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Cuando terminé de cubrir la tumba de mi abuela, fui a darle una mano al rabino Leibovitz. Juntos terminamos de llenar la de mi abuelo en pocos minutos. El rabino dejó la pala en el suelo, se volvió hacia la tumba y rezó en voz baja. Lo acompañé en silencio, sin soltar la mía. Luego, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos dirigimos hacia la estrecha cinta de asfalto donde había estacionado mi Saab negro.

No había otros autos a la vista. El cementerio estaba a tres kilómetros largos del centro del pueblo.

– ¿Vino caminando, rabino? -pregunté.

– Un buen cristiano me recogió por el camino -respondió-. Esperaba volver con usted.

Aunque sorprendido, murmuré un "claro, con mucho gusto".

Le abrí la portezuela, luego ocupé mi lugar al volante. El motor sueco ronroneó suavemente.

– ¿A dónde lo llevo? -pregunté-. ¿Todavía vive en frente de la sinagoga?

– Sí, pero quería ir a la casa de sus abuelos. ¿Se aloja ahí mientras permanece en el pueblo?

– Sí -confesé-. Así es. -Lo miré con curiosidad. Entonces me embargó una sensación conocida. Conozco esa clase de situación. Hay gente que se siente molesta cuando debe describir síntomas graves en el consultorio del médico. -¿Hay algo que quiere decirme, rabino? -pregunté suavemente-. ¿Quiere consultar a un médico?

– No, no. Gracias a Dios, estoy bastante bien para un hombre de mi edad. Se trata de usted, Mark. Hay algo que su abuelo quería decirle… cuando llegara el momento. Pero tengo la impresión de que nunca llegó a decírselo.

– ¿A qué se refiere?

– A lo que hizo su abuelo durante la guerra, Mark. ¿Alguna vez le habló sobre eso?

Me di cuenta de que me ruborizaba.

– No. Lo único que llegó a decir alguna vez fue, "cumplí con mi deber cuando hizo falta".

– Típico de Mac.

– Tampoco le dijo nada a mi abuela -confesé para mi propia sorpresa-. Ella me lo dijo… y también que se sentía mal por eso. Era como un vacío en nuestras vidas. Un hueco pequeño, pero real. Como un agujero negro, ¿entiende?

El rabino Leibovitz asintió:

– Un gran agujero negro, Mark. Y creo que ha llegado el momento de que alguien le eche un poco de luz.

***

Quince minutos después nos encontrábamos en el escritorio de la casa de mis abuelos. Tres generaciones de médicos habían crecido en ese gran chalé de paredes de madera. Mirábamos la caja fuerte de acero a prueba de fuego donde mi abuelo siempre guardaba sus papeles.

– ¿Conoce la combinación? -preguntó el rabino.

Meneé la cabeza. Sacó la billetera del bolsillo trasero y hurgó en ella hasta encontrar lo que buscaba: una tarjeta blanca de presentación, la de mi abuelo. Leyó una serie de números escritos en el revés y me miró expectante.

– Un momento, rabino -dije, ya bastante desconcertado-. Me parece que no entiendo nada. Es decir, yo sé que usted y mi abuelo se conocían, pero no que eran amigos íntimos. Francamente, no sé qué pueda haber en esa caja fuerte que sea asunto suyo. -Hice una pausa.- Salvo que… hubiera legado algo a la sinagoga. ¿Es eso?

Leibovitz rió.

– Es tan suspicaz como su abuelo, Mark. No, el dinero no tiene nada que ver. La verdad, me parece que Mac no había guardado mucho. Quedaba el seguro de vida, unos cincuenta mil dólares. Donó casi todo su dinero.

Lo miré de reojo:

– ¿Cómo lo sabe?

– Su abuelo y yo éramos mucho más que conocidos, Mark. Éramos amigos íntimos. Estoy enterado porque donó mucho dinero a la sinagoga. Cuando usted se recibió de médico, decidió que podría valerse por sí mismo. Y también su abuela, si él moría antes que ella. La casa era suya y pasará a usted. En cuanto al dinero que me daba, yo debía usarlo para ayudar a judíos perseguidos que querían emigrar a Israel. -Leibovitz alzó las palmas encallecidas.- Todo esto tiene que ver con la guerra. Con lo que hizo Mac durante la guerra. Si abre la caja fuerte, todo será mucho más claro.

Era difícil negarse a un pedido de esa voz franca y racional.

– De acuerdo. -Sabía que me manipulaba, pero todas mis defensas estaban vencidas. -Léame la combinación otra vez.

A medida que Leibovitz leía los números, fui girando el dial de la caja fuerte hasta que oí un chasquido, y entonces abrí la pesada puerta. Lo primero que vi fue una pila de papeles. Tal como supuse, eran documentos legales: títulos de propiedad de los dos autos, la casa, una vieja hipoteca.

– ¿Hay una caja? -preguntó el rabino-. Es chata, no muy grande.

Hurgué cuidadosamente entre los papeles. Efectivamente, casi en el fondo de la pila mis dedos palparon una caja chata de madera. La saqué. Era de pino común, cuadrada, de unos quince centímetros de lado.

– Ábrala -ordenó Leibovitz.

Lo miré por sobre mi hombro, luego alcé la tapa. Un objeto de metal bruñido lanzó un destello.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– La Victoria Cross. La condecoración más codiciada del Imperio Británico. ¿Ha oído hablar de ella?

– La Victoria Cross… la condecoración que le dan a Michael Caine en Zulú.

Leibovitz meneó la cabeza con tristeza.

– La televisión -murmuró-. Sí, la otorgaron a un puñado de ingleses que rechazaron a un enorme ejército zulú en Rorke's Drift, en Sudáfrica.

La alcé tímidamente para mirarla a la luz. Era de bronce y pendía de una cinta escarlata. En el centro de la cruz había un león rampante sobre una corona. Bajo la corona estaban grabadas las palabras:

AL VALOR.

El rabino Leibovitz alzó la voz como si se dirigiera a sus feligreses:

– La lista de condecorados con la VC constituye la nómina más ilustre de la historia militar de Inglaterra, Mark. Para el público, sólo se han otorgado mil trescientas cincuenta desde que la reina Victoria la instituyó en 1856. Pero existe otra lista, mucho más reducida, que sólo conocen el monarca y el primer ministro. La llaman la Lista Secreta, y contiene los nombres de aquellos que realizaron actos incomparables de arrojo y abnegación frente al enemigo, pero de un carácter tan delicado que jamás se los puede revelar. -Tomó aliento antes de proseguir:- El nombre de su abuelo está en la lista, Mark.

Me enderecé, atónito:

– Es imposible. Jamás me habló de nada por el estilo.

El viejo rabino sonrió con paciencia:

– Era la responsabilidad que acompañaba a la condecoración. Jamás la podía usar en público. Supongo que se la otorgaba en secreto para que en lo más oscuro de la noche, pasados los años de gloria, hombres como su abuelo pudieran ratificar que sus… sacrificios no eran olvidados. Claro que no cualquier hombre es capaz de ocultar tanta gloria -añadió pensativo.

– Mi abuelo nunca fue un egocéntrico -concedí-. Pero tampoco pecaba de exceso de modestia. Nunca ocultó los honores que mereció.