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Smith se volvió al oír voces en un pasillo a su espalda. Entró un guardia armado seguido por un joven alto, de piel bronceada, con las manos esposadas. Smith alcanzó a ver una cara angulosa y penetrantes ojos negros antes que Jonas Stern avanzara hacia la cabecera del salón donde lo aguardaban los oficiales. Bajo un brazo llevaba lo que parecía ser un paquete envuelto en hule. Cerraba la marcha un hombre más bien menudo con el uniforme claro y la piel enrojecida del oficial británico en el Medio Oriente. Smith siguió al grupo por el pasillo y se sentó a un costado donde podía ver mejor la escena.

El oficial más antiguo, general John Little, se dirigió al inglés quemado por el soclass="underline"

– ¿Capitán Owen?

– Sí, mi general. Lamento la demora. Hubiéramos llegado ayer, pero nos demoraron los submarinos alemanes.

El general Little miró a Owen con desdén:

– Bueno, pero ya están aquí, así que empecemos de una vez. Si no me equivoco, éste es el célebre señor Stern.

– Sí, mi general. Este…, ¡me permitiría quitarle las esposas, mi general?

Un mayor de cara encarnada, sentado a la derecha del general, se apresuró a responder:

– Por el momento no, capitán. Es un fugitivo buscado por la justicia.

Duff Smith se volvió hacia el hombre que acababa de hablar, un oficial de la plana mayor de inteligencia, de méritos más bien escasos.

– Soy el mayor Dickson -prosiguió el hombre-. ¡Qué descaro, presentarse aquí! Por si no lo sabía, es el sospechoso principal en una oleada de atentados con bombas contra domicilios árabes en Jerusalén, robo de armas británicas y el asesinato de un oficial de la policía militar británica en Jerusalén en 1942. Sólo aceptamos recibirlo porque salvó la vida al capitán Owen en Tobruk. Sepa que el padre del capitán Owen se distinguió como oficial de la Guardia Galesa.

Jonas Stern no respondió.

– El capitán Owen dice que usted tiene un plan audaz para ganar la guerra europea sin ayuda. ¿Es verdad?

– No.

– Mejor así -dijo Dickson bruscamente-. ¡Me parece que Montgomery puede dirigir la invasión sin ayuda de un sujeto como usted!

– Exactamente -terció otro mayor, sentado a la izquierda del general Little.

Stern tomó aliento:

– Quiero que conste que los oficiales con los que pedí audiencia no están presentes.

La cara del mayor Dickson tomó un subido tono escarlata:

– Si usted cree que el señor comandante en jefe de la Fuerza Aérea, mariscal del aire Sir Arthur Harris, no tiene nada mejor que hacer que escuchar los delirios de un terrorista sionista…

– Clive -interrumpió el general Little-. Señor Stern, nos hemos tomado la molestia de reunimos aquí para escucharlo. Le pido que sea breve.

El general Smith estudió al joven judío que trataba torpemente de tomar con sus manos esposadas el paquete que llevaba bajo el brazo.

– Para qué perder el tiempo -murmuró el mayor Dickson.

– Señor Stern -dijo el general Little en tono paternal-, ¿se puede saber si Moshe Sherlock o Chaim Weizman están al tanto de su presencia en Londres?

– No lo están.

– Eso pensé. Sucede, señor Stern, que los asuntos relacionados con los judíos de Europa deben seguir determinados canales. El generoso gobierno de Su Majestad mantiene relaciones excelentes con la Agencia Judía en Londres. Usted debería acudir a los señores Weizman y Sherlock. Creo que, al hacerlo, se convencerá de que hacen todo lo posible para ayudar a los judíos europeos. -Después de darle el tiempo que estimó necesario para que asimilara sus sabias palabras, el general Little añadió:

– ¿Está satisfecho, señor Stern?

– En absoluto. -Dio un paso hacia la mesa. -Conozco el trabajo de Sherlock, Weizman y la Agencia Judía. No dudo de sus buenas intenciones. Pero no vine a suplicar que se otorgue permisos de ingreso a Palestina a judíos atrapados ni que se los declare personal británico protegido ni se compre su libertad a cambio de pertrechos. No creo que lo hagan. General, he venido a hablar con militares sobre una solución puramente militar.

Duff Smith paró las orejas. El hombre alto que se preparaba para presentar sus argumentos demostraba un aplomo, un equilibrio, notable en alguien tan joven. Era la característica del soldado nato… o del agente.

Stern alzó el paquete que sostenía con las manos engrilladas:

– En este expediente hay declaraciones de testigos presenciales sobre un programa de exterminio masivo realizado por los nazis en cuatro campos de concentración en su país y la Polonia ocupada. Tengo cifras precisas de los muertos y descripciones detalladas de los métodos de exterminio empleados por los nazis, de los fusilamientos y las electrocuciones en masa hasta el más empleado: la muerte mediante el gas tóxico y la posterior cremación de los cadáveres.

El general Little echó una mirada inquieta al mayor Dickson:

– ¿Me permite el expediente, señor Stern? -Éste dio un paso adelante, pero Little alzó la mano: -Por favor, no se acerque a la mesa -dijo fríamente-. Sargento Gilchrist.

Un policía militar tomó la carpeta y la entregó al general. Éste la abrió y hojeó brevemente los papeles.

– Señor Stern, ¿tiene pruebas sobre la veracidad de esta información? Quiero decir, aparte de las declaraciones de los judíos.

– General, diarios como el Times de Londres y el Manchester Guardián han informado sobre la masacre de cientos de miles de judíos, y hasta han mencionado los campos con sus nombres y localización. Creo que incluso apareció una nota en el NET York Times. Lo que no comprendo es por qué los Aliados se niegan a hacer algo al respecto.

El general Little se alisó el bigotito gris con la yema del índice izquierdo.

– Me parece -dijo con frialdad y acentuando cada palabra- que usted ha cumplido la misión que emprendió. Le aseguro que prestaremos a estos informes la atención que merecen.

Jonas Stern bufó con desdén:

– General, no he cumplido absolutamente nada. Le di esos informes sólo para justificar la misión desesperada que voy a pedirle que emprenda en bien del pueblo judío.

– Ya no aguanto más a este mocoso insolente -declaró el mayor Dickson-. Acabemos con esta farsa.

– Un momento, Clive -intervino el oficial a la izquierda del general Little, que era un mayor de la Guardia -. Escuchémoslo hasta el final. Sospecho que es de los partidarios de bombardear los ferrocarriles. ¿No es así, señor Stern? ¿Quiere que la Fuerza Aérea Real bombardee los ferrocarriles que conducen a los campos?

– No, mayor.