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El zapatero sintió que le temblaban las manos. Sólo un monstruo podía profanar los cadáveres de sus hermanos para enriquecer a los exterminadores. Con ojos asesinos contempló a Weitz, que sujetaba otra corona dental de oro con sus pinzas. Bruscamente consciente de que alguien lo espiaba, Ariel Weitz alzó la vista… derecho a la ventana desde la cual lo miraba el zapatero.

Alelado, éste sostuvo unos segundos la mirada aterrada de Weitz, contempló los abismos de sus ojos. Luego cruzó el callejón a la carrera y se fue caminando pegado al muro del hospital.

A pesar suyo aflojó el paso al acercarse a las duchas de los internos. Sabía que al correr podía atraer el fuego de los centinelas en las torres de guardia. Al cruzar la Appellplatz, recordó los diamantes del viejo holandés. ¿Valía la pena correr semejante riesgo? Durante la guerra, las piedras preciosas poseían escaso valor, al menos en los campos. Un prendedor apreciado se podía canjear por cuatro papas en el mercado negro. Pero los tiempos cambiaban. A medida que la ofensiva del Ejército Rojo cobraba impulso, los SS empezaban a demostrar interés por objetos que les permitieran pagar la fuga hacia occidente en caso de una victoria rusa.

Pasó rápidamente cinco veces por la nieve pisoteada del lugar que ocupaba junto con los Jansen durante la selección. Estaba casi convencido de que Sturm había vuelto a buscar las piedras en desafío a la orden del comandante Schörner, cuando vio un destello en el suelo a su derecha. Se inclinó, recogió un puñado de nieve y se encaminó rápidamente a las cuadras de los prisioneros. Una vez que se derritió la nieve pudo contar cuatro diamantes en la palma de su mano. Guardó las piedras en el bolsillo, trepó sigilosamente el alambrado y se dejó caer al otro lado.

– Bitte! Por favor no dispare.

Aturdido, el zapatero se llevó una mano al pecho. Luego se serenó al reconocer a Rachel Jansen, la esposa del abogado holandés. Se ocultaba en la sombra de la cuadra de las mujeres cristianas. Sus niños se aferraban a su falda.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó, furioso.

La holandesa titubeó demasiado tiempo antes de responder.

– Llevé a los niños al baño. No pueden controlarse.

– ¡No mientas! Saliste a buscar los diamantes, ¿no? -Su mirada le dio la razón. Rachel Jansen era una mujer valiente, o bien una idiota. -Los SS ya vinieron a buscarlos -dijo no sin ternura-. Debes volver.

Asintió, y titubeó un instante.

– ¿Sabe qué le sucedió a mi esposo? Quiero la verdad.

Bruscamente embargado por una emoción desconocida, a pesar suyo tomó el rostro suave de la mujer entre sus manos y le habló en un susurro para que los niños no pudieran oírlo:

– Debes ser fuerte, Rachel. Tu esposo era un buen hombre. Ha muerto junto con todos los otros.

Esperaba una reacción histérica, pero Rachel Jansen se estremeció, parpadeó un par de veces y se apartó de él. Se cubrió los ojos con una mano.

– Dios nos proteja -susurró-. Ya no tenemos a nadie.

El zapatero alzó a un niño en cada brazo y se dirigió hacia la cuadra de las mujeres judías seguido por Rachel. Dejó a los niños ante la puerta.

– Gracias -dijo la mujer-. ¿Usted es de Schoenmaker, ¿no? Llegué hace muy poco, pero… se habla de usted. Algunos dicen cosas… malas.

El zapatero se encogió de hombros. Pensaba en Ariel Weitz.

– Dicen que colabora con los alemanes.

Echó una mirada ansiosa a la cuadra de hombres judíos. No tenía tiempo para contestar, pero había algo en esa mujer que lo atraía. Tal vez eran sus hijos, o el esposo que había perdido, acaso porque había recibido la noticia de su muerte con una entereza fuera de lo común. Hundió la mano en el bolsillo y aferró los diamantes. Iba a sacar uno de ellos, pero finalmente tomó dos. Los colocó en su mano.

– Es todo lo que pude encontrar -dijo-. Cuídalos mucho.

Sin darle tiempo para responder, se volvió y corrió hacia la cuadra de los judíos.

Al pasar la desteñida estrella amarilla pintada en el dintel, lo asaltó el hedor mohoso del sudor, la podredumbre y la naftalina, el olor de su hogar. Se tendió en el camastro duro, sorprendido porque por primera vez en muchos meses no tenía que compartir la manta. Esa noche no había escasez de camas. Ninguno de los once sobrevivientes de la cuadra le preguntó dónde había estado.

Quería dormir, pero no podía olvidar la cara de Ariel Weitz. En medio de la oscuridad se le aparecía la imagen del judío traidor, el golem, sorprendido en su espeluznante tarea. Estupefacto, el zapatero había huido, no por miedo a que lo atraparan sino debido a las lágrimas. Al alzar la vista, la rata tenía la cara bañada en lágrimas. Eso lo había estremecido hasta lo más íntimo de su ser. Porque si Ariel Weitz aún poseía un resto oculto de compasión, algún vestigio de su identidad en el mundo de la luz, ¿por qué no podía sucederle lo mismo a él?

Su mente retrocedió en el tiempo a la vida antes de Hitler. El hedor penetrante de la cuadra fue desplazado por los tibios colores y aromas de su hogar. Su esposa inclinada sobre el horno donde se cocía el buen pan ácimo. Y en el fondo de la vivienda, su taller. Allí donde su hijo de catorce años, casi tan alto como el padre, aprendía a trabajar el cuero. Y alcanzaba rápidamente la edad viril. Oyó la voz de su esposa: "¡Avram! Avram, ¿estás ahí? ¡Ven! ¡Hay hombres marchando por la calle! ¡Camisas Pardas!"

El zapatero se abrazó y se estremeció en su camastro. Esa manifestación nazi había significado el principio del fin, el fin del tiempo en que poseía un nombre propio. Poco después de la fuga de su esposa e hijo, los matones de Hitler empezaron a encerrar a los veteranos de guerra judíos junto con los demás, tal como su hijo lo había pronosticado. Detuvieron a Avram y lo enviaron en un camión con otros judíos de Rostock a un campo remoto. Allí se había convertido en el preso número 6065, últimamente un número prestigioso en el universo infernal de los campos. El número bajo señalaba al poseedor de destrezas para la supervivencia o de buena suerte, bienes altamente apreciados.

Mataron a todos sus camaradas, pero a él lo trasladaron al norte para trabajar en la construcción de otro campo en la tierra de los números: Totenhausen, a menos de cincuenta kilómetros de Rostock, su ciudad natal. Allí-aquí- se talló su nicho particular en las tinieblas, donde uno se desplazaba con pies de plomo, cuidando en cada paso de evitar el encuentro con el señor de los campos, que era la Muerte. Si la supervivencia equivalía a la buena suerte, hasta el presente era un hombre afortunado. Algunos decían que los únicos afortunados eran los muertos. A veces él también lo creía. Pero esa noche, en un lapso inefable entre las lágrimas que bañaban la cara de rata de Weitz y la entrega de los diamantes a Rachel Jansen, el zapatero había vuelto a ser Avram Stern. Y estaba aterrado.

Porque nuevamente tenía algo que perder.