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"Era cierto", pensó el zapatero. "Heinrich Himmler ha venido a inspeccionar su obra."

12

Los soldados del sargento Sturm empujaron a los condenados a culatazos y bastonazos hacia el fondo del campo, mientras los demás prisioneros permanecían parados sobre la nieve. Rachel Jansen, arrodillada, abrazaba a sus hijos. Su suegro aún no recuperaba el sentido. Los ojos del zapatero recorrieron las diezmadas filas judías en busca de los escasos amigos que seguían con vida. Sólo quedaban cabezas canosas.

– ¡Los prisioneros volver a las cuadras!

El zapatero salió sigilosamente de la formación, mientras los prisioneros aturdidos se dividían en grupos para volver a las seis barracas donde se alojaban. Sabía que debía ir con ellos, pero algo lo detenía. Las emociones que lo embargaban eran tan fuertes que dudaba en enfrentarlas. Durante un año había evitado el fondo del campo. Tenía buenos motivos. Detrás del hospital había una cámara hermética semisubterránea llamada la Cámara Experimental; la población del campo la llamaba la "Cámara E"… en las escasas ocasiones en que la mencionaban.

Una sola vez el zapatero había visto las "tareas especiales" que se realizaban en la Cámara E; mejor dicho, había participado en ellas. En aquel momento estaba enfundado en un grueso traje de caucho y llevaba una máscara antigás sellada, conectada a una garrafa de oxígeno. El otro hombre en la cámara, un prisionero de guerra ruso encadenado a la pared, designado por Klaus Brandt sujeto de "control", estaba totalmente desnudo. Después de ver lo que le sucedía al ruso cuando el gas invisible penetraba en la cámara, el zapatero llegó al borde del suicidio. Y esa noche Heinrich Himmler había venido a presenciar un espectáculo similar.

Sin pensarlo más, el zapatero se apartó del resto de los sobrevivientes y se encaminó resueltamente hacia el fondo del campo. Corría un riesgo muy grande, pero para cualquier otro prisionero habría sido mayor. Su destreza con el cuero era objeto de admiración en Totenhausen y todos los SS lo conocían de vista. A todos les había remendado alguna prenda de cuero. Una bota aquí, una correa allá. Un par de chinelas para una querida. Esa destreza era la garantía de su supervivencia. Si alguien lo detenía, diría que lo habían llamado del hospital para remendar un par de zapatos.

A pesar de los reflectores, llegó hasta la sombra del hospital, avanzó y se asomó por la esquina del edificio de tres pisos. El camión de transporte, estacionado en la entrada del callejón, le impedía ver la escena. Oculto entre el camión y el muro del hospital, avanzó hasta donde pudo ver.

El sargento Sturm había detenido a los prisioneros en medio del callejón. En el otro extremo estaban los automóviles de campaña grises de la columna con los motores en marcha. Dos docenas de soldados SS del Leibstandarte Adolf Hitler rodeaban los autos. Se abrieron varias portezuelas al unísono. Hombres de uniforme gris claro salieron a la noche glacial. Los ojos del zapatero se posaron en un hombre de talla menuda que se quitaba unos quevedos. Los cristales debieron de empañarse cuando salió del auto climatizado, porque los entregó a un edecán que los frotó con un pañuelo y se los devolvió. Cuando el hombre volvió a colocárselos, las manos del zapatero empezaron a temblar. Se encontraba a menos de cuarenta metros del Reichsführer SS Heinrich Himmler.

Himmler escuchó con paciencia mientras el doctor Brandt explicaba un detalle complejo de la experiencia que estaba a punto de presenciar. Cuando se dirigieron hacia la Cámara E, el zapatero vio a una treintena de técnicos y químicos de la planta de gases tóxicos de Totenhausen. Con sus delantales blancos de laboratorio, eran casi invisibles en el paisaje nevado. Himmler inclinó la cabeza amablemente al pasar. Brandt señaló la Cámara E, se volvió para decir algo y advirtió que el Reichsführer no lo acompañaba.

Himmler se había detenido a conversar con una de las seis enfermeras civiles de Totenhausen. Cuatro eran veteranas, pero dos -Greta Müller y Anna Kaas- eran rubias, solteras y veinteañeras. El zapatero las había confundido con los técnicos de laboratorio. Himmler parecía encantado de ver a Fráulein Kaas, y con razón: era cincuentón, regordete y de mentón débil; en cambio, ella parecía salida de uno de los carteles de Goebbels que exaltaban el ideal femenino ario. Brandt aguardaba impaciente; las enfermeras no debían cumplir otro papel que el de formar parte de la escenografía. Por fin, Himmler hizo una breve reverencia y se volvió hacia Brandt, quien lo condujo rápidamente a la escalinata de la puerta trasera del hospital. Desde allí se veía la entrada de la Cámara E, al otro lado del callejón.

Dos reflectores del campo apuntaban directamente a la entrada hundida de la cámara. Los guardias de Himmler estiraban el cuello con curiosidad. Varios se sobresaltaron al oír un estallido sordo, y los SS de Totenhausen se taparon la boca para disimular sus risitas. Sabían que sólo era un cadáver que reventaba al acomodarse en la zanja poco profunda más allá de la alambrada que servía de fosa común.

Los condenados se apiñaban como un rebaño de antílopes al olfatear la proximidad de los carnívoros. El zapatero veía claramente al joven abogado holandés que aceptaba su destino con estoicismo ejemplar. El sargento Sturm vociferó la orden de desnudarse. Unos cuantos culatazos bien aplicados sirvieron para apurar a los remisos. El zapatero se llevó una mano a la boca: ¿qué podía ser más patético que un grupo de hombres adultos obligados a desnudarse? En el frío glacial, sus genitales se encogieron prácticamente hasta desaparecer. Uno de los hombres de Himmler comentó entre risotadas la falta de virilidad de los judíos circuncisos. El zapatero debió reconocer que, desde su punto de vista, sólo la falta de senos identificaba a los prisioneros como varones.

Apilados la ropa y los zapatones de madera en el suelo, los hombres fueron arreados por los SS hacia los cuatro escalones de hormigón que bajaban a la entrada de la cámara semienterrada. La puerta de acero ostentaba en el centro un volante grande, como la escotilla hermética de un submarino. El zapatero se estremeció al oír el fjft neumático de la puerta al abrirse. En ese callejón el horror era un hecho cotidiano, pero eso superaba cualquier experiencia anterior. La Cámara E estaba diseñada para alojar a diez hombres de pie. Esa noche obligaban a una treintena a entrar en la cámara de acero. Era de imaginar la escena de pesadilla que se desarrollaba a medida que se apiñaban los hombres desnudos, empujados por los milicianos de Sturm.

Después del ingreso del último prisionero cerraron la puerta y giraron el volante. El comandante Schörner hizo una señal al hombre de la esquina de la Cámara E. Éste, que vestía una camisa rayada de prisionero, accionó un interruptor que encendió luces en los ojos de buey de vidrio blindado instalados en los muros.

El estómago del zapatero se llenó de ácido. El hombre que había encendido las luces era Ariel Weitz, un judío. Antes de la guerra el diminuto homosexual hamburgués era enfermero en Totenhausen, con lisonjas y mañas obtuvo el puesto de ayudante de Brandt. Con sus actitudes se ganaba el odio de todos. Si no hubiera sido por el miedo a las represalias, lo habrían degollado tiempo atrás. Ahora rondaba por la esquina de la Cámara E a la espera de órdenes.