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Aunque tenía apenas treinta años, Schörner conocía por instinto la dinámica de la intimidación. Durante el Appell los prisioneros debían permanecer inmóviles, pero la masa humana había retrocedido levemente ante su llegada. El ojo sano del comandante Corner recorrió la primera fila de un extremo a otro en busca de algo o de alguien que para los prisioneros sólo podía ser materia de conjetura. Pocos tenían valor para soportar su mirada penetrante.

Uno de ellos era el zapatero.

Otro era una joven de unos veinticinco años, una judía holandesa llamada Jansen. A diferencia del zapatero, estaba acompañada por toda su familia: esposo, dos hijos, suegro. El zapatero los había visto llegar en el tren de la víspera. Le habían rapado la cabeza, pero sus grandes ojos castaños revelaban una lucidez largamente ausente de los de otras mujeres. Su coraje al devolverle la mirada a Schörner era admirable, pero era un gesto inútil. No tenía idea de la suerte que aguardaba a su familia.

El zapatero sí lo sabía. No necesitaba escuchar el murmullo de los polacos. Durante la tarde había visto que los SS daban grandes rodeos para no atravesar la zona de los depósitos de gas detrás de su cuadra. Por consiguiente, esa noche habría una selección. Y las selecciones eran de competencia exclusiva del Herr Doktor.

– Perdone, señor -susurró la joven holandesa en idish-, me llamo Rachel Jansen. ¿Cuánto tiempo más nos tendrán aquí con este frío?

– Cállese -aconsejó el zapatero sin mirarla-. Y haga callar a sus hijos, por el bien de ellos.

– ¡Silencio! -rugió el sargento Sturm, y los pastores alemanes empezaron a ladrar.

El zapatero alzó la vista al oír otro portazo. El teniente general SS Herr Doktor Klaus Brandt, comandante del campo de Totenhausen, apareció en la puerta trasera de su vivienda enfundado en su elegante uniforme gris claro de parada impecablemente planchado. Con paso lento y deliberado se dirigió a la Appellplatz donde lo aguardaban sus prisioneros. El zapatero lo miraba fascinado. Klaus Brandt tenía exactamente la misma edad que él -cincuenta y cinco años- y además, que se supiera, era el único comandante de un campo de concentración que al mismo tiempo ejercía como médico. Lo habían intentado en otro campo, pero el médico elegido resultó ser un pésimo administrador. Todo lo contrario de Brandt. Ese prusiano semicalvo y regordete era un perfeccionista obsesivo. Algunos lo consideraban un genio.

El zapatero sabía que era un demente.

También el hecho de que vistiera el uniforme de las SS indicaba que la ocasión era especial. Klaus Brandt se consideraba un médico antes que un soldado, y generalmente vestía un guardapolvo blanco de laboratorio sobre un traje civil. Exigía que sus subordinados lo llamaran Herr Doktor en lugar de Herr Kommandant. Desde luego, tal vez vestía el uniforme simplemente porque era más abrigado.

Hacía tiempo que no soplaba un viento tan frío. Esa tarde el zapatero había visto a los SS encender fogatas debajo de los vehículos para impedir que el aceite se congelara en el cárter.

Cuando Brandt se encontraba a diez pasos de la formación, el sargento Sturm chocó los talones y gritó:

– ¡Prisioneros formados, Herr Doktor!

Brandt asintió brevemente. Miró su reloj y dijo unas palabras al comandante Schörner. Éste miró el suyo y se volvió hacia el portón del campo, a cuarenta metros. Uno de los centinelas meneó la cabeza. Schörner miró a Brandt y alzó las cejas.

– Empecemos, Sturmbannführer -dijo Brandt.

El comandante Schörner hizo un breve gesto con la cabeza al sargento Sturm. Éste fue al extremo de la formación y empezó a sacar hombres. El zapatero vio que la selección era distinta de todas las que había conocido. En general, el criterio de selección era evidente: por ejemplo, elegían hombres de determinada talla, o mujeres que tenían su período menstrual. El zapatero jamás había visto que se llevaran a más de diez adultos de una sola vez, por una razón sencilla: la cámara de pruebas de Brandt no admitía un número mayor.

Además, por lo general, Brandt seguía al sargento, aprobaba su elección y en alguno que otro caso otorgaba su absolución. El Señor de la Vida y la Muerte en Totenhausen disfrutaba de ejercer su derecho divino. Pero en esa ocasión, Sturm sacaba a los hombres casi sin mirarlos. Trece hombres ya formaban en otro grupo bajo una guardia especial. El zapatero se estremeció al ver que eran judíos. ¿Había llegado por fin su hora?

Sus manos temblaban. Ninguno de ellos parecía mayor de cincuenta años, pero, ¿quién sabía? La Jansen se inclinó para ver qué sucedía. Un soldado SS la obligó a retroceder de un empellón. Cinco milicianos convergieron sobre un prisionero que resistía los empujones de Sturm. Se alzó un alarido histérico de la formación, y los entrenadores de los perros tuvieron que sujetar con fuerza a sus pastores alemanes.

El zapatero empezó a rezar. No había nada que hacer. Años antes había cometido el error de no huir de Alemania con su esposa y su hijo. Por lo menos ellos, pensó -imploró- estaban a salvo en la Tierra Prometida. En Palestina. Era más afortunado que la familia Jansen a su derecha. Esa noche el viejo abuelo perdería a su hijo, la joven esposa a su marido, los niños a su padre. Vio el pánico en los ojos de la mujer al buscar algún medio para salvar a su esposo. Nada. Estaban en la Alemania nazi y el sargento Sturm ya se acercaba.

– ¡Tú! -rugió Sturm señalando con el dedo-. ¡Fuera de la formación!

Mirando de reojo, el zapatero vio que el joven padre holandés se volvía hacia su esposa. En sus ojos no había miedo, sólo una sensación de culpa atroz porque dejaría a su familia sin protección, por escasa que fuese. Los niños, un varoncito y una nena, aferraron la falda de su madre y lo miraron, mudos de terror.

– Austreten! -vociferó Sturm, y extendió el brazo para tomar al holandés.

El joven alzó una mano y acarició la mejilla de su esposa con ternura.

– Ik heb er geen woorden meer voor, Rachel -dijo-. Cuida a Jan y Hannah.

El zapatero era alemán, pero entendía algo de holandés: No me quedan palabras, Rachel.

Cuando la mano de Sturm aferraba la manga del joven holandés, un hombre canoso salió de la formación y se arrojó a los pies del sargento. El zapatero miró al otro extremo: a cuarenta metros de ahí, el comandante Schörner conversaba con el doctor Brandt. Ninguno de los dos advirtió lo sucedido.

– ¡Perdone a mi hijo! -imploró el viejo en un susurro-. ¡Perdone a mi hijo! Benjamín Jansen le suplica de rodillas que tenga piedad.

El sargento Sturm alzó la mano para detener a un miliciano que se acercaba con su perro y sacó su pistola, una Luger bien aceitada.

– Vuelve a la formación -gruñó-. Si no, tú ocuparás su lugar.