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Rachel se estremeció al recordar.

– Los SS son unos bestias, pero recuerda muy bien lo que voy a decir. -Miró a Benjamin Jansen. -Tú también, viejo. ¡El peor enemigo de un prisionero es otro prisionero!

La jefa de la cuadra miró a Rachel para ver si era capaz de comprender la tosca sabiduría de sus palabras.

– Viví tres años en Auschwitz -dijo-. No me tatuaron un número. ¿Sabes qué significa? Que no existo. Ayudé a construir esa porquería. Era una buena kapo. Conocí a muchos holandeses. Morían rápidamente, sobre todo las mujeres. No soportaban el cambio. Dejaban de bañarse y de comer. Espero que no seas como ellas, holandesita. En Auschwitz, las holandesas se convertían en musselmen en menos de dos semanas.

– ¿Qué es un musselmen?

– Una bolsa de huesos, princesa. Una bolsa de huesos a la que no le importa si le dan de comer o no. Un cadáver ambulante.

– ¡Pero no he visto nada de eso aquí!

– Claro, porque aquí es distinto. No te trajeron para hacerte trabajar sino para trabajarte.

– No termino de entender.

FrauHagan miró a los niños:

– No te preocupes, ya te enterarás. -La polaca se llevó las manos a la cintura.

– ¿Entiendes todo lo que te he dicho?

Rachel asintió, temblorosa.

– Rancho dentro de dos horas. Cuida los zapatos, la cuchara y la taza con tu vida. Guarda las cosas de tus chicos. Come el pan apenas te lo dan. Tu panza es el único lugar donde estará a salvo de los ladrones. -Tomó a Ben Jansen del cuello de la camisa:

– ¡Fuera de aquí.

Atónita, Rachel vio cómo la jefa de cuadra arrastraba al viejo a la puerta y lo echaba de un empujón a la nieve. Corrió a la puerta. Su suegro ya arrastraba los pies hacia la cuadra de hombres judíos. Oyó pasos a su espalda. Al volverse, vio a Frau Hagan repartir unas salchichas del paquete llevado por la enfermera Kaas. La polaca vio sus ojos hambrientos pero no le dio una salchicha.

Rachel apartó la vista. Estaba segura de que un diamante compraría unas salchichas para Hannah y Jan. Pero los niños no estaban famélicos. Tendría que usar las piedras con gran cuidado. Con suerte, durarían hasta el fin de la guerra. Se preguntó qué diría el zapatero si supiera que al sorprenderla en las sombras junto al alambrado ella no iba a la Appellplatz sino que volvía de allá. Había corrido un riesgo terrible al abandonar a Jan y Hannah, pero no lo lamentaba: había encontrado tres diamantes y el zapatero le había dado otros dos. Evidentemente, dentro del campo o fuera de él, la vida se regía por los mismos principios: los de la economía.

No diría una palabra a su suegro sobre los diamantes. La noche anterior había demostrado que no sabía juzgar el momento oportuno para usar su tesoro. Claro que que había actuado por desesperación, pero Rachel estaba segura de que los diamantes no habrían salvado a Marcus de la selección. El soborno no podía ser una transacción pública. La supervivencia requería aliados, a los que se debía elegir con gran cuidado. Gente como el zapatero o incluso como Frau Hagan. Ya vería la jefa de cuadra lo que estaba dispuesta a hacer una holandesa para sobrevivir.

Al cruzar la cuadra para unirse a sus hijos, Rachel mantuvo tensos los músculos genitales. Tal vez no fuera necesario, pero le faltaba experiencia. Caminaría así hasta cerciorarse de que los diamantes estaban tan seguros como en la caja fuerte de un Banco. Todavía no sabía cómo usarlos, pero los tendría cuando llegara el momento de hacerlo.

14

Tendido sobre una colchoneta raída, Jonas Stern miraba fijamente el techo de la celda. Habían pasado cinco días desde el viaje con el general Smith a Oxford para hablar con el médico norteamericano; de éstos, llevaba cuatro en una celda. ¿Dónde diablos estaba Smith? Después que McConnell rechazó su pedido, el general llevó a Stern a una pensión en Londres administrada por "unos buenos amigos míos". Stern no tardó en descubrir que los "buenos amigos" de Smith eran agentes de policía en sus días francos. En Palestina se había acostumbrado a evadir a la policía británica, y los agentes londinenses no eran vigilantes más hábiles que sus primos del Medio Oriente.

Pasó el primer día en varias tabernas de Londres donde se topó con unos cuantos soldados norteamericanos. Ahora que las tropas aliadas se reunían para la invasión, estaban por todas partes. Decidió que eran un objeto digno de la furia que le provocaba McConnell. Salió bastante bien librado de la primera riña, en Shoreditch. Entonces se encontró con un pelotón de marines en la entrada del bar del Strand Palace Hotel. Los infantes estaban bastante bebidos y no les pareció bien que un civil de tez bronceada y acento alemán los llamara diletantes pacifistas. La policía militar encontró a Stern tendido de espaldas, con los dos ojos hinchados y los fragmentos de una silla desparramados alrededor.

Al despertar en la cárcel, las costillas le dolían tanto que casi no podía respirar, y había agregado una palabra nueva a su lista de insultos: comemierda. Exigió a los gritos que llamaran al general de brigada Smith, y sus celadores le aseguraron que lo habían hecho, pero el escocés no apareció. Por consiguiente, los agentes mentían o bien al general le parecía bien tenerlo encerrado. El día anterior había utilizado la llave de grilletes de Peter Owen para intentar una fuga, pero los agentes estaban alertas. Luego lo alojaron donde se encontraba ahora.

Todo su cuerpo se sacudió al oír un fuerte ruido metálico.

– ¡Pasa el balde entre los barrotes, rápido! -gruñó un celador-. Si derramas una gota, la recogerás con tu camisa.

Stern volvió la cara a la pared de piedra. No sabía si odiaba más al general Smith o al doctor Mark McConnell.

En ese momento, McConnell repasaba unos apuntes en su laboratorio en Oxford. Cuando sonó el teléfono, no le prestó atención, pero la persona que llamaba, quienquiera que fuese, no cortaba. Miró su reloj: las diez de la noche. Tal vez la señora Craig, la dueña de la casa donde se alojaba, llamaba para avisarle que le dejaba la cena. Tomó el teléfono.

– Hola.

– Sí, hola -dijo una voz de hombre con tonada de Brooklyn-. ¿Doctor McConnell?

– Soy yo.

– Necesito hablar con usted, doctor. Tengo un problema.

– Disculpe, creo que se equivoca. Soy médico, pero no atiendo pacientes. Trabajo en la universidad.

– Exactamente, usted es la persona que busco. Ya me informaron bien. Necesito verlo por otra cosa, de veras.