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Soy yo.

El hombre marchó hacia ellos. McConnell jamás pensó que lo intimidaría un hombre vestido con falda, pero este era otra cosa. Medía casi dos metros y se mostraba tan tranquilo bajo la lluvia helada como si tomara un baño de sol en la playa. Trasuntaba una fuerza animal perturbadora. Su pecho era alto y amplio, y las pantorrillas bajo las medias parecían esculpidas en bronce. Su pelo recortado enmarcaba un rostro agradable, de facciones nítidas, iluminado por un par de ojos azules como el mar.

– Sargento Ian McShane -dijo el gigante amablemente-. Usted debe ser Stern.

Este asintió.

McConnell tendió la mano, pero el sargento sólo la miró.

– No sé gran cosa sobre ustedes, ni necesito saberlo -dijo McShane-. Para este asunto, no interesa. A partir de ahora, McConnell, usted es el señor Wilkes. -Miró a Stern: -Usted es el señor Butler.

El montañés los miró de arriba abajo.

– ¿Alguno de ustedes ha estado en las fuerzas armadas?

Stern se enderezó:

– He estado en combate.

– ¿De veras? Bien. Mañana sabremos con qué elemento contamos. Me ha tocado ocuparme del entrenamiento de ustedes. La verdad, es bastante irregular. Pero el MacVáughan lo ordena y así se hará.

El sargento McShane echó una última mirada a sus pupilos, giró sobre sus talones y se alejó por donde había venido.

Stern y McConnell se miraron, tomaron las valijas y lo siguieron. Cuando llegaron al extremo del andén, el escocés ya encendía el motor de un jeep carrozado.

– ¡Oiga! -chilló McConnell-. ¡Sargento! ¡Espere!

McShane se asomó por la ventanilla:

– Sigan este camino al oeste hasta cruzar el Caledonian Canal, doblen al norte en Gairlochy, bordeen el lago hasta avistar Bunarkaig y suban por la senda hasta el castillo. Son unos diez kilómetros en total. Imposible perderse.

– ¡Pero hay lugar de sobra en el jeep! -objetó Stern.

Shane lo miró con una luz de hastío en sus ojos azules.

– Eso no importa, señor Butler. Nadie llega a Achnacarry en auto la primera vez. El único transporte son las propias piernas. -Miró los zapatos gastados de Stern. -Le conseguiremos calzado más adecuado en el castillo. Pero puedo llevar sus valijas.

McConnell arrojó las valijas y el bolso de cuero de Stern al interior del jeep.

– ¡Pero está lloviendo a cántaros! -clamó Stern.

El sargento McShane miró al cielo y sonrió:

– Sí, está meando con todo. Le sugiero que se acostumbre, señor Butler. Siempre llueve en Achnacarry.

Stern giró rápidamente hacia McConnell, tal vez para invitarlo a tomar el jeep por asalto, pero el norteamericano ya no estaba junto a él sino que se dirigía hacia el camino principal con paso resuelto bajo la lluvia.

– Lo espero en el castillo, señor Butler -dijo el sargento McShane. Las ruedas del jeep patinaron un momento y el vehículo coleteó antes de salir al camino en dirección al oeste. Stern quedó solo, parado sobre el barro.

Se colgó la canasta de un hombro y trotó para alcanzar a McConnell, quien ya cruzaba el puente de piedra que daba su nombre a la aldea.

– ¿Adonde va? -chilló-. ¡Esperemos que pare la lluvia!

– Tal vez no pare -contestó McConnell, apurando el paso a medida que la cuesta se volvía más empinada.

Stern corrió para alcanzarlo y le dio un puñetazo en el hombro derecho:

– ¿De veras quiere caminar diez kilómetros bajo esta lluvia helada?

– No, prefiero correrlos. A pesar de las cuestas, no tomará más de una hora y media, a lo sumo dos.

– ¿Cómo?

McConnell se alejó al trote mientras Stern lo miraba furioso. Tenía el pelo aplastado por la lluvia. Sacó el último sándwich y lo devoró. El norteamericano subió a una cresta, desapareció y volvió a aparecer quinientos metros más adelante, una sombra casi indistinta y cada vez más pequeña contra el muro gris de la lluvia.

– Arschloch -murmuró. En África se había visto obligado a caminar incontables kilómetros por el desierto sin una gota de agua, pero chapotear por las montañas cuando seguramente existían otros recursos le parecía una locura. Arrojó la canasta vacía y partió al trote.

Mantuvo el paso durante un par de kilómetros. Luego caminó un poco mientras se masajeaba la sutura en su costado derecho. A la vista sólo había laderas, un lago negro y algunas casitas de piedra. Nada de tránsito. Ni señales de McConnell. Ningún castillo.

Entonces vio la bicicleta.

Al cabo de sesenta minutos de trote, McConnell llegó a la cima de la senda que conducía al castillo de Achnacarry. Las pendientes abruptas, el viento y la lluvia casi lo habían vencido, pero finalmente llegó. En medio de la oscuridad divisó la silueta de una gran mansión. En una ventana alta brillaba una tibia luz amarilla. Caminando, enfiló hacia el castillo. En la ladera al pie del edificio brillaban los techos de cinc de las casillas prefabricadas Nissan en extraño contraste con el paisaje medieval.

Más cerca del castillo le llamó la atención otra cosa: una hilera de tumbas que bordeaban la senda. Cada tumba tenía una cruz blanca y una tabla con el nombre, el grado y un epitafio breve. Se inclinó para leer el primero: Se asomó sobre una cresta. El segundo decía: No se puso a cubierto durante una andanada de morteros.

Trataba de comprender el sentido de las leyendas, cuando oyó un crujido lento seguido por una voz ya conocida:

– ¡A los muertos no les molesta la lluvia, señor Wilkes!

Era el sargento McShane.

– ¡Pero los vivos harán bien en ponerse a cubierto!

McConnell trotó hasta la gran puerta de madera, se quitó el barro de los zapatos y pasó apretadamente junto al corpachón de McShane. Se encontró en un vestíbulo espacioso desprovisto de todo moblaje.

– ¿Y dónde está su amigo el señor Butler? -preguntó McShane.

McConnell se encogió de hombros:

– Qué sé yo, allá afuera en alguna parte. El montañés lo miró con cierto respeto:

– No me sorprende. Usted debe de haber corrido para llegar tan pronto.

– Estoy acostumbrado a correr.

– No me diga. Bien. Es un buen entrenamiento si uno debe pasar una temporada en Achnacarry. Más de uno lamentó no haberlo hecho. Y he visto a maratonistas universitarios que no pudieron con estas cuestas. -Los labios del escocés se torcieron en el esbozo de una sonrisa. -Claro que cargar una mochila de cuarenta kilos no ayuda demasiado.

En ese momento se abrió la puerta. McConnell se volvió: Jonas Stern apareció en la puerta con una sonrisa de satisfacción pintada en la cara. Estaba empapado, pero no parecía en absoluto falto de aliento.

– Butler presente y a la orden, mi sargento. McConnell, desconcertado, miró al sargento, pero el escocés era imperturbable.