Alex soltó una carcajada.
– No me haga decirle lo que cuestan. No quiero amargarle el día.
– Está siendo muy comprensiva -dijo Rinaldo entonces.
– Y eso le sorprende, ¿verdad? Porque si soy agradable, debo tener algún propósito diabólico. Por favor… un perro es un perro. Así es la vida.
Rinaldo la miró, perplejo. Estupendo, así no tendría ideas preconcebidas sobre ella.
Teresa apareció en ese momento. Era una mujer de pelo gris y brillantes ojos azules.
– Teresa, te presento a la signorina Alexandra Dacre. Es la sobrina de Enrico Mori.
– Buon giorno, signorina.
– Buon giorno, Teresa.
– Vamos dentro. La señorita Dacre ha tomado mucho el sol y debe de estar agotada.
Los muros eran gruesos y no dejaban entrar el calor, de modo que en el interior de la casa se estaba muy fresco.
– ¿Podría lavarme la cara?
– Sí, claro. Teresa, por favor, acompáñala.
Cuando salió del baño, el ama de llaves la acompañó hasta una terraza, donde Rinaldo la esperaba tomando un vaso de vino.
– ¿Se encuentra mejor?
– No me encontraba mal, es sólo que… hace mucho calor.
– Ya.
Él le sirvió un vaso de prosecco, un vino blanco del país, muy fresco, y Teresa apareció poco después con un pasticcio alia florentina, un pastel de carne.
– ¿Cree que es buena idea tratarme como a una invitada? -sonrió Alex-. Podría querer quedarme.
– ¿Y el hombre con el que habló hace un rato? ¿No la espera en Londres, angustiado?
Ella sonrió. La idea de ver a David angustiado le parecía realmente cómica.
– ¿Qué? -preguntó al verla sonreír.
– David no es así. Él no espera «angustiado».
– ¿No? ¿Por qué?
– No lo sé. Sencillamente, no es así.
– ¿No está enamorada de él?
– Eso no es asunto suyo -contestó Alex.
– Mientras yo esté en su poder, todo lo que la concierne es asunto mío.
– No veo la necesidad de hablar sobre David.
– ¿Es un tema doloroso?
– No. Es una relación… difícil de describir.
– Quiere decir que no es una relación apasionada.
– No he querido decir eso en absoluto.
– Entonces, ¿es apasionada? -preguntó Rinaldo-. ¿Sus besos la inflaman, lo desea?
Alex apretó los labios. Afortunadamente, su sentido del humor acudió al rescate.
– Olvida que soy una inglesa de sangre fría. Nosotros no nos apasionamos por nada. Es malo para los negocios.
– Ese comentario es una provocación.
– Puede tomárselo como quiera. David es mi prometido, el hombre con el que voy a casarme, pero me niego a seguir hablando de él.
Rinaldo se quedó callado un momento. Alex sabía que anunciar su matrimonio era como lanzar un guante; un desafío, un aviso de que tenía sus propios planes. Pero él había apartado la mirada y no pudo leer en sus ojos.
Hasta que la miró.
– Teresa está a punto de servir el segundo plato. Espero que tenga hambre.
Capítulo 5
Teresa sirvió faisán con frutos del bosque, cocinado con vino de Marsala. Estaba tan rico que Alex decidió dejar la discusión para más tarde.
Sentados en la terraza, veían el atardecer, el sol escondiéndose tras el horizonte con un brillo anaranjado.
Brutus se levantó entonces y empezó a rozar la pierna de Rinaldo, impaciente. Y, para sorpresa de Alex, él no se enfadó. Le dio un trocito de faisán, acariciándole las orejas, y cuando se acercó a ella le avisó:
– No deje que se ponga pesado.
– No me importa. Es precioso -sonrió Alex, acariciando al animal.
– Es un perro -replicó Rinaldo, levantándose bruscamente-. Venga, chico.
Brutus lo siguió dócilmente al interior de la casa mientras Alex se preguntaba a qué se debería aquel repentino cambio de humor.
Pero cuando volvió unos minutos después parecía haber olvidado el asunto.
– Me alegro de tener la oportunidad de charlar.
– Y yo -contestó ella.
– Creo que ahora entiendo mejor su situación. De modo que su plan es casarse con ese tal David… Por eso necesita el dinero.
– No, lo necesito para convertirme en socia de mi empresa. Es una de las más prestigiosas de Londres, así que una sociedad cuesta cara.
Él asintió, pensativo.
– ¿Conocía usted bien a Enrico?
– No, aunque quería mucho a mi madre y ella hablaba de él constantemente. De hecho, hablaba de Italia constantemente. Por eso cuando llegué aquí, casi fue como llegar a un sitio conocido. Incluso me obligó a estudiar italiano.
Rinaldo arrugó el ceño.
– ¿Cómo se llamaba su madre?
– Berta.
– ¿Era bajita, pelirroja?
– Sí. ¿La conoció?
– La vi una vez, hace mucho tiempo. Enrico la trajo a una fiesta cuando yo tenía siete años. Pero recuerdo que era una mujer divertida, con una risa muy contagiosa. Estuvo horas jugando conmigo a los dados y me desplumó…
– Sí, era una experta en juegos de mesa -sonrió Alex.
– Así que tú eres la hija de Berta -dijo Rinaldo entonces, tuteándola por primera vez.
– ¿No lo sabías?
– No, la verdad es que no lo había pensado hasta ahora. Supongo que estaba demasiado enfadado como para pensar con claridad.
– Entonces, ¿ya no somos enemigos?
– ¿Sabes jugar a los dados?
Los dos soltaron una carcajada.
– Cuéntame algo más sobre ella.
– Mi madre era una mujer temperamental, muy dramática. No nos entendíamos, pero nos quisimos mucho. Y creo que ahora empiezo a entenderla mejor.
– Sólo llevas unos días en Italia.
– Sí, pero es algo… no sé, es algo que está en el aire. ¿Cómo va a ser fría y calmada la gente de la Toscana?
Rinaldo asintió.
– No lo somos, desde luego.
– Pero supongo que habrá italianos moderados y razonables -bromeó Alex.
– Puede que haya uno o dos, en el norte.
– Probablemente demasiado avergonzados para dar la cara.
– Sin duda. Italia es un país apasionado. La moderación no creó esos edificios, esas obras de arte. Los creó la pasión. Y todo lo que merece la pena: la buena comida, el buen vino… esas cosas no se encuentran en un despacho.
– ¿Y no hay cierta belleza en el orden?
Había esperado que él hiciera un comentario despreciativo, pero asintió con la cabeza.
– Sí. Pero si es lo único que hay en tu vida…
Alex se imaginó a sí misma en el despacho, frente a su ordenador, corriendo de una reunión a otra en un edificio gris con aire acondicionado de donde había sido expulsado todo lo natural.
Y sus programadas citas con David. El orden, el cálculo, todo parte de su vida. ¿Y la belleza?
Los últimos rayos del sol se colaban entre las ramas de los árboles y Alex sintió un calorcito por dentro que la llenó de felicidad.
Quizá debiera ponerle freno a esa sensación, pero por el momento era incapaz.
En la distancia oyó algo y poco después vio el coche de Gino acercándose por el camino.
Le gustaba Gino, pero en aquel momento no le apetecía su presencia. Sólo sería una intrusión en aquella atmósfera mágica.
Qué raro, pensó, que Rinaldo fuera parte de esa magia. El hombre que el día anterior se había portado como un grosero se mostraba ahora relajado, agradable incluso.
Para su alivio, Gino no se reunió con ellos enseguida. Teresa sirvió un postre de fruta en almíbar y café solo, muy dulce.
– Esto sí que es bueno.
– Se lo diré a Teresa. Te lo agradecerá.
– Se lo diré yo misma antes de irme.
– Sí, claro -dijo Rinaldo sin mirarla.
– Tendré que irme tarde o temprano -sonrió Alex-. Además, quiero acostarme pronto porque mañana es el funeral de Enrico. Su familia ha organizado una recepción.