McConnell se apoyó contra una ventana y contempló el patio de adoquines tres pisos más abajo. La lluvia fría formaba charcos entre las piedras y corría por las grietas abiertas a lo largo de seis siglos. Se preguntó si su hermano había salido a volar ese día. ¿La lluvia no obligaba a los B-17 a permanecer en tierra? O tal vez David surcaba el éter soleado por encima de las nubes y silbaba una tonada de moda mientras volaba hacia Alemania con su carga mortal.
Desde su último encuentro casi no pasaba un día sin que Mark recordara las palabras de su hermano. Su decisión de no participar en la carrera por un gas exterminador seguía tan firme como aquella noche, pero su voz interior volvía una y otra vez sobre el asunto. ¿Cuántos científicos habían afrontado dilemas similares durante la guerra? Sin duda lo afrontaban los del proyecto de tubos de acero de aleación, hombres que vendían su alma al diablo en el mundo tenebroso de la física nuclear. Se parecían bastante a los hombres que trabajaban en los laboratorios químicos ultrasecretos de Porton Down. Hombres buenos en una época mala. Hombres buenos que hacían concesiones o caían en trampas. ¿Qué motivo tenía para no ayudarlos?
La lluvia repiqueteaba sobre el vidrio, las gotas se deslizaban como microbios en una platina, luego se unían para caer sin dirección aparente en el caño de desagüe donde formaban un chorro con fuerza suficiente para erosionar las piedras del patio. Recordó lo que le había dicho David en la taberna sobre los muchachos norteamericanos que se reunían para la invasión. Una lluvia de jóvenes caía sobre Inglaterra; se lanzaban desde los aviones o desbordaban de las bodegas de los barcos, se aglutinaban en grupos que conformaban las células de una ola humana colosal. La ola incipiente crecía sin cesar, se inclinaba hacia el este a la espera del momento de dar el gran salto sobre el Canal. Luego del salto, como un organismo único rompería en la otra orilla y se disgregarían sus componentes, individuos jóvenes que regarían la tierra con su sangre.
Ese cataclismo, aunque cosa del futuro, era inexorable como la puesta del Sol. Los hombres que lo llevarían a cabo ya se congregaban en Inglaterra y atraían millones de vidas jóvenes. Aspiraban el aroma de la historia; al otro lado del Canal estaban nada menos que los Ejércitos de las Tinieblas, Festung Europa, la fortaleza del Anticristo, a la espera de su potente arremetida.
Pero los esperaba algo más. McConnell lo había visto y oído. En viajes a Bélgica y Francia, había cruzado los campos antes surcados por las trincheras y cubiertos de barro. Se había detenido sobre los regimientos de huesos entremezclados que descansaban inquietos en tumbas abiertas bajo la tierra. En medio del aullido del viento que barría la desolación, había oído los susurros, las voces perplejas de muchachos que no habían conocido el cuerpo de una mujer, no habían tenido hijos ni envejecido. Siete millones de voces formulaban al unísono la pregunta no contestada que contenía en sí misma su propia respuesta.
¿Por qué?
En poco tiempo esos jóvenes recibirían compañía.
– ¿Se siente bien, doctor Mac?
Mark se volvió de la ventana, sobresaltado. Sus ayudantes sostenían cuatro pequeñas ratas blancas junto a la cámara hermética de vidrio que llamaba la Burbuja.
– No es nada, Bill. Vamos de una vez.
En la Burbuja, de unos ciento cuarenta centímetros de altura, no había lugar para un hombre, pero sí para un primate pequeño. Mangueras de caucho de diversos diámetros cruzaban el piso desde las garrafas de gas hasta los acoples en la base de la Burbuja. Dentro de la cámara había varios objetos esféricos de distintos colores, aproximadamente del tamaño de una pelota de fútbol. Los asistentes abrieron las escotillas de los contenedores para introducir las ratas: una por balón. Una vez cerrados, los deslizaron en la Burbuja y cerraron la escotilla principal. McConnell estaba a punto de abrir la válvula de una garrafa cuando llamaron a la puerta del laboratorio.
– Adelante -dijo.
Entró el general de brigada Duff Smith con una sonrisa cordial. Tenía unos rollos en el vientre, señal del inexorable paso de los años, pero los músculos debajo de la grasa eran duros y elásticos. El hombre que lo siguió medía casi dos metros y tenía la tez curtida del habitante del desierto. Sus ojos oscuros se posaron en McConnell y no se apartaron.
El general contempló los aparatos.
– ¿Cómo anda, doctor? ¿Qué está maquinando? ¿Alguna forma de resucitar a los muertos?
– Me parece que todo lo contrario -contestó McConnell torvamente. Abrió la válvula y se oyó el suave siseo del gas presurizado al salir de la garrafa.
Smith miró la cámara de vidrio:
– ¿Qué tenemos hoy en la Burbuja? ¿Un mono rhesus? -Estiró el cuello. -No veo nada.
– Mire bien.
– Estoy mirando, pero sólo veo esas cuatro pelotas de fútbol.
– Así las llamamos. Dentro de cada pelota hay una rata. El material es de filtro antigás.
– ¿Para qué clase de gases?
– Cruz azul. Ácido cianhídrico. Si siente la menor irritación en las fosas nasales, contenga el aliento y corra por su vida. El gas es inodoro e inocuo para las membranas. Le agregué un poco de cloruro de cianógeno para saber si estamos a punto de morir.
– Y si sentimos el olor, ¿cuánto tiempo tenemos para escapar?
– Unos seis segundos.
El acompañante moreno del general Smith se puso tieso. Smith sonrió:
– Tiempo de sobra, ¿no le parece, Stern?
McConnell cerró la válvula:
– Creo que es suficiente. Vacíenlo.
El ayudante accionó una ruidosa bomba de succión.
– Sus amigos en Porton Down creen que los alemanes ya no usan este gas, general -dijo McConnell, alzando la voz por encima del estruendo-. Yo no coincido. Es difícil obtener una concentración letal en el campo de batalla, pero esa es justamente la clase de desafío que excita a los alemanes. El ácido cianhídrico mata en quince segundos si satura el filtro de la máscara. Es lo que llamamos la violación del filtro. El ácido cianhídrico viola fácilmente todos nuestros filtros, y creo que los alemanes lo saben. Estoy tratando de crear filtros inviolables para los botes de las series M-2 a M-5.
– ¿Y cómo le ha ido?
– Veamos. -McConnell indicó al ayudante que apagara la bomba, y a Smith y su acompañante que se retiraran al fondo del salón mientras él se colocaba una gran máscara antigás negra. Se oyó un ruido de succión al abrir la puerta de la Burbuja. Sacó uno de los balones, lo sostuvo con el brazo extendido, abrió la escotilla e introdujo dos dedos. Fascinado, el general Smith vio cómo McConnell retiraba la rata blanca, sosteniéndola por la cola rosada.
El roedor pendía inmóvil.