– No, mi plan es un poco más complejo. Tiene más estilo. -El general hizo crujir sus nudillos, empezando por el del meñique izquierdo. -Quiero darles un susto tan grande que jamás se atrevan a usar los gases neurotóxicos, aunque el Reich se derrumbe.
– ¿Cómo lo hará?
– Me olvidé de mencionar un detalle sobre el proyecto aliado, Stern. A partir de un análisis minucioso de la muestra robada de Sarin, un equipo de químicos británicos logró producir un agente neurotóxico similar.
La respiración de Stern se aceleró.
– ¿Cuánto tienen?
– Uno coma seis tonelada métrica.
– ¿Es una buena cantidad?
– Francamente, no -suspiró Smith.
– ¿Cuánto tienen los nazis?
– Calculamos que unas cinco mil toneladas.
– Cinco mil… -Stern se había puesto pálido. -Dios mío. ¿Cuánto se necesita para causar grandes daños en una ciudad?
– Doscientas cincuenta toneladas de Sarin bastan para aniquilar la ciudad de París.
Stern apartó la vista y apretó la mejilla contra la fría ventanilla del auto. Sentía un latido en las sienes.
– ¿Ustedes tienen una tonelada métrica?
– Uno coma seis.
– Ah, eso cambia todo. ¿Qué harán con ella?
La voz del general Smith cortó el aire como un sable oxidado:
– Voy a matar hasta el último hombre, mujer, niño y perro en uno de los tres campos. Los de la SS, los prisioneros, todos. Y después me encargaré de que Heinrich Himmler se entere de quién lo hizo.
Stern no estaba seguro de haber oído bien. Se tomó un minuto para tratar de asimilar la monstruosidad que creía haber entendido.
– Por Dios, ¿por qué tiene que hacer semejante cosa?
– Es un gambito, una jugada. Quizá la más arriesgada de la guerra. Con nuestro dedal de gas, convenceré a Heinrich Himmler de que tenemos grandes depósitos de gas neurotóxico y, lo que es más, estamos dispuestos a usarlo. Cuando descubra que en uno de sus preciados campos no queda un hombre vivo pero todo el equipo está intacto, tendrá que llegar a la conclusión que yo quiero. Que si los nazis detienen nuestra fuerza de invasión con gas neurotóxico, sus ciudades serán aniquiladas con la misma arma.
– ¿Cómo sabe que Hitler no replicará con sus depósitos mayores:
– No lo sé. Pero si es verdad, como pienso, que Himmler está desarrollando el proyecto de gases neurotóxicos por su cuenta, Hitler no se enterará de nuestra incursión. Himmler barrerá todo el asunto bajo la alfombra. Y aunque se enterara, no tendría pruebas que mostrar ante el mundo para justificar una represalia. Al menos, no si todo sale de acuerdo con mi plan.
– ¿Está loco? Hitler jamás justificó sus acciones ante nadie.
– Se equivoca -dijo Smith, confiado-. Hitler no vacila en masacrar a los judíos, pero trata por todos los medios de ocultar el hecho. Le importa la opinión pública. Siempre le ha importado.
Bruscamente receloso, Stern preguntó:
– General, ésta es una misión estratégica. ¿Por qué recurre a mí?
– Porque mis manos están atadas debido a ciertas desafortunadas consideraciones políticas.
– ¿Por ejemplo?
– Los yanquis se oponen -masculló Smith-. Capullos de mierda. Quieren pelear con palitos y piedras y rogar que nadie se enoje lo suficiente para correr en busca de la escopeta de su papá. La oposición yanqui me impide usar comandos británicos o norteamericanos en este operativo.
– ¿Y sus propios agentes del SOE?
– Los norteamericanos están metidos ahí también. Exigen que enviemos equipos de dos hombres, un yanqui con uno nuestro, para ir a Francia a preparar a la Resistencia para el día D. Es lamentable. No conozco un yanqui que sepa suficiente francés para pedir boeuf bourguignonne, ni que hablar de engañar a un alemán.
– O sea que recurren a lo último que encuentran. Refugiados.
– Terroristas de mierda -dijo Smith con una sonrisa maliciosa.
– ¿Tiene usted autoridad suficiente para emprender esta operación? General de brigada no es lo mismo que comandante supremo.
Duff Smith hundió la mano en el bolsillo de su saco cubierto de condecoraciones para sacar un sobre. De su interior tomó la nota de Churchill y la entregó a Stern. Éste la leyó sin parpadear.
– ¿Satisfecho? -preguntó Smith.
– Mein Gott! -susurró Stern.
– Quiero que encabece la misión. ¿Es el hombre que busco o no?
Stern asintió en la oscuridad:
– Sí.
Smith tomó un mapa de Europa y lo desplegó. Estaba cubierto de esvásticas desde Polonia hasta la costa francesa. Stern sintió que se le aceleraba el pulso ante la perspectiva de entrar en acción.
– Parece que en cinco años no hemos conseguido gran cosa, ¿no? -dijo Smith-. Vea, hay algo que puede ayudarme a resolver esta misma noche. Tal vez ya lo hizo.
– ¿Qué es?
– Elegir el blanco. Nombré tres campos. La verdad es que en mi lista sólo conservaba dos. Sachsenhausen es demasiado grande para esta clase de operación. Tiene que ser Natzweiler o Totenhausen.
Stern estudió el mapa con avidez. Sabía cuál de los dos quería atacar, pero no quería mostrarse excesivamente ansioso.
– Natzweiler es de lejos el más grande -señaló Smith-. Es casi seguro que los SS matan más judíos ahí que en otras partes.
– En un campo más grande será más fácil entrar sin ser descubierto -dijo Stern.
– Usted no se infiltrará en el campo. Ese no es el plan.
– Y bien -dijo Stern con fingida indiferencia-, ya que tiene una cantidad limitada de gas, la elección del campo más pequeño aumenta las probabilidades de éxito.
– Efectivamente -asintió Smith.
– ¿A qué distancia está Totenhausen de Rostock?
– Treinta kilómetros al este, sobre el río Recknitz.
– General -dijo Stern sin disimular su emoción-, conozco esa región. Mi padre y yo solíamos explorar los bosques alrededor de Rostock. Cuando era chico yo salía de excursión con el Wandervogel.
Smith estudió el mapa.
– Totenhausen está casi sobre la costa del Báltico. Mucho más cerca de Suecia que Natzweiler. Eso facilita la infiltración y la fuga.
– ¡General, tiene que ser Totenhausen!
– Lamentablemente, no puedo tomar la decisión esta noche. -El escocés enrolló su mapa. -Pero le diré una cosa. Instalaron el campo de Totenhausen con el único fin de producir y experimentar con el Sarin y el Soman. Desde el punto de vista político es el blanco perfecto.
Stern trató de dominar su impaciencia.