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– Bueno, veamos -dijo Smith, intrigado.

McConnell acostó las dos valijas y las abrió. Una contenía lo que parecían ser pliegues de caucho y una especie de cubrecabeza transparente. En la otra había dos tubos amarillos de unos cincuenta centímetros de largo y varias mangueras de caucho corrugado.

– ¿Esas inscripciones están en alemán! -preguntó Smith.

– Sí. Son garrafas portátiles de oxígeno tomadas de bombarderos derribados de la Luftwaffe. Ya que nos haremos pasar por alemanes, será mejor que llevemos equipo alemán.

– Muy buena idea, doctor. Pero me parece que nunca he visto un traje antigás como éste.

– Es el último modelo norteamericano.

– ¿Cómo diablos lo consiguió?

– Todavía tengo amigos en mi país, general. Éste viene del arsenal de Edgewood, Alabama. Empecé a experimentar con este traje hace un mes. La máscara antigás de vinilo transparente fue creada para soldados que sufren heridas graves en la cabeza. Yo la modifiqué para insertarle la manguera de la garrafa, aprovechando los últimos inventos de las divisiones de hombres rana. Además inventé y le instalé un diafragma de acetato especialmente diseñado para mejorar la comunicación oral. Éste es el único traje hermético del mundo que permite a los soldados verse las caras y hablarse durante el combate.

El general Smith miró a Stern:

– ¿No le dije que era el hombre perfecto para la misión?

Por primera vez, Stern se quedó sin respuestas ingeniosas:

– ¿Tiene dos trajes de esos? -preguntó.

McConnell cerró las valijas y se sentó frente a éclass="underline"

– Sí. Y suerte para usted que tenemos más o menos la misma talla.

El general Smith alzó una canasta de mimbre:

– Acá tienen provisiones, muchachos. No viajaré con ustedes, pero nos veremos mañana.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Stern-. ¿No puede decírmelo ahora que llegó el doctor?

Smith frunció los labios.

– Los esperan en el Castillo de Achnacarry.

– ¿Y dónde diablos queda eso?

Duff Smith sonrió. Había oído esa pregunta cientos de veces. Achnacarry. El mero nombre provocaba un sudor frío a más de un combatiente.

– Algunos dicen que es el fin del mundo -dijo-. Para otros, Achnacarry es el paraíso terrenal. La mayoría son escoceses y, además, del clan Cameron.

McConnell alzó la vista al oír ese nombre.

– ¿Por qué diablos nos envían allá? -insistió Stern.

Se borró la sonrisa de Smith.

– Por tres razones: clandestinidad, entrenamiento y tiempo. Señores, por razones que no puedo divulgar el tiempo se ha convertido en el factor crítico. Dentro de once días, el blanco de esta misión perderá todo valor estratégico.

– Pero si el tiempo es tan importante, ¿por qué vamos a Escocia? -dijo Stern obstinadamente-. Por Dios, dígame qué quiere que hagamos y asegúrese de que lleguemos a Alemania. Yo me ocuparé del resto.

El general meneó la cabeza.

– Sé que acosó a los alemanes en África, muchacho, pero para desafiar al león en su propia guarida se necesita entrenamiento especial. Tenemos once días. Pasarán los primeros siete con los hombres más rudos del ejército británico. El comandante de Achnacarry, que dicho sea de paso se llama oficialmente la Central de Comandos, es amigo mío y ha aceptado con toda generosidad que sus instructores les metan en la cabeza algunos de los conocimientos adquiridos en combate. Dentro de siete días usted será un hombre distinto, señor Stern. Un hombre mejor de lo que es ahora y posiblemente preparado para cumplir la misión que le asignaré.

Smith se paró para terminar la discusión y salió del camarote.

– Transbordan en Edimburgo -dijo-. Bajen en la estación Spean Btidge. Los esperarán allá. Sean parcos con las raciones. Charlie Vaughan es maniático del orden y los horarios. Si llegan muy tarde, tal vez no les den de cenar. -El general miró fijamente a sus reclutas durante varios segundos. -Ánimo -dijo-. Cuando lleguen a Spean serán amigos de toda la vida.

Rió suavemente al alejarse por el pasillo.

McConnell se acomodó contra un rincón. No sabía bien dónde quedaba Spean Bridge, pero tenía la impresión de que era en el corazón de las tierras altas de Escocia, tal vez cerca del lago Ness. Sería un viaje muy largo.

El tren partió a horario y aceleró al salir de Londres hacia el norte. Hacía frío y el cielo estaba nublado. Pasaron varios minutos hasta que Stern rompió el silencio:

– ¿Qué lo hizo cambiar de opinión, doctor? ¿Por qué decidió aceptar la misión?

– Eso no es asunto suyo -contestó McConnell, mirando por la ventanilla.

– ¿Está seguro de qué podrá soportarlo? La misión podría resultar un tanto sangrienta. No quisiera ver herida su susceptibilidad de pacifista.

McConnell se volvió lentamente hacia éclass="underline"

– Es evidente que le gusta pelear -observó-. Pero yo no soy el enemigo. Si quiere desquitarse, búsquelo a él. Nos espera un viaje largo.

Se acomodó en el asiento y cerró los ojos. Stern lo miró furioso durante un rato, luego se volvió hacia la ventanilla y contempló el paisaje invernal. El tren traqueteaba sobre las vías frente al palacio Alexandra.

Durante las ocho horas que duró el viaje, ninguno de los dos abrió la boca.

– ¡Spean Bridge! -gritó una voz aguda, estirando las sílabas hasta volverlas casi irreconocibles.

McConnell se despertó y parpadeó varias veces. Stern, la canasta de mimbre y una de las valijas habían desaparecido.

– ¡Spean Bridge! -gritó el guarda por tercera y última vez.

McConnell tomó la otra valija y salió corriendo del camarote. Halló a Stern en el andén bajo un toldo verde, comiendo un sándwich de pan esponjoso y descortezado. La lluvia fría caía sin cesar de un cielo color pizarra. La aldea de Spean estaba rodeada de laderas oscuras, ominosas. Parecían ser todas de piedra, cubiertas de escarcha y coronadas por la nieve.

Eran las primeras horas de la tarde, pero McConnell tenía la sensación de que ya se venía la noche. Recordó que durante el invierno en las tierras altas anochecía temprano y amanecía tarde. El tren se alejó lentamente, y él miró alrededor. El andén parecía tan desierto como el saloncito verde y blanco de la estación, que además estaba cerrado con un candado.

– Smith dijo que vendrían a esperarnos -dijo McConnell-. No veo a nadie.

Stern, irritado y con la cara abotagada por el sueño, no respondió. McConnell tomó un sándwich de la canasta. Entonces vio a un hombre alto, vestido con falda escocesa y boina verde, inmóvil en el extremo del andén. En la tela de la falda predominaba el rojo, con vivos amarillos y verdes.

– ¿Doctor McConnell? -preguntó el hombre, con la típica dura escocesa.