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– ¡Por supuesto, muchacho! Si el alemán nos ataca con Soman, tenemos que estar preparados para devolver el golpe con el doble de fuerza.

McConnell sonrió fríamente:

– ¿Por qué no riega el campo con gérmenes de ántrax? Así Alemania se volverá inhabitable por medio siglo, o tal vez un siglo entero.

– Es un riesgo que no podemos correr, y usted lo sabe. Podrían devolvernos el favor. Golpe por golpe, y el enemigo tiene la ventaja de poder tirar la primera piedra. Es la desventaja de ser una democracia.

– El hecho de no estar dispuestos a usar esa clase de armas es lo que nos diferencia de los nazis, general.

– Que suenen los violines, qué mierda -gruñó Smith.

Jonas Stern fue el primero en oír los pasos en el corredor. Tocó el brazo de Smith, quien fue a la puerta y la entreabrió. McConnell lo vio salir y oyó un murmullo de voces. Smith volvió lentamente al salón seguido por un joven capitán que llevaba la camisa oscura y los galones de la 8a región aérea. En la mano traía un sobre.

– Doctor -dijo el general suavemente-, este joven quiere hablar con usted.

Mark sintió un hormigueo en las puntas de los dedos.

– ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a David? El capitán miró al general Smith.

– No debería decir nada antes que usted abra la carta. Pero… ayer derribaron el avión de su hermano, doctor. Lo siento mucho.

El capitán le ofreció el sobre. McConnell lo tomó y rompió el lacre. En su interior había una hoja con un mensaje mecanografiado a la manera de un telegrama:

LAMENTO INFORMAR CAPITÁN DAVID MCCONNELL MUERTO EN ACCIÓN ENERO 19 STOP ACCIONES CAPITÁN MCCONNELL SIEMPRE HONRARON A ÉL MISMO LA FUERZA AÉREA Y LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA STOP RECIBA MÁS PROFUNDO PÉSAME STOP

CORONEL WILLIAM T. HARRIGILL

ESCUADRÓN BOMBARDEROS 401, BRIGADA AÉREA 94

8A GUARNICIÓN FUERZA AÉREA USA, DEENETHORPE, INGLATERRA

– ¿Doctor? -dijo Smith suavemente-. ¿Mac?

McConnell alzó la mano:

– Por favor, no diga nada, general. -Había imaginado ese momento muchas veces. Los tripulantes de los bombarderos que realizaban misiones diurnas sufrían una cantidad enorme de bajas. Sin embargo, había algo que no cuajaba. Era el momento. Dos minutos después de rechazar el ruego más enardecido del general Smith, aparece un mensajero a decirle que los alemanes mataron a su hermano. Alzó la vista del papel y la fijó en los ojos celestes del escocés.

– ¿General? -Su voz era un susurro casi inaudible. -¿Esto es obra suya?

Smith lo miró atónito:

– ¿Cómo dice, doctor?

McConnell dio un paso hacia éclass="underline"

– Es así, ¿no es cierto? Esto es cosa del SOE. Está dispuesto a todo con tal que yo acepte la misión, ¿no? Y el fin justifica los medios. Si el pacifista no quiere ir, buscaremos la manera de obligarlo. -McConnell estaba lívido. -¿No es cierto, general?

El escocés enderezó la espalda y alzó el mentón. Era el equivalente británico de una cobra preparándose para picar.

– Doctor, aunque su insinuación me ofende, la pasaré por alto. Comprendo que en circunstancias como esta la mente se aferra a cualquier recurso salvador, por endeble que sea. Pero se equivoca.

McConnell sintió que su cara se volvía encarnada. El capitán lo miraba como a un loco peligroso. Releyó el telegrama. Muerto en acción. Tan vago, carajo. Carraspeó.

– ¿Puede decirme algo más, capitán?

El joven oficial tiró del faldón de su chaqueta de salida.

– El coronel dijo que usted está autorizado para conocer ciertos secretos y que le dijera lo que sabemos. El avión de David sufrió averías catastróficas al volver de una incursión sobre Regensburg. Lo alcanzó una batería antiaérea, posiblemente también el cañón de un caza. Nadie lo vio estrellarse, pero tampoco se vieron paracaídas. McConnell sintió ardor en los ojos y la garganta.

– Usted… ¿Conoció a mi hermano, capitán?

– Sí, señor. Un piloto de primera. Siempre bromeaba con la tripulación de tierra. A veces lo hacía reír al mismo coronel. El coronel hubiera venido, pero tuvimos… estaba ocupado.

Mark parpadeó para contener las lágrimas.

– ¿Ya avisaron a nuestra madre?

– No, señor. Lo que usted tiene es el borrador del telegrama.

– ¡Diablos! Por favor, dígale al coronel que no lo envíe. Quiero decírselo yo.

– No hay problema, señor. Hay que enviarlo en algún momento, pero creo que el coronel aceptará esperar un par de días.

McConnell miró sucesivamente la cara rubicunda del general, la morena de Jonas Stern y finalmente la del capitán. El mensajero se agitó, incómodo.

– Nuevamente, mis condolencias, doctor-, dijo. Hizo una venia al general Smith y salió.

Mark se llevó la mano a la boca y trató de tragar. En su mente veía a David, no como cuatro días antes sino de niño, aprendiendo a nadar en una laguna fangosa de Georgia.

– Lo siento, general -murmuró-. Discúlpeme.

El escocés alzó la mano.

– No hay necesidad, hombre. Sé que es duro. Yo también perdí un hermano. Fue en Lofoten, en el 41. Pero por Dios, doctor, ¿qué otra razón necesita para enrolarse? ¡Los hijos de puta mataron a su hermano!

McConnell meneó la cabeza con impotencia.

– Usted no termina de entender, ¿no? No sabe por qué soy como soy.

– Claro que lo entiendo -replicó Smith, furioso-. Sé lo que le pasó a su padre. Pero, ¿qué diría él, eh? Le pido que participe de una misión humanitaria. Por Dios, doctor, los nazis experimentan los agentes neurotóxicos con seres humanos. ¿Por qué cree que Stern aceptó la misión? La mayoría de esas cobayas humanos son judíos. Mientras los alemanes masacran a su pueblo, ¡el mundo mira y no interviene!

McConnell estudió el rostro de Stern. No había tristeza ni súplica en la mirada del joven. En él sólo vio -o creyó ver- asco.

– Lo siento de veras -dijo-. Debo pedirles que se retiren. Quiero estar solo.

Para sorpresa de McConnell, el general Smith dio media vuelta y salió sin una palabra más. El joven judío no lo siguió. Hasta el momento no había abierto la boca, pero se adelantó lentamente hasta quedar a escasos centímetros de McConnell. Mark era seis o siete años mayor que el extraño, pero percibió una vehemencia en él que lo perturbó.

– Smith no lo comprende, doctor -susurró Stern-. Yo sí. Usted no es un cobarde sino un idiota. Se parece a mi padre, a millones de judíos de Europa. Cree en la razón y en la bondad esencial del hombre. Cree que si se niega a hacer el mal, algún día lo vencerá. -Su voz trasuntaba todo su desdén. -Los idiotas que creyeron en eso están muertos. Fueron entregados a los gases y las llamas por hombres que conocen la verdadera naturaleza de la humanidad. Usted sólo se diferencia de esos idiotas porque es norteamericano. -Bruscamente pasó del inglés al alemán, pero McConnell comprendió el sentido: -Todavía no ha probado un sorbo de la copa de dolor que otros han bebido hasta las heces.