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– Justo a tiempo, señor Butler. Estaba a punto de cerrar la puerta con llave.

– Bueno, adelante.

McShane lo hizo. Luego encabezó la marcha a través de un salón oscuro revestido en madera y rematado por una escalinata amplia.

– Permanecerán en el castillo hasta nueva orden -dijo-. Verán a cientos de hombres que van y vienen con toda clase de equipos y hablando distintos idiomas. Se entrenan para tareas de comando. No les presten atención; ellos los dejarán en paz. Algunos son instructores. No llevan distintivos, pero ya sabrán identificarlos.

Si todos se parecen a usted, no lo creo, pensó McConnell. El sargento McShane parecía un jefe de clan del siglo XVIII.

– Recuerden -prosiguió el escocés-, ustedes son el señor Wilkes y el señor Butler. No digan sus nombres salvo que les pregunten. El jefe de la unidad es el coronel Vaughan. Aunque no sean militares, será mejor que se paren cuando lo vean. A MacVaughan no le gustan los idiotas.

Se detuvieron en un pasillo oscuro con gruesas puertas de madera en cada lado. McShane señaló la segunda puerta de la derecha y Stern la abrió. Era un cuarto pequeño, cuadrado, con dos catres, una lámpara de queroseno encendida tiempo antes y un armario abierto.

– El baño está al fondo del pasillo -dijo McShane-. No hay agua caliente en esta parte del castillo. -Apoyó el dedo entre los omóplatos de Stern y le dio un empujón. McConnell lo siguió rápidamente para prevenir una reacción indebida de su parte.

– Ustedes deben de ser gente importante -murmuró el sargento-. Que yo sepa, son los primeros civiles que vienen a Achnacarry.

McConnell se inclinó sobre un catre y tomó un trozo de soga de crin de unos ciento treinta centímetros de longitud con un lazo en un extremo y un mango de madera en el otro. Había una soga idéntica sobre el otro catre.

– ¿Qué es esto?

El lazo -dijo McShane-. El comando lo tiene consigo en todo momento. No se me presenten sin él. Bueno, eso es todo. Los veré en el desayuno. A las seis en punto.

Se volvió y fue hacia la escalera, pero McConnell lo siguió:

– Sargento, ¿está el general Duff Smith en el castillo?

McShane no se detuvo.

– No puedo ponerme a pensar en eso ahora, señor Wilkes.

Convencido de que no había nada que hacer hasta la mañana siguiente, McConnell volvió al dormitorio y se quitó la ropa empapada. Se acostó completamente desnudo. Stern se paseó un rato por el pasillo, pero acabó por imitarlo. Le pareció extraño que apagara la luz antes de desnudarse, como si quisiera ocultar su cuerpo.

Permanecieron en silencio durante un buen rato, pero McConnell no podía dormir sin hacer una última pregunta.

– ¿Cómo hizo para llegar tan rápido? ¿Consiguió que alguien lo trajera?

Stern respondió en inglés, con una buena imitación de la tonada sureña de McConnelclass="underline"

– Eso no es asunto suyo, señor Wilkes.

McConnell aceptó la pulla en silencio. Se preguntó si Stern se había dado cuenta de que sus seudónimos provenían de Lo que el viento se llevó, la novela de Margaret Mitchell. Había sido la película más importante de 1939, pero entonces Jonas Stern vivía en quién sabía qué rincón perdido del desierto. Evidentemente, Duff Smith había elegido los nombres a sabiendas de que McConnell comprendería el significado del nombre de Ashley Wilkes, ese personaje timorato y débil.

Estaba a punto de dormirse cuando oyó la voz incorpórea de Stern:

– ¿Vio las lápidas?

McConnell parpadeó en la fría oscuridad:

– Sí.

– No hay nada más que tierra bajo esas cruces.

– ¿Cómo? ¿Son tumbas vacías?

– Así es.

– ¿Cómo lo sabe?

– Conozco el ejército británico. Combatí con ellos en África. En el mismo bando, aunque no lo crea. Esas tumbas son una de sus típicas mentiras. Las ponen ahí para asustar a los reclutas. "Se asomó sobre una cresta". Tonterías. El ejército británico es igual a esas tumbas.

McConnell decidió que no valía la pena discutir con Stern sobre los ingleses.

– Bueno, mañana lo sabremos -dijo.

– Que sueñe con los angelitos, señor Wilkes -dijo Stern despectivamente en alemán-. Mañana, esos inglesitos de mierda van a saber lo que es un comando.

17

A las nueve de la mañana, McConnell sacó violentamente a Stern de la cama. Después de un breve aseo en el baño del extremo del pasillo, se vistió con el uniforme que le había provisto McShane: pantalones de algodón, borceguíes y un grueso chaquetón verde. Por último, tomó la soga con el lazo en un extremo y el mango en el otro y la abrochó al cinturón provisto con el uniforme.

Stern ya estaba vestido y lo esperaba en la puerta.

– Falta el lazo -dijo McConnell.

– No lo necesito.

McConnell se encogió de hombros, y juntos fueron al encuentro del sargento McShane en el vestíbulo de la planta baja. El montañés llevaba su boina verde, pero había trocado la falda escocesa por pantalones de combate, camisa parda y una chaqueta impermeable de camuflaje.

– Ya iba a buscarlos -señaló-. Se quedaron sin desayuno.

– Estamos listos -dijo Stern.

– ¿Listos? -dijo McShane, atónito-. ¿Y el lazo?

– No necesito esa mierda.

– Claro que lo necesita, señor Butler. Vaya a buscarlo. Ahora.

Cuando Stern volvió con la soga, salieron al amanecer gris de las montañas. Los olores de las fogatas de madera y turba mezclados con los del café y los pinos terminaron de despertar a McConnell. Por fin pudo ver claramente el lugar adonde los había enviado el general Smith. El castillo de Achnacarry era una estructura de piedra gris con parapetos almenados y torrecillas falsas en las esquinas. Un gorgoteo indicaba la presencia de un río detrás del castillo, y más allá de éste se alzaban unas laderas boscosas envueltas en la niebla como las estribaciones de los Montes Apalaches en el norte de Georgia.

Un camino bordeado por pinos majestuosos bajaba del castillo al valle, donde la superficie de un gran lago brillaba como plata bruñida bajo la luz del amanecer. Allí terminaba el paisaje bucólico. Los amplios prados de Achnacarry estaban salpicados de casillas Nissan de metal corrugado y carpas de lona, una verdadera metrópoli de edificios prefabricados. Ocupaba el centro del campo una gran carpa del tamaño de un hangar aeronáutico, y al otro lado del camino se alineaban las tumbas, que según Stern estaban vacías.

No lejos de éstas, un robusto soldado de unos cincuenta años conversaba con un campesino alto, barbudo, unos veinte años mayor que él. El tono del soldado variaba entre la disculpa y la indignación; su acento no era en absoluto el de un montañés de Escocia.