– Deje que la acompañe al coche.
Rinaldo bajó con ella, pero al ver el coche hizo una mueca.
– ¿Qué pasa?
– No me fío de esa agencia -contestó él, señalando el cartelito que había en el parabrisas.
Como si lo hubiera preparado, el coche se negó a arrancar.
– Ah, genial. ¿Y ahora qué hago?
– Tendrá que dejarlo aquí.
Murmurando una maldición, Alex llamó a la agencia, pero no querían hacerse responsables e insistían en que debía llevarlo de vuelta a Florencia.
Mientras la discusión subía de tono, Rinaldo la miraba de brazos cruzados, seguramente encantado. Hasta que por fin, con gesto impaciente, le quitó el móvil y habló en el dialecto de la Toscana.
El efecto fue inmediato. Cuando Alex recuperó el teléfono, el hombre de la agencia era todo amabilidad. Y no sabía si alegrarse o enfadarse por deberle un favor a Rinaldo Farnese.
– Se lo agradezco -dijo sin mirarlo.
– No me lo agradece. Le gustaría matarme.
– ¿Matarlo? No puedo, yo soy una dama.
El móvil empezó a sonar entonces.
– ¿Sí?
– Alex, soy David.
– Ah, hola, cariño.
– Siento no haber podido llamar antes. ¿Cómo va todo?
– Pues… con sus más y sus menos.
– ¿Algún problema?
– Muchos. Pero ya te contaré.
– ¿Los Farnese se están poniendo difíciles?
– Nada que no pueda solucionar -contestó Alex.
– No te eches atrás. Llevas todas las de ganar.
– Sí, lo sé. Pero no es tan sencillo como parecía.
– Si se ponen desagradables, deja el asunto en manos de tu abogado y en paz.
– Gracias por preocuparte, cielo -sonrió Alex-. Pero todo va bien, no pasa nada.
– Ya me imagino. Eres una chica muy eficiente.
Ella hizo una mueca. Como piropo, «eficiente» se quedaba más bien corto. David nunca había sido un hombre emocional y, hasta entonces, le parecía bien, pero empezaba a molestarla. Y no sabía por qué.
– Prefiero solucionarlo personalmente.
– La verdad es que me dan pena. No saben con quién se la están jugando -rió David entonces-. Tómate el tiempo que necesites.
– Gracias, pero tengo ganas de volver a Londres.
– Cuando vuelvas, tendremos muchas cosas de que hablar.
Rinaldo hizo una mueca. Debía estar hablando con su amante, al que llamaba «cariño» y «cielo». Y seguramente estaba al tanto de todo.
Cuando Alex cortó la comunicación, la tomó de la mano.
– Vamos, la llevaré en mi coche.
– No puedo ir con usted. Tengo que quedarme esperando la grúa.
– Tonterías. Deje las llaves en el contacto. Como no arranca, nadie podrá robárselo.
– ¿Dónde me lleva?
– Hay cosas que debe usted ver -contestó Rinaldo.
– ¿Le importaría soltarme?
– Sí, así que no vuelva a pedírmelo.
– Esto es un secuestro -protestó Alex.
– Puede llamarlo como quiera.
Habría sido fácil gritar pidiendo ayuda. Pero no lo hizo. Seguía preguntándose por qué cuando Rinaldo abrió la puerta de su coche, un todoterreno.
– ¿Dónde me lleva, a Belluna?
– Sí. Quiero enseñarle parte de la granja.
– ¿Parte?
– Es demasiado grande como para verla en un solo día. Pero así verá sobre qué está negociando.
Pronto dejaron atrás Fiesole. La tierra se volvió salvaje, fiera, más oscura y, sin embargo, llena de colores. Estaban pasando por la orilla de un riachuelo cuando ella pidió:
– Pare un momento.
Rinaldo detuvo el coche y Alex se bajó para respirar el aire del campo.
Era una chica de ciudad y, para ella, Londres siempre había sido su hogar. Pero, de repente, estaba respirando como si fuera la primera vez que lo hacía. Aunque el sol golpeaba con fuerza.
– Eso son viñedos -le explicó Rinaldo-. Pero también hay olivos y trigales. Aunque supongo que su abogado ya se lo habrá contado.
– Sí, pero de cerca es tan diferente…
– Esto es sólo dinero para usted, pero para nosotros la tierra es una criatura viva. A veces nos traiciona, incluso intenta matarnos. Pero nos pertenece, como nosotros le pertenecemos a ella.
Alex lo miró, intrigada. Lo decía de una forma tan apasionada, tan sincera…
Rinaldo bajó del coche y la llevó a la sombra de un árbol.
– No está acostumbrada a este calor, ¿verdad?
– No, pero soy muy dura.
– No lo parece. Un golpe de aire podría tumbarla.
– ¿Un golpe de aire? -rió ella.
Rinaldo se inclinó para meter su pañuelo en el agua del riachuelo.
– Puede refrescarse con esto.
Alex se pasó el pañuelo por la cara mientras él la observaba, seguramente buscando algún signo de debilidad. Pero se iba a llevar una desilusión. La ferocidad de los elementos en aquel país encendía una llamita en ella, fortaleciéndola.
«Vete ahora», le dijo una vocecita. «Antes de que sea demasiado tarde»
Alex se inclinó para tocar la tierra.
– No, así no. Hunda los dedos en ella, siéntala. Deje que le hable.
Ella lo hizo y enseguida entendió lo que quería decir. La tierra estaba mojada y despedía un olor fuerte, muy agradable.
– Aquí podría crecer cualquier cosa.
La respuesta de Rinaldo fue tomar un puñado de tierra y mostrársela. Cuando Alex levantó la mano para tocarla, él la apretó contra la suya.
Le gustó; y la sensación de poder en las fuertes manos masculinas la mareó un poco.
– ¿Lo ve?
– Sí -contestó Alex.
Se sentía como poseída por algo. No quería apartarse y tenía la impresión de que el sol se había oscurecido.
Rinaldo tenía una cicatriz en la mano… una cicatriz que ella no podía dejar de mirar.
– Es hora de irnos.
– ¿Adonde?
– A mi casa -contestó Rinaldo.
Alex sentía curiosidad. Había imaginado una granja sencilla, pero el edificio que apareció al final del camino era… grandioso. Tenía tres plantas y una gran escalinata en la entrada. Pero lo que realmente la asombró fue que estaba hecho de piedra, una piedra que parecía de color rosa bajo el sol del atardecer.
– Es una casa preciosa.
– Sí -asintió Rinaldo-. Hace dos siglos fue una gran mansión; pero el propietario tuvo que venderla y cambió de manos varias veces. Mi abuelo la compró y trabajó la tierra hasta su muerte para hacer que la granja prosperase. Mi padre también trabajó aquí toda su vida.
– ¿Y vive aquí con Gino?
– Y con Teresa, el ama de llaves. El resto de la casa está cerrado.
Cuando detuvo el coche, un perro salió a saludarlos. Parecía un cruce entre mastín y san bernardo. O entre gran danés y mastín. Podría tener varias mezclas, pero era enorme.
– Esta cosa se llama Brutus -dijo Rinaldo cuando el perrazo apoyó las patas en la ventanilla-. Cree que es mío. O que yo soy suyo. No lo sé exactamente… ¡vai via! -añadió, sonriendo-. ¡Vai via! Tengo que abrir la puerta, Brutus.
El animal se apartó con desgana, pero en cuanto bajaron del coche se lanzó sobre Alex. Ella lanzó un grito de alarma al ver la huella de una pata en su inmaculado pantalón blanco. Pero el perro la miraba como si hubiera hecho algo estupendo.
– Regañarte sería una pérdida de tiempo, ¿verdad?
La respuesta fue un alegre ladrido.
– Ah, ya veo. Entonces, no me molestaré. Pero si lo haces otra vez… tendré que volver a perdonarte.
Emocionado, Brutus levantó la pata y dejó una nueva huella al lado de la otra.
– Mis disculpas -dijo Rinaldo entonces-. ¡Brutus!
– No se enfade con él. Sólo está siendo amistoso.
– Nunca se acerca a los extraños. Y, naturalmente, yo pagaré la factura de la tintorería.
– No hace falta. Además, no creo que esta mancha se quite.
– Entonces, le pagaré unos pantalones nuevos.