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– Aja. Entonces es de los que quieren conformar una brigada judía para participar de la invasión. Debí sospecharlo. Si no me equivoco, usted combatió en el norte de África.

– No vine por eso.

El general Little dio una palmada sobre la carpeta de Stern.

– Entonces diga de una vez a qué diablos vino y acabe con tanto misterio.

– General Little, yo entiendo algo de política. Sé que una brigada judía podría ser el embrión de un ejército judío que volvería a Palestina después de la guerra para combatir a los ingleses y los árabes. No es lo que pido. Algunos sugieren que la resistencia polaca trate de destruir las cámaras de gas de los nazis. Pero los polacos no tienen fuerzas suficientes, y aunque las tuvieran, no arriesgarían sus vidas para salvar a los judíos.

– ¡Y con razón, carajo! -murmuró el mayor Dickson. Stern no le prestó atención.

– Es verdad que tengo experiencia militar y sé que el bombardeo de los ferrocarriles que conducen a los campos es un gesto inútil. Las vías se reparan fácilmente y mientras tanto los nazis utilizarían camiones en lugar de trenes.

El general Smith vio que la sensatez del joven despertaba cierta simpatía en el general Little y el oficial de la Guardia, aunque no en el mayor Dickson.

– General -manifestó Stern en conclusión-, voy a pedirle algo muy sencillo: que se realicen cuatro incursiones de bombardeo sobre Alemania y Polonia. Conozco los nombres y la situación precisa de cuatro campos de concentración donde diariamente mueren como mínimo cinco mil judíos, asesinados con balas y gases. Cinco mil por día y por campo, general. En nombre de la humanidad, en nombre de Dios, pido que se borren esos cuatro mataderos de la faz de la Tierra.

Se hizo un silencio absoluto. El mayor Dickson se irguió en su asiento y lo miró estupefacto. Pasado el momento de estupor, el general Little carraspeó:

– Señor Stern, ¿usted quiere bombardear esos campos repletos de prisioneros judíos!

– Eso es exactamente lo que quiero, general.

Duff Smith sintió una punzada de satisfacción.

– Está loco -dijo el mayor Dickson-. Loco furioso.

– Estoy perfectamente cuerdo, mayor. Y hablo en serio.

– Y yo estoy seguro -dijo el general Little- de que los señores Shertok y Weizmann, en sus súplicas más desesperadas, jamás sugirieron nada tan drástico. ¿Usted pide semejante locura en nombre del pueblo judío?

Stern respondió con voz clara y serena:

– General, Weizmann y Shertok son políticos… están alejados de la realidad de lo que sucede en Europa. Los primeros que sugirieron bombardear los campos fueron miembros de la resistencia judía en Polonia y Alemania. Algunos lograron salir. He hablado con ellos. General, he visto los ojos de mujeres cuyos bebés fueron arrancados de sus brazos y estrellados contra la pared por oficiales de las SS. He hablado con padres que vieron morir acuchillados a sus hijos…

– Basta -interrumpió Little bruscamente-. No necesito un discurso sobre los horrores de la guerra.

– ¡Esa gente no está en guerra, general! Son civiles, no combatientes. Mujeres y niños inocentes.

El general Little miró los papeles de Stern, luego alzó la vista y habló en un tono más amable:

– Muchacho, no puedo menos que admirar su coraje al presentarse aquí con semejante pedido. Pero no podemos considerarlo ni por un instante. Ni siquiera desde el punto de vista militar. Nuestros bombarderos no tienen suficiente autonomía de vuelo para llegar a los campos. Los cazas escoltas no llegarían…

– Eso ya no es cierto, general -interrumpió Stern-. Los nuevos Mustangs P-51 norteamericanos tienen una autonomía de mil trescientos kilómetros. Pueden llegar a los campos desde Italia.

– Me sorprende que esté tan bien informado -dijo Little-. Así y todo, está el problema de emplear recursos militares para un objetivo no militar…

– ¡Pero esos judíos sirven de mano de obra esclava para la industria de guerra!

Little alzó la mano:

– El único objetivo de las fuerzas aéreas aliadas es aniquilar la capacidad beligerante del Reich: producción de petróleo, cojinetes, caucho sintético, no campos de prisioneros civiles. Si los bombardeamos, le damos a Hitler la excusa para culparnos por las muertes de judíos en cautiverio. Y además, una misión a favor de los judíos crearía otro problema: cada grupo afectado por la guerra se creería con derecho a pedir lo mismo.

– Y no olvide -terció el mayor Dickson- que esos judíos son ciudadanos alemanes. Hitler dijo desde el comienzo que la cuestión judía era un asunto interno alemán. Jurídicamente, tiene razón.

El general Little frunció el entrecejo.

– Lo que no podemos pasar por alto es que los nazis retienen casi un millón de prisioneros aliados, entre ellos los cuarenta mil ingleses de Dunkerque. Nosotros tenemos relativamente pocos prisioneros alemanes. No podemos jugar con las represalias, sobre todo tratándose de los campos. Hitler podría jugar aún más sucio que hasta el presente.

– ¿Jugar sucio?

– Vea, Stern -prosiguió Little-, el capitán Owen dice que su padre está preso en Alemania. Sé que es terrible. Todos perdimos seres queridos en la guerra. Pero son las reglas del juego. Mi hermano murió en Francia en 1940. Una estupidez, carajo. Una escuela de señoritas inglesa habría resistido más que los franchutes. Pero en estos tiempos…

Duff Smith reprimió un gemido de desaliento. Little se mostraba como un típico inglés presuntuoso y condescendiente. Yo perdí un pariente, ¿a qué viene tanto aspaviento? ¿Qué es eso de millones? Difícil concebir esos números, ¿no?

– Estas cifras me parecen un poco exageradas -señaló Little mientras leía una hoja de la carpeta de Stern-. Le digo francamente que es una característica de los judíos. No los culpo. Es la mejor manera de hacerse oír. ¿Dos millones de judíos muertos? Si en la batalla más sangrienta de la Gran Guerra hubo sólo seiscientas mil bajas. Seamos sensatos, Stern. Aceptemos la realidad. A mí me parece que alguien modificó las cifras. Con las mejores intenciones, claro, pero las adulteró. Alguien que tenía motivos políticos para hacerlo, como dijo usted mismo.

El general Smith vio cómo se abatían los hombros del joven al comprender la inutilidad de su viaje.

– No sé qué me hizo pensar que usted me creería -dijo- La mayoría de los judíos de Palestina no lo creen.

El general Little indicó a un sargento que se lo llevara.

– Pero diré una cosa más -exclamó Stern cuando el soldado le tomaba el brazo-. Es verdad que mi padre está en Alemania. No sé si está vivo o muerto. Pero si estuviera vivo, le suplicaría que hiciera lo que acabo de pedirle, general. Negarse a bombardear los campos de la muerte con el argumento de que morirían prisioneros inocentes es una muestra de sentimentalismo fuera de lugar. Si destruye las cámaras de gas y los hornos crematorios, detiene el programa de exterminio de Hitler. ¡Al matar a unos miles de inocentes salva a millones! ¿No es ese el concepto fundamental de la guerra? ¿Sacrificar a unos pocos para salvar a la mayoría?