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El primer ruido que escapó de su garganta fue un grito desgarrador que nació en lo más profundo de su alma. En torno del patio se abrieron varias ventanas y asomaron pálidos rostros curiosos. En algún lugar, un tocadiscos dejaba oír la voz de Bing Crosby cantando, I'll Be Seeing You. Cuando la segunda estrofa flotaba sobre el patio, las lágrimas se congelaban en las mejillas de McConnell.

Estaba solo.

10

– Se detuvo su grabador -dijo el rabino Leibovitz.

– ¿Cómo?

El largo dedo del viejo señaló el grabador de microcassete Sony sobre el extremo de la mesa, junto a su silla. Parpadeé dos veces, incapaz de apartar de mi mente la imagen de mi abuelo en esa ventana en Oxford ni los pensamientos sobre mi tío abuelo, a quien no conocí.

– Necesita otro cassete -señaló Leibovitz-. Y yo necesito otra copa de coñac. Por favor, alcánceme la botella.

Lo hice. El rabino me miró mientras vertía cuidadosamente el líquido ambarino en su copa.

– ¿Y bien? ¿Qué le parece, doctor?

– No sé qué pensar.

– ¿Pero refleja fielmente la personalidad de su abuelo, o no?

Lo pensé mientras insertaba un cassete virgen en el Sony.

– Creo que sí -dije por fin-. No creo que abandonara sus principios sólo por venganza.

– ¿Está seguro, Mark?

Estudié la cara demacrada del rabino.

– Parece que no lo sabré hasta que usted me cuente, ¿no? La verdad, es una historia fascinante. Pero tantos detalles… ¿Cómo se enteró?

Leibovitz sonrió fugazmente.

– Largas veladas con Mac en mi oficina. Cartas de otras personas interesadas. Una vez que me enteré, la historia me fascinó durante un cierto tiempo.

– ¿Y la chica? -pregunté-. ¿La mujer de la fotografía? ¿Cuál es su papel en esta historia? ¿Es la que le envió el mensaje cifrado al general Smith? Y ya que lo menciono, ¿qué diablos quería decir?

El rabino Leibovitz sorbió el coñac.

– Paciencia. Ya llegaré a ella. Usted quiere que le sintetice todo en una hora, como una serie de televisión. -El viejo inclinó la cabeza para escuchar el canto incesante de los grillos en la húmeda oscuridad exterior. -Tenemos que cambiar de escenario. Como usted sabe, estas cosas no sucedían en el vacío. Otras personas perseguían sus propios fines, sin tener idea de lo que hacía el general Smith en Londres. Personas malignas. Monstruos, diría yo, si no le molesta el término.

Los ojos del viejo rabino saltaban de un lugar a otro en el estudio de mi abuelo. Tuve la impresión de que no le gustaba recordar esa parte de la historia.

– ¿Hacia dónde cambia la escena? -dije para animarlo.

– ¿Cómo? -preguntó, fijando sus ojos en los míos.

– ¿A dónde? Se refiere a Alemania, ¿no?

Leibovitz se enderezó en la silla.

– Sí -contestó con voz ronca, pero resuelta-. La Alemania nazi.

11

Hacía cuarenta minutos que los prisioneros del campo de Totenhausen estaban formados sobre la nieve dura mientras soplaba un glacial viento polar. Vestidos solamente con zuecos de madera y ropa de arpillera a rayas grises, formaban en cuadro de a siete en fondo por cuarenta de largo. Eran casi trescientas almas: viejos demacrados, madres y padres en la flor de la edad, jóvenes vigorosos, niños. Un bebé aquejado de cólicos lloraba sin cesar.

El Appell había sorprendido a todos. Las dos formaciones habituales para pasar lista -la de las siete y las diecinueve- ya habían pasado. Los prisioneros veteranos sabían que el cambio en la rutina no auguraba nada bueno. En el campo, todos los cambios eran para mal. A los cinco minutos de estar formados en la Appellplatz oyeron a los prisioneros polacos susurrar la temida palabra seleckja: selección. Por alguna razón, los polacos siempre se enteraban antes que nadie.

Los prisioneros más nuevos eran judíos. El día anterior los habían sacado a los bastonazos de un vagón de ferrocarril sin calefacción que los transportaba desde el campo de concentración de Auschwitz, donde los habían seleccionado de las hileras que bajaban de los trenes provenientes de rincones apartados de Europa occidental, principalmente de Francia y Holanda. Eran los últimos de los afortunados que habían escapado a las primeras deportaciones.

Su suerte se había acabado.

Uno de los judíos en primera fila no era un recién venido. Había pasado tanto tiempo en Totenhausen que los SS no lo llamaban por su nombre ni por su número sino por su oficio: Schuhmacher. Zapatero. Hombre delgado y fuerte de unos cincuenta y cinco años, de nariz aguileña y pelo gris, el zapatero no temblaba como los demás ni trataba de susurrar a quienes lo flanqueaban. Inmóvil, trataba de quemar la menor cantidad de calorías mientras observaba la escena.

El sargento mayor SS Gunther Sturm se pavoneaba frente a la formación de harapientos; por una vez estaba bien afeitado, y tenía el pelo rubio bien peinado sobre su cráneo puntiagudo. El zapatero vio que los chillidos del bebé provocaban un fastidio enorme al sargento. Estudiaba a Gunther Sturm desde hacía dos años y conocía los pensamientos que se agitaban detrás de los impasibles ojos grises: "¿Cómo logró la puta esa pasar la selección con el mocoso? Seguro que lo escondió bajo su falda. Los SS de Auschwitz se pasan la vida borrachos y los Kommandos de prisioneros son haraganes. ¿Cómo mierda van a ganar la guerra si se dejan engañar por una judía astuta?" La furia creciente de Sturm era de gran interés para el zapatero. En cualquier otra noche, el sargento habría estrangulado al bebé sin pensarlo dos veces. Esa vez, no. Para el zapatero, era un hecho significativo.

Esa noche era especial.

Estudió el impresionante despliegue de fuerza montado para asegurar que las actividades de la noche -cualesquiera que fuesen- se desarrollaran en orden. Ochenta rígidos milicianos de las SS Totenkopf-verbande, los Batallones de la Calavera, formaban en posición de firmes con sus uniformes pardos, los fusiles preparados por si algún estúpido recién venido trataba de ganar la alambrada. Tenían el respaldo de los dilectos pastores alemanes de Sturm -canes cruzados con lobos para acentuar sus instintos carniceros- y de las ametralladoras emplazadas en las dos torres que flanqueaban la entrada principal del campo.

Un portazo anticipó el arribo del superior inmediato de Sturm, el comandante Wolfgang Schörner. El jefe de seguridad de Totenhausen cruzó el patio con paso marcial y se detuvo a dos metros del zapatero. A diferencia de los guardias de la Calavera, vestía el uniforme gris de la Waffen SS. Llevaba un parche negro sobre la cuenca del ojo izquierdo: un recuerdo de su participación en la cruenta retirada desde Kursk -el punto de inflexión de la guerra en Rusia-y una Cruz de Hierro en el cuello.