Выбрать главу

– Los cadáveres, no. No han tenido tiempo.

– Tal vez deberíamos ir a la cima. Si decidimos que la partida está perdida, estaremos a tiempo para soltar las garrafas y gasear el campo.

Stern abrió la boca, pero no respondió. La sugerencia de McConnell persistía en el aire como un desafío.

– Quiero decir que si Schörner está enterado -prosiguió McConnell-, esa sería la única manera de llevar a cabo la misión.

– ¿Quiere decir que está dispuesto a matar a los prisioneros?

– Y si no, ¿qué?

– Olvídelo, doctor. Esperaremos aquí.

– ¿Y si vienen a buscarnos?

– Si vienen, los mantendré a raya todo el tiempo posible. Usted tratará de esquivarlos e irá allá arriba. Aquí tengo todo el equipo para escalar. Podrá gasear el campo usted mismo.

Aunque aparentaba hablar con convicción, McConnell se dio cuenta de la mentira. Si aparecieran los SS, jamás llegaría a la cima de la colina. Probablemente, ni siquiera saldría vivo de la casa. Stern lo sabía. Por consiguiente, ¿qué le impedía subir la cuesta ahora mismo para poder lanzar las garrafas en caso de necesidad?

Algo en su mirada le impidió a McConnell hacerle la pregunta.

El portón de Totenhausen estaba abierto de par en par. La moto conducida por el cabo entró sin detenerse, cruzó el campo de instrucción y la Appellplatz para detenerse frente al hospital.

– La esperan en el sótano -dijo-. En la morgue.

Anna bajó del sidecar y entró en el hospital. A la izquierda estaba la escalera tanto para subir a las plantas altas como para bajar al sótano. Cruzó la puerta y bajó.

Al diseñar el hospital de Totenhausen, Klaus Brandt había prestado atención especial a la morgue. Allí realizaba gran parte de su trabajo, sus análisis tanto de los gases como de los efectos patológicos de la bacteria meningococo. En el centro había cuatro mesas para realizar autopsias, pero lo más notable era una pared que parecía un espejo en la cual estaban empotrados cuatro cajones de acero inoxidable. Cada uno podía alojar a dos cadáveres de adultos o cuatro de niños.

A pesar de su fortaleza de ánimo, Anna estuvo a punto de desmayarse. La mesa más próxima estaba vacía, pero en la segunda yacía el cuerpo desnudo de un hombre al que reconoció desde lejos: era Stan Wojik. La barba negra del polaco estaba apelmazada por la sangre; su cabeza, hinchada por los golpes; su corpachón, cubierto de heridas y moretones. El vaticinio de Jonas Stern se había cumplido: Anna había visto tantos cadáveres que no le cabía duda de que Stan Wojik estaba muerto.

– Adelante, enfermera -dijo una voz desde el fondo.

El comandante Wolfgang Schörner apareció de atrás de una estantería metálica. En su mano izquierda sostenía un teléfono y en la diestra el auricular. La saludó con un gesto.

– Efectivamente, Herr Doktor -decía-. Faltan dos de los hombres de Sturm. No volvieron de la patrulla. Claro que podrían estar borrachos en alguna taberna, pero lo dudo.

Anna sabía que no debía escuchar la conversación, pero era difícil evitarlo. La tercera mesa atraía inexorablemente su mirada. "No mires", dijo su voz interior. "No podrás soportarlo." Se obligó a mirar a Schörner, quien se paseaba con el teléfono, cuyo cable era muy largo.

– Beck sigue convencido de que el blanco es Peenemünde, pero yo no estoy tan seguro -decía-. Me parece que los Aliados están enterados de nuestra existencia. Atraparon a los polacos entre Totenhausen y Peenemünde, pero eso no nos dice nada sobre sus actividades o intenciones. Debemos interrogarlos. El Standartenführer Beck ya está en camino desde Peenemünde con un interrogador de la Gestapo.

Schörner escuchó atentamente durante un par de minutos.

– Me parece que no vale la pena que se tome la molestia, Herr Doktor. Conoce a la Gestapo. Estoy de acuerdo. Estaré presente durante el interrogatorio. He llamado a una enfermera para que lo deje presentable. Sí, Gute Nacht.

Schörner cortó la comunicación y llamó a Anna con un gesto. Ella lo miraba fijamente. No quería ver los ojos del hombre tendido sobre la tercera mesa.

– Quiero que limpie a este hombre -ordenó Schörner-. Está golpeado, pero haga lo que pueda.

No había manera de evitarlo. Anna lo miró.

Los ojos de Miklos Wojik eran los de un animal apresado por una trampa de acero. Al verla se largó a llorar.

"Dios me perdone", pensó Anna. "Que no diga mi nombre."

– ¿Está muy mal? -preguntó Schörner.

Anna retiró la sábana que cubría el cuerpo del joven polaco. No había sufrido la suerte de su hermano. Tenía un hematoma en el pecho y una muñeca aparentemente fracturada, pero no mostraba cortes ni quemaduras. Carraspeó.

– ¿Qué pasó, Sturmbannführer?

Schörner miró a Miklos Wojik con frialdad profesional.

– Es un partisano polaco. Hubiera preferido interrogar al otro, pero el Hauptscharführer Sturm y sus hombres los detuvieron y los interrogaron en el lugar. Evidentemente, el entusiasmo de Sturm pudo más que su profesionalismo.

Anna miró a Stan Wojik. Desde ese ángulo se veía que la zona genital estaba muy lastimada, probablemente como resultado de los puntapiés. Era fácil imaginar el placer de Sturm al realizar la tarea. Se preguntó qué hubiera sido del Hauptscharführer si se hubiera topado con Stan Wojik sin el respaldo de sus matones armados.

– Un agente de la Gestapo vendrá a interrogar a este hombre -dijo Schörner-. Está muy disgustado por la muerte prematura del otro prisionero. Confío en que lo tendrá en buenas condiciones cuando él llegue.

Anna asintió:

– Haré lo que pueda, Sturmbannführer.

– Bitte. -Schörner la miraba a los ojos con el fervor de un sacerdote, cuando el estrépito inconfundible de una descarga de fusilería retumbó en los pasillos.

– Sturmbannführer! -exclamó Anna-. ¿Qué fue eso?

– Nuevas represalias -dijo Schörner, inmutable-. El Hauptscharführer Sturm cree que la ausencia de sus hombres se debe a algo más grave que el whisky o las mujeres alegres. Convenció a Brandt de que la mejor manera de desentrañar el misterio consiste en matar a unos cuantos prisioneros. En este momento los están fusilando contra el paredón del hospital. -Schörner hizo un gesto de desdén. -Como si los infelices encerrados aquí pudieran mantener una red de espionaje.

– ¿A quién mataron esta vez? -preguntó Anna.

Schörner entrecerró los ojos:

– ¿Le interesa algún prisionero en particular?

– No, Sturmbannführer. Preguntaba por curiosidad.

– Aja. Bueno, creo que mataron a cinco mujeres judías y cinco varones polacos. Van a repetir los fusilamientos cada veinticuatro horas.