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Anna tomó una jeringa de diez centímetros cúbicos y la llenó con seis de morfina. No había tiempo para colocar un torniquete que hinchara la vena ni podía usar una vena superficial que dejara rastros de una inyección. Estudió el cuerpo desnudo de Miklos. Su ingle mostraba rastros de golpes, como la de su hermano. Uno de esos hematomas cubría el ligamento inguinal, debajo del cual discurría la vena femoral. Se necesitaba mucha experiencia para poder encontrarla a ciegas, pero Anna la había usado con decenas de prisioneros cuyas venas superficiales estaban demasiado debilitadas. Con dos dedos de su mano izquierda apretó la carne entre el pene y el hueso de la cadera derecha. Miklos gimió de dolor, pero ella sintió el latido de un pulso fuerte bajo las yemas de sus dedos.

Tras una ojeada a la escalera, colocó la aguja en ángulo cerca de sus dedos y atravesó la piel lastimada. Al tirar del émbolo, la sangre oscura entró en la jeringa. Oró en silencio, cerró los ojos e inyectó el contenido de la jeringa en la vena.

Cuando retiró la aguja, Miklos alzó la cabeza:

– ¿Ya está?

Por primera vez desde que tomó la decisión pudo mirarlo a los ojos. Estaban cerrados.

– Boze -murmuró-. Dios te bendiga, Anna. ¿Cuánto tiempo?

– Poco. Dios me perdone este acto terrible.

Miklos abrió los ojos. Eran pardos y muy grandes.

– Yo te perdono -dijo con vehemencia-. ¡Yo mismo te perdono! Dios te envió a mí, Anna. Eres su ángel, pero no lo sabes. Así sucede siempre, ¿no?

Oyeron un estruendo de botas en la escalera. El soldado volvió a la carrera con la ampolla de adrenalina.

– ¿Está vivo?

– Sí. Danke. Creo que sufrió un ataque de pánico. Pero su corazón está muy débil.

– Cualquiera en su lugar sentiría pánico -murmuró el guardia.

Miklos cerró los ojos para no mirar al SS. Anna permaneció rígida a su lado. Su respiración se volvía más lenta. Cuando el guardia volvió a su puesto, Anna fue al otro lado de la mesa y tomó la mano del joven polaco. Miklos le devolvió el apretón débilmente. Dos minutos después entró en coma. Le sostuvo la mano durante un minuto más para estar segura y la soltó. Había llegado al límite de su resistencia.

– Se ha dormido -dijo al guardia-. No puedo hacer nada más por él. Está presentable para el interrogatorio. -Con su última reserva de valor, añadió: -Dígale a Wolfgang que volveré si me necesita, pero ahora debo dormir. Mañana estoy de turno.

Tomó la ampolla de adrenalina del botiquín para justificar esa parte de su versión de los hechos y fue a la puerta. Sabía que debía esperar el regreso de Schörner. Al partir cometía un error fatal. Debía permanecer ahí y hacer el papel de la enfermera desconcertada mientras Schörner daba explicaciones al agente de la Gestapo que venía de Peenemünde. Pero era más fuerte que ella.

El soldado le cerró el paso en la escalera, pero finalmente se apartó, intimidado por la pose profesional de Anna y su tratamiento familiar del comandante Schörner. Subió la escalera y salió del hospital. Sabía que cada paso la condenaba, pero no se detuvo. Siguió caminando hasta salir por el portón principal de Totenhausen.

Diecisiete minutos después, Miklos Wojik estaba muerto.

36

Durante la ausencia de Anna, McConnell y Stern permanecieron en el sótano hasta que la ansiedad los obligó a subir a la cocina. Comieron un poco de queso mohoso en la oscuridad. Cada par de minutos, Stern iba a la ventana para verificar si pasaban vehículos. Una sola vez pasó una moto: era un SS que se dirigía al pueblo. Pero no oyeron a Anna cuando llegó. Abrió la puerta y entró en el vestíbulo.

Stern encendió la luz de la cocina.

Apareció en la puerta de la cocina, la cabellera rubia desgreñada y adherida a las mejillas, el abrigo empapado como si hubiera rodado sobre la nieve. Temblaba sin poder controlarse. McConnell saltó hacia ella y la miró fijamente. Stern no se movió.

– ¿Qué pasó? ¿Por qué la llamaron?

– Se acabó -murmuró Anna. Sus ojos parecían extraviados.

– ¿Qué significa que se acabó?-Stern tomó su Schmeisser de la mesada.-¿Saben que estamos aquí?

– No lo sé. Pero Schörner atrapó a los Wojik.

– ¡Dios mío! -murmuró McConnell-. ¿Vino caminando desde el campo?

– Sí.

– Dios.

– ¿Schörner? -preguntó Stern-. ¿Schörner no es Scarlett? Anna meneó la cabeza.

– Bueno… ¿transmitieron el mensaje a Suecia?

– No.

– ¿No? ¿No hubo mensaje? ¿No habrá ataque aéreo?

– No.

– Scheisse! ¿Confesaron ya los polacos? ¿Cuánto hace que cayeron en manos de Schörner?

– No hablaron -dijo Anna, volviéndose mientras McConnell le quitaba el abrigo empapado.

– ¿Cómo lo sabe? -insistió Stern.

– No pueden hablar.

– ¿Por qué? ¿Están muertos?

– Sí.

– ¿Los dos?

– Sí.

– ¿Y la nota a Smith?

– Stan alcanzó a destruirla antes de caer.

– ¿Cómo lo sabe?

– Miklos me lo dijo.

– ¿Habló con ellos?

– Con Miklos. Stan estaba muerto. Lo torturaron.

– ¿Sí? ¿Y cómo sabe que no habló?

Anna se volvió hacia él por primera vez y sus fosas nasales se dilataron de furia:

– Me lo dijo Miklos. Además, conocía bien a Stan Wojik. Tenía coraje. Mucho más que usted, Herr Stern. Odiaba a los nazis. Tanto, que se fue a vivir al bosque como un animal con tal de combatirlos. ¿Cree que los judíos son los únicos que sufren?

– ¿Y el otro? -preguntó Stern, impasible-. El flaco. ¿También lo torturaron? No me pareció tan valiente.

– Sin embargo, lo era. Tanto que me pidió que lo matara.

McConnell y Stern se miraron.

Anna habló con voz neutra, con la certeza de que ya no podía hacer nada para alterar el rumbo de los acontecimientos.

– El Hauptscharführer Sturm mató a Stan antes de llegar al campo. Mandaron a un agente de la Gestapo de Peenemünde a interrogar a Miklos. Schörner me dijo que lo preparara para el interrogatorio. Estábamos solos. Miklos dijo que no podría contenerse si lo torturaban como a Stan. Dijo… dijo que sabía que era débil.

– ¿Le pidió que lo matara?

– Sí. -Anna se llevó una mano a la mejilla como si quisiera asegurarse de que estaba viva. -Al principio me negué. Pero entonces comprendí lo que sucedería si él hablaba.