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El tono sereno de Schörner indicaba que Rachel Jansen no estaba entre las condenadas. Pero tal vez sí. Tal vez lo considerara la mejor manera de evitar dificultades en el futuro…

– Usted es Fraulein Kaas, ¿no es cierto?

– Sí, Sturmbannführer -respondió, al borde del pánico.

– ¿Su hermana es la esposa del Gauleiter Hoffman?

– Sí, Sturmbannführer.

– Escuche bien. Es evidente que cualquier enfermera podría bañar al prisionero. La hice llamar a usted porque es una persona de confianza. Alguien que está al tanto de lo que se hace aquí, pero al mismo tiempo es… de afuera. ¿Entiende?

– Creo que no, Sturmbannführer.

– Se lo diré con claridad. Si usted tuviera que señalar a un miembro del personal del campo que fuera capaz de traicionar, ¿a quién elegiría?

– ¿Traicionar, Sturmbannführer?-preguntó Anna con un hilo de voz.

– Sí. Hay alguien en el campo que filtra información a la resistencia polaca o a los Aliados. Tal vez a ambos. Desde luego, no es un prisionero. Estoy enterado desde hace tiempo de una radio clandestina que opera en esta zona.

Anna comprendió que Schörner jugaba con ella al gato y el ratón. Estaba a punto de detenerla. El hombre de la Gestapo venía a interrogarla a ella, no a Miklos Wojik.

– ¿Conoce a los técnicos del laboratorio? -preguntó Schörner.

– ¿A los técnicos? No, Sturmbannführer.

– ¿No se cruza con ellos en Dornow? ¿En la taberna?

– No hago vida social, Sturmbannführer.

– Mal hecho. Usted es una mujer hermosa. ¿Y sus compañeras de la enfermería? ¿Confía usted en su lealtad política?

Su mente era un torbellino, no sabía qué pensar, cómo responder. ¿Qué diría Jonas Stern?

Schörner tamborileó sobre la mesa de autopsias como si Miklos Wojik no existiera.

– ¿Somos el blanco? -murmuró-. La radio, Gauss, el auto robado… y ahora, los polacos. -Dio un golpe sobre la mesa. -Debo ir a la oficina de Brandt, enfermera. Le doy tiempo hasta mi regreso para pensar en lo que acabo de decirle.

"No aguanto más", se dijo. "Tengo que salir dé aquí."

– Sturmbannführer, debo ir a la sala de guardia a buscar un botiquín.

– Mandaré, a buscarlo. Usted, ocúpese de este hombre. -Salió rápidamente.

Anna empapó un trapo con agua tibia para lavar la frente de Miklos. El joven polaco lloraba.

– Miklos, Miklos -susurró-. ¿Qué pasó?

Meneó la cabeza con impotencia:

– Mataron a Stanislaus -dijo con voz ronca-. Antes… le pegaron. ¡Desgraciados!

Anna contuvo su dolor.

– ¿Enviaron el mensaje a Suecia? ¿Llegaron al transmisor?

– No. Lo siento. No anduvimos más de quince kilómetros. Los bosques estaban llenos de soldados. Estaban en todas partes, como si nos buscaran.

– A ustedes, no. Buscaban a otros.

– Tus amigos. El sargento que mató a Stan preguntaba sobre los paracaídas. ¿Pescaron a tus amigos?

– Todavía no. ¿El papel, Miklos? ¿El que te dio el judío?

– Stan se deshizo del papel. No lo encontraron.

– ¿Estás absolutamente seguro? -preguntó Anna con un destello de esperanza.

– Lo quemó antes que llegaran. -Miklos respiraba agitadamente. -Stan peleó. Peleó tanto que le dispararon a las piernas para derribarlo sin pelear y…

Anna le tapó la boca con la mano.

– No pienses en eso, Miklos. Respira por la nariz. Te estás hiperventilando.

El polaco le aferró la muñeca con desesperación y le apartó la mano.

– Ayúdame, Anna -imploró-. Debes ayudarme.

Contuvo las lágrimas con esfuerzo. Parecía que su destino era acompañar a los condenados sin poder hacer nada por ellos.

– No puedo hacer nada por ti.

– Sí que puedes, Anna. Debes hacerlo.

Oyeron pasos de borceguíes en la escalera, y un soldado SS entró a la carrera con el botiquín negro. Se lo entregó y fue a apostarse al pie de la escalera.

Anna se inclinó sobre Miklos para lavarle el pecho con el trapo húmedo.

– ¿Qué quieres que haga? -susurró.

– Mátame -dijo Miklos con menos de un hilo de voz.

Anna se puso pálida.

– Debes hacerlo. Stan no les dijo nada porque era fuerte. -Las lágrimas bañaban sus mejillas. -Yo no soy fuerte, Anna. Tengo miedo. Siempre tuve miedo. Si me hacen lo mismo que a Stan, hablaré. Sé que no podré contenerme.

– No puedo hacerlo.

– ¿Qué está diciendo? -preguntó el centinela desde su puesto. Anna se enderezó:

– Está delirando. Creo que sufrió una conmoción.

Se inclinó otra vez como si examinara sus ojos.

– Viene la Gestapo -dijo el polaco-. Es peor que las SS. Usan la picana eléctrica.

– No puedo hacerlo.

Entonces en los ojos de Miklos Wojik apareció una mirada implorante, tan intensa como Anna jamás había visto en nadie, ni siquiera en las víctimas de los experimentos de Brandt.

– Estoy condenado -susurró-. Moriré de todas maneras. Pero si no haces lo que pido, también morirán tú y tus amigos.

Un hormigueo como de corriente eléctrica surcó sus hombros y las raíces de su pelo. Miklos decía la verdad. Si hablaba, morirían todos. La torturarían a ella. ¿Cuánto tiempo resistiría si daban rienda suelta a Sturm? Y si sobrevivía, la enviarían al campo de Ravensbrück para mujeres…

Abrió el botiquín portátil negro y estudió las hileras ordenadas de ampollas y jeringas de vidrio sujetas por bandas elásticas en sus ranuras correspondientes. Antisépticos, anestesia local, sulfamidas, insulina… ¿Insulina? No: para matarlo se requeriría una enorme sobredosis, y la caída del nivel de azúcar provocaría calambres musculares que llamarían la atención del centinela. Ah, ahí…

Del fondo del botiquín tomó una ampolla de morfina, luego apoyó el oído sobre el pecho de Miklos Wojik.

– ¡Guardia! -exclamó-. ¡Este hombre sufre palpitaciones!

– ¡Pediré un médico! -dijo el SS, y fue al teléfono.

– ¡No, necesito adrenalina inmediatamente! ¡Vaya a la farmacia y tráigame una ampolla!

– No puedo abandonar el puesto -observó el centinela, desconcertado.

– ¡El prisionero morirá!

El SS asintió:

– No tardo.