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– ¡Carajo! -exclamó McConnell al quitarse la máscara. Sus ayudantes retiraron otras ratas muertas de los tres balones restantes. Meneó la cabeza con rabia impotente: -Ratas muertas. Hace tres meses que no veo otra cosa.

– No veo señales de asfixia -dijo el general Smith.

McConnell tomó un bisturí de la mesa del instrumental y abrió la garganta de la rata con una incisión prolija. Luego le oprimió el cuerpo hasta expulsar una gota de sangre:

– ¿Lo ve? La sangre es de color rojo brillante, como si estuviera oxigenada. El cianuro se acopla a la molécula de hemoglobina en lugar del oxígeno. El soldado parecerá perfectamente sano mientras se muere de asfixia.

Mientras los ayudantes se ocupaban de las ratas, Smith se inclinó hacia éclass="underline"

– Quisiera hablar en privado, doctor. Podríamos ir a la posada Mitre y pedir un cuarto.

– Prefiero que hablemos aquí. -McConnell miró sobre el hombro de Smith al forastero callado y luego llamó a sus ayudantes:

– Vayan a comer. Seguiremos después.

Una vez que salieron los ayudantes, Smith se sentó a horcajadas en una silla y apoyó el brazo derecho en el respaldo. En esa posición se destacaba la ausencia del otro miembro.

– Hemos recibido noticias inquietantes de Alemania.

– Lo escucho.

– Antes me gustaría que pusiera al señor Stern al tanto de la guerra química. Es judío, nacido en Alemania. Acaba de llegar desde Palestina, aunque parezca increíble. El gas no es su especialidad.

Déle una explicación general breve con la nomenclatura alemana.

– Usted leyó el manual de clasificación.

– Pero usted es uno de los autores -dijo Smith con paciencia-. Es mejor que la información venga directamente de las fuentes.

McConnell se dirigió a Stern:

– Cuatro clases, señaladas con cruces de colores. Usted acaba de conocer los efectos del gas cruz azul. La cruz blanca indica el gas lacrimógeno. La verde incluye el cloro, el fosgeno, el difosgeno, etcétera. Son las armas químicas más antiguas, pero al mismo tiempo las más utilizadas en el campo de batalla. Provocan la muerte por edema pulmonar… es decir, los pulmones se llenan de líquido. Por último, tenemos la cruz amarilla, un invento de la Primera Guerra Mundial. -McConnell se secó la frente y prosiguió maquinalmente: -La cruz amarilla abarca los gases que queman, como el mostaza y la lewisita. Muy persistentes. Donde rozan el cuerpo, provocan quemaduras, llagas, úlceras profundas y muy dolorosas. La capacidad de recuperación del organismo queda deteriorada, por eso los efectos del cruz amarilla son sumamente prolongados.

– Gracias -dijo Smith-, pero me parece que se olvida de una clase.

– A la última todavía no se le ha asignado una cruz -aclaró McConnell. Entrecerró los ojos.

– Desde ayer se le asigna la cruz negra.

– Schwarzes Kreuz- murmuró McConnell-. Un nombre digno de un arma diabólica.

– ¡Pero, doctor! Usted es un científico. No me diga que se ha vuelto supersticioso.

– Al grano, general. Usted no vino desde Londres para conversar sobre la clasificación de los gases.

Smith sonrió con entusiasmo:

– Efectivamente, doctor. Vine para enrolarlo en cuerpo y alma como combatiente.

– ¿De qué está hablando?

– Desde hace una semana, Sarin pasó a engrosar el arsenal nazi. Y los alemanes ya están realizando experimentos humanos con un agente neurotóxico aún más mortífero llamado Soman. Según los informes, es cualitativamente más tóxico que Sarin y mucho más persistente.

– No puedo imaginar una sustancia más mortífera que el Sarin.

– Pues le aseguro que existe. Los muchachos de Porton están analizando el informe. Se lo diré de una vez: se considera que la amenaza de Soman es tan espantosa, que se me ha autorizado a enviar un grupo a Alemania para destruir la planta de producción y traer una muestra importante.

Stern clavó los ojos en el general.

– ¡A Alemania! -exclamó McConnell-. Pero… ¿por qué me lo dice a mí?

El escocés entretejió su mentira con la trama de la verdad:

– Porque quiero que usted forme parte del grupo, doctor. Es la tarea ideal para usted: una misión puramente defensiva. Es el equivalente de la medicina preventiva.

– No veo qué tiene de defensivo el sabotaje de una fábrica de gas neurotóxico. Podría lanzar una nube mortal sobre el corazón de Alemania. Se podría decir que su misión es un ataque con gas neurotóxico.

– Razón de más para que usted participe de la misión, doctor. Con sus conocimientos especializados, tal vez podamos impedir ese desastre.

– Francamente, general, si eso sucediera, ¿le parecería un desastre? Se me ocurre que no.

Smith iba a responder, pero McConnell alzó la mano.

– Esta discusión no tiene objeto -dijo-. Haré todo lo posible por desarrollar una defensa contra este gas nuevo, pero nada más. Lo siento por usted, señor Stern. El general hubiera podido ahorrarle el viaje desde Londres. Conoce mi posición.

– ¡Y me tiene harto! -saltó Smith con una vehemencia sorprendente-. Carajo, se dice pacifista y ha estado más tiempo en esta guerra que cualquier otro norteamericano.

– Me niego a repetir esta discusión -manifestó McConnell sin inmutarse-. Habrá otros científicos dispuestos a hacerlo.

– Pero no saben bien el alemán.

– ¿Usted cree que yo hablo fluidamente el alemán? -preguntó McConnell, sorprendido.

– Tres años de alemán en el secundario y otros tantos en la universidad.

– ¿Y cree que eso es suficiente para ser espía?

– Conozco hombres que con mucho menos conocimiento de idiomas que usted han estado en situaciones muchísimo más peligrosas.

– ¿Volvieron?

– Algunos, sí.

McConnell meneó la cabeza, atónito.

– Bastan diez palabras en alemán para pasar un puesto fronterizo, doctor, y usted sabe bastante más que eso. Uno jamás se gradúa de espía. Cada misión es parte del examen final. Además, Stern es alemán. Él le ayudará a mejorar la pronunciación durante la fase preparatoria.

McConnell dio un paso adelante.

– No lo haré, general. Usted no puede obligarme. Soy norteamericano, civil y objetor de conciencia.

– ¿Cree que no lo sé? ¿Quién consiguió que lo registraran como objetor? En el fondo, es bastante raro. Se dice objetor de conciencia, pero no se oculta en Estados Unidos como los cuáqueros y los mennonitas. He conocido otros pacifistas, pero ninguno como usted. No, doctor. Para mí… -Smith titubeó- para mí que tiene miedo de que lo maten.

McConnell rió, divertido:

– Claro que tengo miedo, de que me maten. Como cualquier soldado que no esté loco. Si trata de hacerme sentir vergüenza, no lo conseguirá, general. No somos chiquilines de escuela primaria en el recreo.