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McConnell abrió la boca para responder, pero no pudo decir palabra. El peso de las palabras de Stern parecía incongruente con el rostro juvenil de quien las había pronunciado. Pero no con los ojos. Los ojos del joven judío se parecían a los de David al hablar de sus amigos muertos. Intemporales, inmutables…

– ¡Stern! -El general Smith apareció en la puerta. -Déjelo en paz.

El joven moreno asintió lentamente.

– Lamento lo de su hermano -dijo-. Pero él era sólo una gota en un océano infinito. Piénselo. -Se volvió y siguió al general por el corredor.

A solas, McConnell releyó el telegrama. Aún se sentía obnubilado. Lamento informar… muerto en acción… acciones McConnell siempre honraron… más profundo pésame… pésame.… Mark tanteó a sus espaldas hasta encontrar el borde de un escritorio. Le faltaba el aire. Se tambaleó hasta la ventana más próxima y trató de abrirla, pero estaba trabajada. Alzó el pie derecho y pateó el herraje con furia.

Furioso por el rechazo de McConnell, Smith conducía el Bentley superando de lejos el límite de lo racional, ni que hablar de la ley. El hecho de dejarse conducir a semejante velocidad y de noche por un hombre manco habría aterrado a Jonas Stern, salvo que en ese momento estaba tan furioso como el general.

– ¡Hay que conseguir otro químico! -vociferó por encima del rugido del motor.

– No es tan fácil -gruñó Smith-. No puedo usar personal militar norteamericano ni británico. Además, McConnell es el mejor para esto. Los otros son mayores de sesenta años.

Stern dio un puñetazo a la puerta.

– ¿Y qué diablos vamos a hacer? No puede permitir que nos detenga un idiota idealista.

El general Smith miró al joven sionista.

– Todavía no me doy por vencido con el buen doctor.

– ¿No? ¿Está loco? Daría lo mismo pedirle a Albert Schweitzer que cargue con un lanzagranadas.

– Creo que lo hará -insistió Smith-. Creo que hoy estuvo a punto de aceptar. El telegrama lo llevó hasta el borde.

– Usted está loco -repitió Stern con una risotada sardónica.

– Recuerde lo que le digo. -Smith tenía los ojos fijos en el camino. -Aceptará. La gente cambia la forma de pensar cuando sufre una tragedia.

Stern lo miró fijamente:

– General, esto no es cosa suya, ¿no? Quiero decir… ¿es verdad que mataron a su hermano?

Smith lo miró con verdadera consternación.

– Diablos, ¿de veras me cree tan maquiavélico? Debería conseguir más judíos mientras pueda. Son conspiradores natos.

Stern lo miró fijamente en busca de algún indicio, pero el rostro del escocés era impenetrable. No tenía sentido seguir interrogándolo. Pero al hundirse en sus propios pensamientos, no pudo dejar de preguntarse: ¿hasta dónde estaba dispuesto a llegar Smith en pos de sus objetivos? La respuesta a esa pregunta tendría gran importancia en Palestina después de la guerra.

Si es que sobrevivía hasta entonces, claro.

McConnell aún pateaba el herraje de la ventana cuando lo asaltó la primera duda. ¿Por qué le había creído al general Smith? Si todo era un engaño montado por el jefe del SOE, éste difícilmente lo reconocería.

– Es lo bastante hijo de puta como para maquinar un plan como este -dijo en voz alta.

Aunque sabía que era altamente improbable, el fuego de la esperanza arrasaba cualquier objeción racional que su mente pudiera inventar. Con manos temblorosas llamó al conmutador de la universidad para pedir la comunicación con la base aérea militar en Deenethorpe. Golpeó los pies con impaciencia mientras el operador repetía con exasperante amabilidad, estoy tratando de comunicarlo… hasta que lo consiguió.

– Quisiera hablar con alguien sobre una baja, por favor.

– Un momento, señor -dijo una joven voz masculina.

Después de varios chasquidos, apareció una voz con tonada del sur de Estados Unidos:

– Coronel Harrigill.

Harrigill. Era la firma del telegrama. ¿Y qué?, pensó McConnell. Para el general Smith sería fácil averiguar los nombres.

– Coronel -dijo, sorprendido por el temblor de su voz-, soy el doctor Mark McConnell. Llamo de la Universidad de Oxford. ¿Hubo una incursión sobre Regensburg anoche?

– Perdone, doctor, pero no puedo dar esa clase de información por teléfono.

McConnell situó rápidamente el acento de Harrigilclass="underline" era del delta del Mississippi. Al mismo tiempo lo embargó la emoción. La voz del coronel Harrigill no sólo era amable, sino que trasuntaba compasión.

– ¿Qué información puede darme, coronel?

– Bueno… ¿recibió un telegrama hoy, doctor?

McConnell cerró los ojos:

– Sí.

– Puedo confirmar que el avión de su hermano cayó en cumplimiento del deber volando sobre Francia. Los informes de otros aviones nos permiten establecer que esos tripulantes murieron en acción.

Mark no pudo responder.

– ¿Hay algo que pueda hacer por usted, hijo? Estaba a punto de enviar el telegrama a su familia en Estados Unidos.

– ¡No! Por favor, no lo haga. Sólo queda nuestra madre, que ha sufrido bastante… sólo… yo se lo comunicaré, coronel.

– Para la Fuerza Aérea no hay problema con eso, doctor. Trataré de demorar un poco el telegrama. Nuevamente, permítame expresarle mi pésame. El capitán McConnell fue un excelente oficial. Honró a su escuadra, a su patria y al sur.

Mark se estremeció al escuchar esa frase arcaica de respeto en boca de un sureño como él. Al mismo tiempo, lo conmovió. Parecía la forma más adecuada de despedir a David.

– Gracias, coronel.

– Buenas noches, doctor. Que Dios lo bendiga.

McConnell cortó la comunicación. El coronel Harrigill había destruido su última esperanza. David estaba muerto. Y pensar que el general Smith creía que su muerte acabaría con su odio hacia la guerra.

Esta vez, el dolor lo embargó sin aviso. Su hermano había muerto. Su padre había muerto. Él era el único hombre de la familia McConnell que quedaba con vida. Por primera vez desde que estaba en Inglaterra sintió el impulso irresistible de volver a casa. A Georgia. Con su madre. Con su esposa. Al pensar en su madre sintió una ola de calor en la cabeza. ¿Cómo se lo diría? ¿Qué podía decir?

AI dar un último puntapié al herraje, las ventanas con sus marcos de hierro se abrieron violentamente y sintió una ráfaga de viento helado en la cara. Poco a poco se le abrió la garganta y empezó a respirar mejor. Contempló un paisaje nevado que había cambiado poco en los últimos cuatro siglos. La Universidad de Oxford. Una isla serena en medio de un mundo demencial. Qué broma patética. El telegrama cayó de su mano, rozó el bastidor de la ventana y revoloteó hasta caer sobre los adoquines tres pisos más abajo.