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Yo sí lo entiendo, doctor, le había dicho el joven judío que acompañaba al general Smith. Usted no es un cobarde sino un idiota. Cree en la razón, en la bondad esencial del hombre. Cree que si se niega a hacer el mal, acabará por vencerlo. Aún no ha probado un sorbo del dolor que muchos han bebido hasta las heces.

– Sí que he conocido el dolor -murmuró McConnell.

Nunca había experimentado una sensación como la que se agitaba en su vientre. Amarga, candente, explosiva. Era la furia, una furia primitiva y tan profunda que no tenía forma.

Trató de combatirla, de recordar las palabras de hombres sabios sobre la inutilidad de la violencia como medio para llegar a un mundo mejor. Pero las palabras no podían con las imágenes que aparecían en su mente. Eran cúmulos de letras, símbolos de la futilidad de las palabras frente a los hechos.

Se apartó de la ventana y fue a su escritorio atestado de papeles. Hurgó en el primer cajón hasta encontrar una tarjeta blanca. Tomó el teléfono y llamó al número londinense impreso en la tarjeta. A pesar de la hora, contestaron al tercer timbrazo.

– Habla Smith -dijo una voz hosca.

– General, soy el doctor Mark McConnell.

Hubo una pausa.

– ¿En qué puedo servirle, doctor?

– El viaje de que usted me habló. A Alemania.

– Sí, ¿qué pasa?

– Acepto.

Siguió otra pausa, más larga que la anterior.

– Vaya a descansar -dijo por fin el general-. No se despida de nadie. Nos ocuparemos de eso. Un coche pasará a buscarlo a las seis en punto.

McConnell dejó el auricular sobre la boquilla y salió del laboratorio sin mirar atrás.

Diez minutos antes de la medianoche sonó el teléfono en una comisaría de Londres. El oficial de turno escuchó la voz ronca durante unos segundos y cortó.

– Se cree que es el jefe de la Armada -gruñó.

– ¿Quién diablos era, Bill? -preguntó el guardia nocturno.

El oficial de turno se enderezó en un remedo irónico de la posición militar.

– Su excelencia el señor general Duff Smith, la puta que lo parió.

– ¿Y quién se cree que es?

– Qué sé yo. Pero no ahorra gritos.

– ¿Qué quería?

– Al chico judío. Dijo que si no lo tengo lavado y cambiado a las seis, me arranca las pelotas.

– ¿Lo harás?

– Qué sé yo, sí -rezongó el oficial con mirada torva-. Smith conoce al jefe. Por eso pudo tener al judío una semana entera sin presentar cargos.

El guardia levantó una ceja tupida:

– Yo que tú me daría prisa, Bill, si lo quiere lavado.

El oficial de turno se ajustó el cinturón sobre su abultado vientre.

– La verdad, me alegro de que se vaya el hijo de puta. Me pone nervioso. No ha dicho una palabra después del primer día, pero si le ves los ojos te das cuenta de que nos degollaría por dos centavos. -Así son esos judíos de mierda, Bill.

McConnell rodó hasta quedar de espaldas y miró el reloj en la pared de su dormitorio. Eran las tres pasadas, pero estaba desvelado. Se había acostado a medianoche y dormitó durante una hora, hasta que bruscamente se sentó en la cama. Había un aspecto de la misión propuesta que no se había discutido -la protección contra los gases neurotóxicos-, y no era cuestión de confiar en el equipo provisto por Duff Smith. Se vistió sin hacer ruido, volvió en bicicleta a la universidad, entró en el laboratorio furtivamente y retiró dos prototipos de buzo antigás con los que estaba experimentando en secreto desde hacía un mes. El regreso a casa con el equipo pesado sujeto a la bicicleta lo cansó, pero los buzos y tanques ocuparon dos valijas al pie de su cama.

Sin embargo, mucho después, aún se revolvía entre las sábanas. El general Smith le había dicho que no se despidiera de nadie, y él quería obedecer. Pero no podía desconocer la poderosa sensación de que quedaban cosas sin hacer, palabras sin decir. Murmuró una maldición, se levantó de la cama, encendió una vela sobre el pequeño escritorio de su habitación y tomó su lapicera.

La carta a Susan fue bastante fácil. Probablemente no era muy distinta de las escritas por millones de esposos durante la guerra. Se disculpó por haberla enviado de vuelta durante la Batalla de Inglaterra y dijo que le había sido fiel durante todos esos años, lo cual era verdad. Lamentaba que no hubieran tenido hijos, pero en definitiva esa sería una ventaja al intentar una nueva vida si a él le sucedía lo peor.

La segunda carta le tomó más tiempo. Al pensar en su madre lo embargó una sensación terrible de culpa, de que no tenía derecho a arriesgar su vida, a quitarle el único hijo que le quedaba. Sin embargo, era su vida y al fin y al cabo ella lo comprendería. Tomó la lapicera y escribió:

Querida mamá:

Si recibes esta carta es porque ya no estoy en este mundo: Has recibido golpes duros en tu vida y no mereces éste, pero hice lo que hice porque era mi deber. Papá hubiera dicho que perdí la vida en un intento inútil por vengar la muerte de David, pero tú me conoces mejor que él y sabes que no es así. He aprendido que el corazón humano tiene una capacidad infinita para el mal, y mis conocimientos me permiten -yo diría que me obligan- hacer lo posible para detenerlo. Llega el momento en que uno debe decir basta.

Hay algunos problemas prácticos que atender. Durante la Blitzkrieg hice un testamento y lo envié al viejo señor Ward, en el pueblo. Como sabes, las mensualidades que les paga a ti y a Susan provienen de mis seis patentes industriales. Es irónico que gracias a la expansión provocada por la guerra las rentas de esas patentes se hayan convertido en una suma importante. Mi testamento te deja tres patentes a ti y las otras tres a Susan. Es un gran consuelo para mí saber que nunca te faltará nada y que no volverás a trabajar como durante la Gran Depresión.

En mi carta a Susan, le dije que espero que se case otra vez, inicie una nueva vida y tenga los hijos que deseaba. Espero que la alientes en eso, pero no sólo ella necesita aliento. Tal vez no corresponda a un hijo hablar de estos asuntos con su madre, pero yo lo haré. Después de la muerte de papá, anulaste una parte de tu ser con la convicción de que David y yo no comprenderíamos que pudieras enamorarte de otro hombre. Es un sentimiento noble, pero equivocado. Lo que más deseábamos David y yo, y también papá, era tu felicidad. Siempre decías que eras una vieja ruda, pero no eres vieja y nadie debería estar condenado a vivir sólo de recuerdos.

No he dejado pasar un solo día sin pensar en ti. Lo mismo puedo decir de David. Dios te bendiga y te guarde.

Tu hijo, Mark

Colocó cada carta por separado en un sobre sellado y dejó una esquela para el profesor en cuya casa se alojaba, pidiéndole que las enviara a Georgia si no recibía noticias suyas en noventa días. Dejó los sobres sobre la nota, apagó la vela y volvió a la cama. Esta vez el sueño no lo eludió. Vino sin aviso y sin imágenes: un sueño tan profundo que era afín a la muerte.