Porque eso es lo que la gente quiere creer -asintió él.
– Y tu hermano quiere creer que yo soy la bruja mala -rió Alex.
– ¿Sabes que lo haces continuamente?
– ¿Qué hago?
– Hablar de Rinaldo -contestó Gino-. Pareces estar convencida de que no soy más que un títere de mi hermano…
– Yo no he dicho eso.
– No estoy aquí por órdenes de mi hermano, Alex.
– Muy bien, te creo.
– Estupendo. Vamos a celebrarlo con champán.
Cuando él se levantó, Alex se apoyó en el respaldo de la silla, pensativa. Era cierto, pensaba todo el tiempo en Rinaldo. Era una presencia invisible, pero constante.
Gino volvió poco después con una botella de champán y siguió hablándole de su infancia.
– Nunca olvidaré la primera vez que mi padre me trajo a los carnavales. Él era un niño en el fondo. Mi madre siempre decía eso.
– ¿Cuántos años tenías cuando tu madre murió?
– Ocho.
– ¿Tu padre volvió a casarse?
– No, nunca.
– Por lo que he oído, era una persona encantadora.
– Lo era. Por supuesto, en opinión de Rinaldo era un frívolo… Mi padre solía decirle: «alegra esa cara, el mundo no es tan malo como crees».
– Ahora eres tú el que habla de Rinaldo -sonrió Alex.
– Sí, es verdad.
– ¿Tu hermano siempre ha sido tan… amargado?
– Siempre ha sido una persona muy seria, pero desde que su mujer murió…
– ¿Su mujer?
– Sí, se llamaba María y era de Fiesole. Fueron novios desde la adolescencia… creo que se prometieron con quince años, pero se casaron a los veinte.
– ¿Cómo era ella? -preguntó Alex, curiosa.
– Guapa, gordita, muy maternal. Seguramente a ti te parecería una chica antigua, porque sólo se dedicaba a la familia. Mi madre había muerto por entonces, así que fue estupendo tenerla en casa.
– ¿Por eso se casó Rinaldo, para tener a alguien en la cocina?
– No, no, estaba loco por ella -contestó Gino-. Yo entonces tenía diez años y Maria era una gran cocinera… bueno, a esa edad era lo único que me importaba. Y Rinaldo era feliz. Era un hombre feliz -añadió, pensativo.
– ¿Qué pasó?
– Maria murió en el parto dieciocho meses después de la boda.
– Qué pena -murmuró Alex-. ¿Cuándo fue eso?
– Hace quince años.
– Debió de ser terrible para él.
– Sí, horrible. Rinaldo no estaba allí cuando ocurrió. Nadie esperaba que Maria se pusiera de parto a los siete meses y él estaba en Milán, comprando maquinaria para la granja… Yo estaba en el hospital cuando llegó y nunca olvidaré su expresión. Era como si se hubiera vuelto loco. Cuando el médico le dijo que María había muerto, entró en la habitación y se abrazó a ella… El niño estaba vivo, pero no pudo abrazarlo siquiera porque lo habían metido en una incubadora. Murió un par de horas después.
– Qué horror.
– Sí. Mi hermano se quedó como en trance y durante el funeral parecía como si no supiera lo que estaba pasando. Desde entonces, no ha vuelto a hablar ni de Maria ni de su hijo. Si yo digo algo, me interrumpe. Es como si una parte de él hubiera muerto con ellos.
– Ya, entiendo. Y supongo que nunca habrá vuelto a casarse.
– No, claro que no. No se arriesgaría a pasar por eso otra vez.
– Pero eso es imposible. Nadie tendría tan mala suerte.
– Ya, pero… Desde que Maria murió, Rinaldo se ha dedicado a la granja en cuerpo y alma.
– ¿Y tú?
– Teóricamente, tengo la misma autoridad que mi hermano, pero no es verdad. Además, él es el mayor.
Alex se mordió los labios. La tragedia de Rinaldo Farnese ponía todo en perspectiva; su actitud grosera, su hostilidad… Lo imagina de joven, el día que perdió a su mujer y a su hijo, desesperado, con el corazón roto…
– ¿Quieres que volvamos al hotel? -preguntó él.
– Sí, por favor. La verdad es que estoy un poco cansada.
En la puerta del hotel, Gino tomó su mano.