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– Me refiero a matar nazis en Alemania. -El Bentley se detuvo junto a Stern. Los ojos del general brillaban con humor negro. -¿Eso sí le interesa, muchacho?

El conductor del Bentley bajó y abrió la portezuela trasera opuesta a la de Smith, pero Stern vaciló aún.

– Habla bien el inglés -dijo Smith por decir algo-. No lo tome como un cumplido. Siempre digo que lo primero es conocer bien al enemigo.

– ¿Puede sacarme de encima al mayor Dickson?

– Mi querido amigo -dijo Smith enfáticamente-, puedo hacerlo desaparecer de la faz de la Tierra si me da la gana.

Al subir al Bentley, Stern oyó vagamente la voz de Peter Owen que gritaba, pero sólo registró el último cambio de palabras de Smith con el gales antes de cerrar la ventanilla. Owen protestaba que el general Little había ordenado el arresto de Stern, y que si escapaba, el mayor Dickson lo cazaría a él. Smith, inmutable, replicó en un idioma que Stern no conocía: era gales. Lo que le dijo en síntesis fue: "Muchacho, no tienes de qué preocuparte. No lo encontraste, a mí no me viste y punto. Busca una taberna y no te hagas problemas. Lo que Duff Smith oculta, nadie jamás lo encuentra ".

Durante dos horas, mientras el Bentley recorría las tétricas calles invernales de la ciudad sumida en tinieblas, Stern se enteró de una realidad europea que superaba sus previsiones más cínicas. Al principio apremió al general para que le hablara sobre la misión, pero el escocés iría al grano cuando lo considerara oportuno. Lo primero que hizo fue desalentar cualquier esperanza que Stern pudiera abrigar sobre la salvación de los judíos atrapados en Europa. Mucho más adelante, al recordar sus palabras, sentiría admiración por la franqueza con que Smith había expuesto la situación.

– ¿No se da cuenta? -le hizo notar Smith-. Si ofrecemos santuario a los judíos de Europa, corremos el riesgo de que Hitler acepte. Y la verdad es que no los queremos. Los norteamericanos tampoco. Ustedes los judíos son una raza altamente instruida. Por eso se apropian de más puestos de trabajo que cualquier otro grupo inmigrante. También hay razones militares. Little no bromeaba. Los nazis hablaron claro con la Cruz Roja: "Si se meten en los campos de concentración, no cumpliremos la convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra". No es una amenaza hueca.

El Bentley se deslizó frente al Royal Hospital.

– Usted se adelantó a su época, Stern. Pero no por mucho. Creo que no pasará mucho tiempo antes de que Chaim Weizmann pida a Churchill lo mismo que usted pidió esta tarde. Bombardeen los campos. Pero el resultado será el mismo. El comando de bombarderos obedece sus propias leyes. Hay mil maneras de enterrar semejante pedido en comités y estudios de factibilidad. Usted perdió la batalla antes de empezar. Para los tipos como Little, es un civil entrometido. Eso es motivo más que suficiente para denegar su pedido, por racional que fuera. -Smith soltó una risita. -¿Qué pensaba? El mismísimo arzobispo de Canterbury pidió que Inglaterra diera refugio a los judíos de Europa, y no lo escucharon. ¡Usted es un terrorista con orden de captura!

– Tuve que intentarlo -adujo Stern-. Si supiera la cantidad de inocentes que están muriendo…

– La cantidad es lo de menos. -Duff Smith meneó la cabeza. -He leído las declaraciones de testigos presenciales. Chicas polacas violadas y torturadas, arrojadas a la calle con el cuerpo bañado en sangre. Familias enteras desvestidas y obligadas a pararse sobre planchas de metal para ser electrocutadas. Mujeres judías esterilizadas y encerradas en burdeles militares. Niños arrancados de los pechos de sus madres. Toda la feria de los horrores. Lo que usted no entiende, Stern, es que eso no tiene la menor importancia. Ya se sabe que la guerra es un infierno. Relatos como esos no conmueven a nadie, menos aún a los tipos como Little, que vieron morir a miles de sus camaradas en la Gran Guerra. Para él, la muerte de civiles es un hecho lamentable, pero intrascendente. No tiene relación directa con el curso ni el desenlace de la guerra.

– No creo que todos ustedes sean como Little -dijo Stern-. Me parece inconcebible.

– Tiene razón. Son muchos más los que se parecen al mayor Dickson.

El general encendió una pipa tallada a mano.

– Tiene que haber hombres decentes en Inglaterra.

– Claro que sí, muchacho -convino Smith, mientras chupaba suavemente su pipa-. Churchill es un partidario firme de ustedes y de la creación de un hogar nacional judío en Palestina después de la guerra. Lo cual no significa nada. Los hijos de puta del parlamento lo dejarán caer como una papa caliente apenas les haya ganado la guerra.

Una vez que convenció a Stern de la inutilidad de su viaje a Inglaterra, Duff Smith abordó por fin su propuesta.

– Lo que dije al principio sobre matar alemanes en Alemania -dijo, arrastrando las palabras-, no es broma.

– ¿De qué se trata? -preguntó Stern, receloso.

Bruscamente el rostro de Smith se volvió pétreo.

– No trataré de engañarlo, muchacho. No trato de salvar los restos patéticos del judaismo europeo. Francamente, no es mi departamento.

– ¿Y qué es lo que trata de hacer?

Smith parpadeó.

– Poca cosa. Digamos que alterar el curso de la guerra.

Stern se acomodó en el asiento.

– General… ¿quién es usted? ¿Cuál es su departamento?

– Ah, sí. Oficialmente somos el SOE, a cargo de operativos especiales. Hacemos lío en los países ocupados, sobre todo en Francia. Sabotaje, de todo. Pero ahora que se viene la invasión, eso pierde importancia. Lo que más hacemos es llevar suministros.

– ¿Cómo piensa modificar el curso de la guerra?

Smith lo miró con una sonrisa enigmática.

– ¿Qué sabe usted sobre la guerra química?

– Contener el aliento y colocarse la máscara antigás. Punto.

– Sus compatriotas saben bastante. Me refiero a los nazis.

– Sé que usan gases tóxicos para asesinar a los judíos.

El general Smith agitó la pipa con desdén.

– El Zyklon B es un insecticida común. Es mortífero en ambientes cerrados, pero no es nada en comparación con lo nuevo.

Smith explicó sintéticamente el proyecto de desarrollo de gases neurotóxicos, incluido el interés particular de Heinrich Himmler. Destacó dos aspectos: la impotencia de los Aliados ante el Sarin y la afición de los nazis por experimentar sus gases bélicos con prisioneros judíos.

Hemos podido averiguar que las pruebas se realizan en tres campos de concentración -dijo Smith en conclusión-. Natzweiler en Alsacia, Sachsenhausen cerca de Berlín y Totenhausen cerca de Rostock.

– ¡Rostock! -exclamó Stern-. ¡Ahí nací yo!

– ¿De veras?

– ¿Qué quiere hacer? ¿Inutilizar una de las plantas? ¿Una incursión comando?