Выбрать главу

– ¿Ahora qué debo hacer? ¿A dónde me llevan?

– Mi gente se ocupará de usted. -Smith se inclinó hacia adelante y abrió una ventanilla en el tabique que los separaba del conductor del Bentley. -Al edificio Norgeby -ordenó. Cerró la ventanilla y mito a Stern: -Esta misión consiste en algo más que matar gente. Tiene otros objetivos igualmente importantes. Una vez aniquilada la guarnición SS…

– Un momento -interrumpió Stern-. ¿Dijo usted que mataremos a los prisioneros?

– Sí. Lamentablemente, no hay manera de evitarlo. No podemos ponerlos sobre aviso sin comprometer el éxito de la misión. Y aunque lo hiciéramos, no podríamos sacarlos del campo, ni mucho menos de Alemania.

Stern asintió lentamente:

– ¿Todos son judíos?

– Por Dios, no me venga ahora con remilgos. ¿Hace un rato no lo escuché proponer el bombardeo sin aviso de cuatro campos de concentración?

Lo embargó una extraña sensación de duda. Es verdad que lo había propuesto. Pero eso era distinto. El bombardeo de los campos habría sido una muestra inequívoca de apoyo aliado a los judíos y un golpe mortal para el sistema de exterminio nazi. El plan del general Smith entrañaba el sacrificio de judíos, pero sin beneficio apreciable para el pueblo de éstos en su conjunto. Con todo… Si la invasión de Eisenhower quedara atascada en las playas francesas, Hitler casi seguramente tendría tiempo para completar el genocidio iniciado once años antes. Stern carraspeó.

– ¿Dice que hay otros objetivos, general?

Smith lo miraba atentamente.

– Así es. Después de anular la guarnición, penetran en la fábrica de gas. Ante todo necesitamos una muestra de Soman, el gas más nuevo y tóxico. También queremos fotografías del equipo de producción. Los agentes neurotóxicos son difíciles de producir en gran escala. Podríamos aprender mucho del estudio de las fotografías.

– No soy científico, general. Sé manejar una cámara, pero no distinguiría una fábrica de gases tóxicos de una envasadora de arenques.

– No se preocupe. Su tarea es tomar el campo. Otra persona le dará indicaciones técnicas sobre todo lo relacionado con el gas.

– ¿Quién es?

– Un norteamericano. El más importante especialista en gases tóxicos fuera de la Alemania nazi. Además, habla bien el alemán.

– ¿No dijo usted que los norteamericanos se oponen a la misión?

– Así es, pero este hombre es un civil. El candidato perfecto para el puesto.

Stern frunció el entrecejo.

– Tengo la impresión de que usted trata de convencerme de que lo acepte.

– Al contrario, es a él a quien tendremos que convencer de que acepte la misión. Es un pacifista.

– ¡Pacifista! Entonces no lo quiero.

– Pero lo aceptará -dijo Smith con dureza-. ¡Usted hará lo que yo le ordene, carajo! Y su primera tarea será ayudarme a convencerlo de que acepte la misión. Quiero un relato bien lacrimógeno sobre la suerte de los judíos, el deber moral, toda la chachara.

– ¿Quiere que lo ayude a convencer a un pacifista de que asesine prisioneros indefensos? -preguntó Stern con disgusto.

– Nadie va a decir una palabra sobre matar -recalcó Smith con una sonrisa maligna-. Esto es como una venta. La primera regla del vendedor es: conoce bien tu blanco. En este caso se puede interpretar la regla al pie de la letra.

– No entiendo nada. ¿Quién es esa persona?

El general Smith se acomodó en el asiento y cerró los ojos.

– El doctor en medicina Mark McConnell. Y le digo desde ya, Stern, que a usted le parecerá un tipo detestable.

Dos horas más tarde, en un bosque denso del norte de Alemania, un Volkswagen negro se detuvo en un claro entre los abetos. Dos figuras -un hombre y una mujer- bajaron del auto y se hundieron en el bosque. La mujer llevaba un grueso abrigo de lana sobre su delantal de enfermera y cubría su pelo rubio con un gorro de piel. El hombre llevaba una chaqueta sin botones sobre su camisa a rayas grises de prisionero.

El hombre se quedó a montar guardia en el borde del claro. Entre los árboles aparecieron dos hombres a la luz de la Luna. Uno era altísimo, casi un gigante, con una tupida barba negra. Llevaba una metralleta Sten en la mano y una cuchilla de carnicero bajo el cinturón. El joven que lo acompañaba era la mitad de robusto que su camarada y sólo sostenía una valija. Con sus largos brazos delgados y sus dedos delicados parecía un refugiado de una ópera de mendigos.

– Llegas tarde, Anna -dijo el gigante-. Ya desmontamos la antena.

– Pues tendrán que montarla otra vez -respondió-. Tuvimos suerte de poder llegar.

El gigante sonrió y dijo unas palabras en polaco. El hombre flaco abrió la valija y sacó un cable enrollado. El gigante anudó un extremo a su cinturón y trepó al abeto más próximo.

La mujer llamada Anna tomó una libreta de su bolsillo y se arrodilló junto a la valija. La fascinaba la sencillez del dispositivo. Trasmisor, receptor, batería, antena, todo en una destartalada valija de cuero. Aunque fabricado con elementos caseros por los partisanos polacos, el trasmisor funcionaba casi tan bien como el aparato alemán que empleaba en su trabajo. Palmeó el brazo del joven, que ya buscaba una frecuencia en el dial.

– ¿De veras es tarde, Miklos? -preguntó.

La miró con sus ojos hundidos y sonrió.

– Mi hermano es un bromista, Anna. Londres siempre espera. -Tomó de su bolsillo el manual de códigos, lo abrió y alzó la vista hacia las ramas oscuras:

– ¿Listo, Stan?

– ¡Venga! -dijo el gigante-. Pero que sea breve.

Miklos se frotó las manos para darles calor, luego hizo un ejercicio de música para dar elasticidad a sus dedos. La mujer rubia abrió su libreta y se la entregó.

– ¿Nada más? -preguntó Miklos al mirar la hoja que estaba casi en blanco-. ¿Tanta molestia por tan poca cosa?

Anna se encogió de hombros:

– Es lo que pidieron.

A noventa kilómetros de Londres, en el emplazamiento de una antigua guarnición romana, se alza una horrible mansión victoriana llamada Bletchley Park. Desde el principio de la guerra, el caserón se convirtió en el centro neurálgico de la guerra clandestina contra los nazis. Antenas ocultas en los árboles recibían lacónicas transmisiones desde la Europa ocupada y las dirigían a los operadores de radio, todos veteranos de la Armada, quienes a su vez entregaban las señales descifradas al sínodo de catedráticos e investigadores encargados de armar el rompecabezas y trazar un panorama de lo que sucedía en la noche que había caído sobre el continente.

Esa noche, el general Duff Smith había conducido su Bentley a velocidad temeraria para llegar a Bletchley. Hubiera podido llamar por teléfono, pero quería estar presente cuando llegara el mensaje esperado… si es que llegaba. Parado detrás de un joven marinero de Newcastle, había contemplado el receptor mudo durante horas hasta que la tensión nerviosa se volvió insoportable. Estaba a punto de darse por vencido y volver a Londres cuando se oyó la sinfonía entrecortada de puntos y rayas de la clave Morse.