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Bueno, me convenció, ¿entiende? Si existe el mal en estado puro, son los nazis.

– Palabras -dijo Stern con una risotada amarga-. Usted es un intelectual, tiene que encontrarle un significado grandioso a lo que fuera. ¿Recuerda lo que le dije el día que lo conocí? Los nazis comprenden la verdadera naturaleza humana. La usan tal como es. Del hambre de poder hicieron una religión. ¡Y vaya si es efectiva! Lo es en cualquier lado, doctor, incluso en su país. ¿Cuántos de sus colegas no disputarían un puesto con la facultad de decidir quién vivirá y quién morirá? A cualquiera le gusta hacer el papel de Dios.

– Usted sabe que no es así, Stern. Pero, lamentablemente, tendremos que cumplir ese papel esta noche.

"Hitler no ha dado rienda suelta a la verdadera naturaleza humana -prosiguió McConnell ante el silencio de Stern-. Dio un salto tan tremendo hacia la locura que aun hoy nadie comprende la magnitud de lo que sucede. Pero usted y yo, sí. Por eso tenemos la obligación de hacer algo.

– ¡Pero usted dijo que el gas neurotóxico inglés no va a funcionar!

– Tal vez sí. Tenemos que intentarlo.

Stern alzó los brazos:

– ¡Bueno, adelante! Inténtelo.

– Lo haré si hace falta. ¿Por qué no me dice qué le pasa? Cuando llegamos, estaba dispuesto a sacrificarse y a matar a cualquiera con tal de llevar a cabo la misión. Ahora se niega. Durante dos días estuvo convencido de que el gas era eficaz. Ahora no. Anoche sucedió algo, Jonas. ¿Qué fue? ¿Qué es lo que me está ocultando?

– Está loco. -Se levantó y empezó pasearse por la cocina. Los músculos de sus brazos estaban tensos como cables.

– Puede ser -admitió McConnell-. Pero estaré menos loco si me dice por qué no quiere atacar.

– Conteste -dijo Anna desde la estufa-. Si no, se lo diré yo.

Stern se paró en seco y la miró con ojos que lanzaban destellos de odio.

– Si dice una palabra la mataré.

– ¡Váyase a la mierda! -gritó con furia temeraria-. O mejor, demuestre que es hombre.

En ese momento, algo se desvaneció en Stern. Tal vez fue la esperanza, o la voluntad de mantener el embuste. Cerró los ojos y al apoyarse contra la mesada tapó la luz de una de las velas.

– ¿Cuándo lo supo?

Anna suavizó su voz:

– La noche que llegaron, usted dijo que había nacido en Rostock. Y cuando oí su nombre, pensé en el zapatero. Pero son tan distintos…

– ¿En qué somos distintos? ¿Qué sabe de él?

– Bueno… remienda los borceguíes de los SS. Fabrica artículos de cuero para ellos.

– ¿Quiere decir que es un colaborador?

– No. Sólo que usted es distinto. Tanto, que no volví a pensar en eso. Pero anoche, cuando lo vi otra vez, me di cuenta de la verdad.

– ¿Se puede saber de qué mierda están hablando? -preguntó McConnell-. ¿Conoce a alguien en el campo?

– Mi padre -confesó Stern. Su voz era un susurro casi inaudible. -Mi padre es prisionero en el campo desde hace tres años. ¿Entiende ahora?

McConnell miró a Anna y leyó la confirmación en sus ojos.

– Diablos, ¿por qué no me lo dijo? Bastaba que…

Stern alzó la mano para pedir silencio.

– Acabo de darme cuenta de que soy un cobarde, doctor. No es agradable. Usted tenía razón, estaba dispuesto a sacrificar a todos. Entonces descubrí que mi padre estaba ahí y no pude hacerlo. ¡Qué infeliz!

– Es humano, Stern.

– Usted también tiene razón -dijo a Anna-. Somos distintos, él y yo. Mi deber es salvarlo. Lo hago por mi madre.

– ¡Y por usted mismo, coño! -saltó McConnell-. ¿Por qué no va esta noche y lo saca con usted? Estoy seguro de que puede hacerlo.

– Se negó. Está loco, no quiere dejar a los demás.

Durante unos minutos nadie habló. McConnell clavó los ojos en una vela y repasó la situación por enésima vez. Borró de su mente el factor humano para abordar el problema puramente científico desde todos los ángulos, por irracionales que parecieran.

Al cabo de tres minutos sintió que se le erizaba la piel de los antebrazos.

– Anna, déme papel y lápiz -dijo-. De prisa, por favor.

– ¿Qué pasa? -dijo Stern-. ¿Cuál es el problema?

– Nada, pero cállese la boca un rato. -McConnell tomó las cosas que le alcanzaba Anna, se sentó y se puso a escribir fórmulas. Stern fue a mirar por sobre su hombro.

– ¿Qué es eso?

– La ley de presiones parciales de Dalton. Si la conoce, déme una mano, y si no, déjeme un rato en paz.

Stern hizo una mueca y se alejó. Al cabo de dos minutos, McConnell dejó el lápiz.

– Bien, escuche. Si está dispuesto a volver al campo esta noche, podemos salvar a su padre.

Stern se acercó a su silla:

– ¿Cómo?

– Con el plan original de Anna. Encerraremos a los prisioneros en la Cámara E antes del ataque. Los riesgos son terribles para usted… en realidad para todos. En fin, usted decide.

– Pero usted dijo que no todos los prisioneros caben en la Cámara E -dijo Anna, desconcertada.

– Es verdad. Todos no caben.

– Pero algunos sí -murmuró Stern.

– No hay alternativa, Stern. Eso, o huir.

– Hacer el papel de Dios -dijo Anna.

– Mi padre no aceptará que lo salvemos -murmuró Stern para sí-. Cederá su lugar a una mujer o un niño.

– Lamentablemente, así será -convino McConnell-. Todo dependerá de quién dice la última palabra.

– ¿A qué se refiere? ¿Cuántos caben en la cámara?

– Anna dijo que mide tres metros por tres, por dos de altura. ¿No es así?

– Sí, después que hablamos sobre eso lo verifiqué en un informe.

– Eso nos da un volumen total de dieciocho metros cúbicos. -McConnell repasó las cifras que había anotado.

– Allí caben muchos cuerpos -dijo Stern-. Sobre todo si son cuerpos desnutridos.

– Es que no se trata solamente del espacio -señaló McConnell con paciencia-. Hay un problema de oxígeno.

– ¿Quiere decir que dieciocho metros cúbicos de aire no alcanzan para todos los que caben en ese espacio?

– Alcanzan por muy poco tiempo. ¿Recuerda esas películas donde diez tipos quedan atrapados en la bóveda de un Banco o en una mina de oro y tardan dos días en salir?