Duff Smith crispó los puños, emocionado por las palabras de Stern.
El general Little miró al joven sionista fijamente:
– Ha expuesto bien sus argumentos, señor Stern. Esta comisión estudiará sus comentarios. Sargento Gilchrist.
Stern miró al general, alarmado:
– ¿Me permite un momento más, general?
El mayor Dickson gimió exasperado.
– Sea breve.
– Si no quiere bombardear los campos, ¿me permite incursionar con un grupo comando en Polonia para tratar de liberar un campo? Sé que el ejército británico está entrenando a unos cuantos judíos para lanzarlos con paracaídas sobre Hungría a fin de unirse a los judíos de allá. No le pido que arriesgue una sola vida británica, general. Si fracaso, ¿qué se pierde? Una decena de vidas judías. Tengo experiencia de combate guerrillero…
– ¡Eso sí que es cierto, carajo! -vociferó Dickson con furia-. ¡Tiene experiencia en asesinar soldados británicos!
El mayor de cara encarnada se había levantado de un salto. Stern no trató de alejarse ni acercarse. Se llevó las manos esposadas a la cremallera de su chaqueta y la abrió. Sobre el bolsillo izquierdo de su camisa parda brillaba un objeto azul y plata. Era la George Medal, la segunda condecoración que otorgaba Gran Bretaña a un civil.
– Mayor Dickson -dijo Stern-, esta medalla la abrochó aquí el general Bernard Law Montgomery por mis acciones de reconocimiento del terreno en El Alamein. También recibí una condecoración de Auchinleck por mis servicios al ejército británico en Tobruk. Ambos oficiales son sus superiores, y su usted tuviera dos dedos de frente y un poco de sensibilidad habría comprendido algo de lo que quise decir. Vine como un soldado que sólo pide la oportunidad de combatir. De mostrarle a Hitler algo que nunca ha visto y que debe ver: un judío que sabe combatir y está dispuesto a hacerlo. Le digo que con veinte guerrilleros del Haganá soy capaz de destruir un campo de concentración.
– ¡Por fin lo dice! -rugió Dickson-. ¡Lo hace todo por el Haganá, carajo!
Duff Smith sintió el impulso de abofetear a Dickson. Afortunadamente, el general Little impuso silencio al mayor con un gesto.
– Señor Stern, semejante incursión es imposible por mil razones. Acepte mi consejo. Lo mejor que puede hacer es volver a Palestina a ayudar a su pueblo.
– Mi pueblo está muriendo en Alemania.
– Bueno… sí. Mucha gente está muriendo en todo el mundo.
Duff Smith vio como las manos engrilladas se alzaban para apuntar un dedo acusador a Little.
– ¡General! -tronó Stern con poderosa voz de profeta-. En muy poco tiempo el mundo entero le formulará a Inglaterra una pregunta muy molesta. ¿Por qué se negaron a dar refugio a los millones de judíos masacrados en Europa? ¿Por qué encerraron en campos de concentración a los pocos afortunados que pudieron llegar a Palestina? Y sobre todo…
– ¡Basta! -chilló Little, despojado por fin de su cultivada flema británica-. ¿Cómo se atreve a dar sermones? ¡Revoltoso insolente! Usted no es un soldado. ¡Es un terrorista de mierda! Se necesita algo más que un fusil para ser soldado, Stern. Si no fuera que nosotros solos resistimos a Hitler en 1940, a su gente la habrían exterminado hace años.
El mayor Dickson apuntó con un dedo a Stern:
– Lo dejamos venir a Inglaterra para contestar preguntas sobre el terrorismo en Palestina. -Sus ojos lanzaron un destello maligno. -Y me alegra decir que, como mayor de inteligencia, el interrogatorio lo conduciré yo.
Stern crispó los puños con rabia impotente. El capitán Owen se acercó lentamente por si su amigo perdía el dominio de sí. El general Little tomó los papeles de la carpeta de Stern y los guardó en un portafolio que tenía a sus pies.
– Sargento Gilchrist, encierre a este hombre -dijo serenamente.
El capitán Owen gritó, "¡Espera!", pero llegó tarde. Con la agilidad de una fiera, Stern alzó violentamente las manos desde la cintura. Gilchrist tomaba su bastón cuando las esposas de acero se estrellaron contra su mentón. Cayó con el golpe sordo de un boxeador puesto fuera de combate.
El mayor Dickson tanteó en busca de su pistola, pero su cartuchera estaba vacía. Había entregado el arma a su ayudante para que la engrasara.
– ¡Qué significa esto! -exclamó Little.
– ¡Jonas! -chilló Peter Owen-. ¡Por amor de Dios!
Fue inútil. Ante el ataque de otro guardia, Stern tomó del piso el bastón de Gilchrist, se lo hundió en el vientre y saltó hacia la puerta mientras el hombre caía. Como si lo hubieran llamado, un centinela irrumpió en el salón con la pistola lista para disparar. El bastonazo de Stern le quebró la muñeca y arrojó el arma al piso. Stern se lanzó hacia la puerta, pero el centinela lo tomó del cuello con la mano sana y dio un tirón.
Se rasgó la tela. La chaqueta de Stern cayó al piso y la camisa quedó colgada de su cintura. Se volvió rápidamente.
– ¡Mierda! -jadeó el centinela-. Miren.
Todos lo miraron atónitos, incluso el general Smith. La espalda, los hombros y el abdomen del joven sionista estaban surcados por un entramado de cicatrices lívidas, algunas provocadas por un objeto cortante, otras evidentemente por el fuego. Las del abdomen desaparecían bajo el cinturón. La pausa duró varios segundos. Stern derribó al centinela, tomó su camisa y huyó.
– ¡Síganlo! -chilló el mayor Dickson mientras los pasos se alejaban por la escalera.
El capitán Owen le cerró el paso:
– ¡Mi general! ¡Por favor, deje que le hable!
– Apártese -gruñó el mayor Dickson-, o lo haré matar por mis hombres.
– ¡Por amor de Dios, mi general!
– ¡Atención! -rugió el general Little. Los guardias se quedaron inmóviles, en posición de firmes. Duff Smith había asistido al alboroto como si fuera una obra de teatro.
– Serénese, Dickson -dijo el general-. Voy a permitir que el capitán Owen salga a buscarlo. Evitemos el derramamiento de sangre. Podrá interrogar a Stern cuando esté más tranquilo.
– Me parece lo mejor, Johnny -dijo Duff Smith. Era la primera vez que abría la boca.
El mayor Dickson, lívido, temblaba de rabia.
– Voy a encadenar a ese hijo de puta a su celda hasta que me dé todo el organigrama del Haganá. Es uno de los jefes, cualquiera se da cuenta.
– Tiene apenas veintitrés años, mi mayor -dijo Owen-. Pero usted tiene razón, es un líder.
– No me gusta ver a un tipo así encadenado a una pared -dijo el general Little-. Moishe o no, el tipo es un valiente.
– Además sería inútil interrogarlo -murmuró Owen.
– ¿Se puede saber por qué? -preguntó Dickson.
– Mi mayor, estoy seguro de que Jonas Stern conoce a toda la dirección del Haganá y también del Itgún. Pero morirá antes de decirle una sola palabra.