Eisenhower apuntó el cigarrillo recién encendido hacia Churchilclass="underline" -Ese sí que es un argumento persuasivo, señor. ¿Tiene pruebas de lo que dice?
– Los amigos polacos de Duff tienen un contacto muy cercano al comandante de uno de los campos. El agente dice que están preparando una demostración práctica de Soman a la que asistirá el mismísimo Führer, y que podrían realizarla dentro de algunas semanas, o quizás en cuestión de días.
– Comprendo. Señor Primer Ministro, cambiemos de tema por un momento. El profesor Lindemann dice que están trabajando las veinticuatro horas del día para reproducir el Sarin. ¿Doy por sentado que lo usarán si es necesario tomar represalias?
Churchill tomó aliento antes de responder:
– No, general. Tratemos de ponernos de acuerdo. Creo que hay una alternativa mejor que bombardear los depósitos alemanes. Me refiero a una incursión de advertencia. Creo que si nuestros científicos logran reproducir el Sarin, debemos lanzar un ataque limitado lo antes posible. Así, Himmler se convencerá de que sus informes sobre nuestra capacidad y firmeza son erróneos.
Eisenhower lo miró estupefacto. La sangre fría de los británicos nunca dejaba de sorprenderlo. Carraspeó:
– Pero hasta ahora sus científicos no han podido reproducirlo, ¿no es cierto?
Churchill alzó las palmas:
– Están experimentando con algo que llaman fluorofosfatos, pero los progresos son muy lentos.
Eisenhower se volvió hacia la ventana y contempló el nevado paisaje inglés. En la oscuridad, era silencioso como un cementerio.
– Señor Primer Ministro -dijo al cabo de unos momentos-, lamento decirle que no puedo apoyarlo en esto. -Se volvió al oír un gemido de Churchill. -Espere, déjeme hablar. Respeto profundamente su opinión. Sé que en muchas ocasiones tuvo razón contra el resto del mundo. Pero la situación no es tan clara como usted la pinta. Si bombardeamos los depósitos y plantas de fabricación de gases neurotóxicos, mostramos todas nuestras cartas. Revelamos nuestro mayor temor. Al mismo tiempo, bombardeamos indirectamente al pueblo alemán. ¿Qué le impedirá a Hitler utilizar el Soman contra nuestras tropas?
Churchill lo escuchaba atentamente, en busca de la menor grieta en su razonamiento.
– No -prosiguió Eisenhower con firmeza-, está descartado. El presidente Roosevelt jamás autorizará un ataque con gases tóxicos, y el pueblo norteamericano no lo aprobaría. En las calles de Estados Unidos hay miles de veteranos que conocieron el gas en la Primera Guerra. Algunos llevan cicatrices horribles. Si nos atacan, tomaremos represalias. El Presidente lo ha dicho con toda claridad. Pero no arrojaremos la primera piedra.
Eisenhower se preparó para escuchar el rugido del león británico. Pero en lugar de pararse para mantener una discusión vehemente, Churchill pareció ensimismarse.
– Lo que haré -prosiguió Eisenhower- es presionar a favor de que prestemos toda nuestra colaboración en el desarrollo de una versión propia de Sarin. Así, el día que Hitler cruce el límite demostraremos a nuestra gente que devolveremos golpe por golpe. Hablaré con Eaker y Harris para que hagan reconocimientos aéreos de las fábricas y los depósitos alemanes. Si Hitler usa Sarin, los bombardearemos inmediatamente. ¿Qué le parece?
– Me parece que eso es cerrar el establo después de que el caballo se escapó -murmuró Churchill.
Eisenhower estaba a punto de estallar, pero se contuvo. Sabía que en los próximos meses le aguardaban horas interminables de negociaciones como esa. Había que cultivar las buenas relaciones.
– Señor Primer Ministro, desde 1942 se habla de armas apocalípticas en ambos bandos. Y al fin y al cabo la guerra se ganará o perderá con aviones, tanques y tropas.
Sentado en su gran poltrona, envuelto en su bata decorada con dragones, con las manos tomadas sobre su gran vientre, Winston Churchill parecía un Buda pálido sobre un cojín de terciopelo. Sus gruesos párpados caían sobre sus ojos llorosos.
– General -dijo solemnemente-, la suerte de la cristiandad está en sus manos y las mías. Le ruego que recapacite.
En ese momento, Eisenhower sintió que la indomable fuerza de voluntad de Churchill se abatía sobre él, pero no flaqueó.
– Lo pensaré con todo cuidado -declaró-. Pero por ahora no puedo sino ratificar lo que he dicho.
El Comandante Supremo se puso en pie y fue hacia la puerta del estudio. Al tomar el picaporte lo asaltó un pensamiento incómodo: ¿no había sido una victoria excesivamente fácil? Se volvió y miró a Churchill a los ojos:
– Doy por sentado que usted hará lo mismo, señor Primer Ministro.
Churchill sonrió con resignación:
– Por supuesto, general. Por supuesto.
Apenas partió Eisenhower con su gente, el general Duff Smith volvió a la oficina privada de Winston Churchill. Una sola lámpara estaba encendida sobre el escritorio del Primer Ministro. El jefe manco del SOE se inclinó sobre la mesa.
– Me pareció sentir una brisa fría cuando Ike fue a buscar a sus hombres.
Churchill posó las manos regordetas sobre el escritorio y suspiró:
– Se negó, Duff. No quiere bombardear los depósitos ni realizar una incursión si producimos el gas.
– ¡Carajo! ¿No se da cuenta de lo que Soman le haría a su bendita invasión?
– Me parece que no. El viejo cuento norteamericano, la ingenuidad infantil de siempre.
– ¡Con esa ingenuidad podríamos perder la guerra!
– Recuerde que Eisenhower nunca ha estado en combate, Duff. No se lo echo en cara, pero un hombre que no ha estado bajo fuego, ni qué hablar de gases, no puede ponerse en esa situación.
– ¡Yanquis de mierda! -refunfuñó Smith-. Quieren combatir desde nueve mil metros de altura o de acuerdo con las reglas del marqués de Queensbury.
– No exagere, amigo. En Italia no lo hicieron nada mal.
– Así es -concedió Smith-. Pero como usted mismo dice, Winston, ¡hay que pasar a la acción!