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McConnell se preguntó quién cuernos lo había recomendado a un hombre con trastornos mentales.

– Bueno, pero tampoco soy psiquiatra. Si quiere, puedo recomendarle uno muy bueno en Londres.

El dueño de la voz parecía estar agitado.

– No, por favor, doctor. Necesito hablar con usted. No ando en busca de un matasanos ni de un médico de locos.

– ¿Quién habla? -preguntó McConnell, desconcertado-. ¿Lo conozco?

– No. Pero yo conocía a su hermano.

– ¿A David? -Sintió que el corazón le saltaba en el pecho.- ¿Cómo se llama?

– Comodoro Pascal Randazzo. Dave me llamaba Tano. Era su copiloto en el Shady Lady.

El pulso de McConnell se aceleraba cada vez más. ¿Un sobreviviente de la tripulación de David?

– ¿Dónde se encuentra, comodoro?

– Aquí en Oxford.

– Dios mío. ¿Cómo escapó de Alemania? ¿Puede decirme algo sobre David?

Sobrevino una pausa larga.

– De eso quería hablarle, doctor. ¿Podemos vernos esta noche?

– Pero, claro. Venga a mi laboratorio, o si quiere lo invito a cenar. ¿Ya cenó?

– Sí. Iré a verlo, si no tiene problema. Cuanto antes, mejor.

– Mi laboratorio está en un rincón medio perdido de la universidad. ¿Sabrá llegar?

– Soy de Nueva York, doctor. Siempre encuentro el camino entre calles y edificios. Sólo me pierdo en los bosques.

McConnell no pudo contener una sonrisa. Habrían sido una pareja extraña, el Tano Randazzo y David, el sureño bruto de Georgia.

– ¿Dónde está ahora?

– En la posada Mitre.

Dio las indicaciones a Randazzo y cortó. ¿Qué diablos pasaba? Si tenían noticias de la tripulación de David, ¿por qué la Fuerza Aérea no lo había llamado? Cinco días antes había realizado la llamada telefónica más penosa de su vida, para decirle a su madre que su hijo menor presumiblemente estaba muerto. ¿Habría alguna novedad? Se paseó por el laboratorio mientras esperaba la llegada de Randazzo. ¿Qué significaba la supervivencia del copiloto? Las tripulaciones de los otros bombarderos participantes en la incursión no habían visto paracaídas, pero eso no significaba que no los hubiera. Durante los últimos cuatro años había escuchado historias sobre escapes milagrosos que desafiaban cualquier explicación. Tal vez David había podido realizar un aterrizaje de emergencia. Era un piloto de primera. Prueba de ello eran sus medallas.

Se sobresaltó al oír por primera vez el golpeteo sordo. Se repetía a intervalos irregulares pero se volvía cada vez más fuerte. Seguramente un ordenanza arrastraba un objeto pesado -un estropajo y un balde lleno de agua- por la escalera. Oyó un golpe en la puerta del laboratorio y una voz ahogada:

– ¿Doctor? ¡Oiga, doctor!

Corrió a abrir la puerta. Apareció un joven de ojos oscuros, pelo negro enrulado y barba crecida. Se sostenía sobre un par de muletas y su pierna derecha estaba enyesada de la cadera al tobillo. El uniforme de la fuerza aérea estaba empapado en sudor.

– ¿Comodoro Randazzo?

– El Tano a sus órdenes.

– No sabía que estaba herido. Lo siento.

– No hay problema, doctor. -Randazzo se tambaleó hasta una silla junto a la misma ventana de la cual Mark había dejado caer el telegrama la semana anterior. -Todavía no me acostumbro a esta mierda.

– ¿Qué tiene en la pierna?

– Doble fractura.

– ¿En la caída?

– Aterricé mal con el paracaídas. No tenía práctica.

Mark no podía contener su emoción.

– ¿Dice que saltó del avión? ¿Y David?

– También.

– ¡Pero la fuerza aérea dice que no vieron paracaídas!

– No me sorprende -gruñó Randazzo-. íbamos en el extremo de la formación. Y cuando saltamos estábamos volando tan bajo que la escuadrilla ya nos había dejado atrás. -El italiano golpeó el yeso con la punta de una muleta. -Por eso me ocurrió esta mierda. Saltamos demasiado tarde. Bueno, peor es morir, ¿no?

McConnell estudió su tez verdosa, sus ojos turbios. Randazzo había bebido. Probablemente había empezado uno o dos días antes.

– ¿Por qué no me cuenta qué pasó, comodoro?

El joven oficial contempló la línea del horizonte, las torres negras de Oxford perfiladas contra el cielo violáceo a la luz de las estrellas.

– Sí -dijo-. Para eso vine, ¿no?

McConnell esperó en silencio.

– La incursión salió bien. Cuando llegamos al punto inicial habíamos sufrido sólo dos bajas. Soltamos las diez bombas a menos de trescientos metros del centro del área indicada. Los destrozamos. Por un tiempo no van a salir cazas de Regensburg.

– El problema vino después -señaló McConnell.

– Eso es. Después del punto de viraje. En el tramo de regreso. Un problema en serio.

– ¿Qué pasó?

– Que nos alcanzaron con cinco proyectiles antiaéreos. Diez agujeros en Shady Lady. Los alemanes nos habían descubierto con el radar. Nos atacaron como veinte ME-109. -Randazzo se lamió los labios y miró por la ventana. -Parece como un castillo ¿no? Como en una película de Errol Flynn.

McConnell esperó, pero el comodoro no dijo más.

– ¿Qué recuerda sobre David, comodoro, después que los proyectiles impactaron en el avión?

– ¡Hijos de mil putas! -chilló Randazzo-. ¡Asesinos hijos de puta!

McConnell estuvo a punto de caer hacia atrás. La saliva volaba de la boca de Randazzo, que trataba de pararse apoyándose en una muleta. Mark fue a su lado y lo sentó suavemente.

– Tranquilícese, comodoro. Hablaba de los proyectiles antiaéreos. ¿Qué pasó?

– Antiaéreos -dijo Randazzo, aturdido-. Sí, eso es. Nos alcanzaron cinco o seis. Shady Lady corcoveaba como una yegua. Todo el mundo a los gritos. Joey, el ametralladorista, ya estaba muerto. Le dije a Dave que teníamos que saltar, pero él quería tratar de traerlo planeando hasta Inglaterra. Estábamos cerca de Lille. En Francia, ¿sabe? Después que pasaron los Messerschmitts, me di cuenta de que el aparato no llegaba a Inglaterra. Ni por joda. Había fuego en los motores y caía como un ladrillo desde la terraza de un rascacielos.

McConnell sintió que se le secaba la boca. Oyó el ruido de la palma de Randazzo al acariciarse la mejilla cubierta de pelusa negra.

– Le grité a Dave que teníamos que saltar, pero él dice que antes tiene que saltar la tripulación. Le digo que están todos muertos. Me dice que vaya a asegurarme. Usted sabe, en las Fortalezas Volantes los pilotos van arriba de todo. Así que bajo. El radiotelegrafista, los cañoneros… todos muertos. Tomo el paracaídas. El bombardero y el navegante, hechos pedazos. Nadie ocupa el teléfono. Había que saltar. Shady Lady se estaba haciendo pedazos en el aire. Dave la contuvo mientras yo saltaba. Después saltó él.