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McConnell ensayó la única finta que conocía. Bajó los ojos al abdomen de su oponente, finteó un jab de izquierda al cuerpo y lanzó un directo al mentón.

Al cesar su impulso, se encontró sentado a un metro y medio de Lewis. El instructor había aprovechado el impulso del puñetazo para aplicarle una llave de judo.

– Usted no sabe pelear, señor Wilkes -dijo Lewis-. Es evidente. No trataré de explicarle lo que hice porque no tiene tiempo para aprender. -Se volvió hacia McShane: -Haré lo que pueda, Ian. Pero lo mejor será que le demos una pistola y roguemos que no lo sorprendan sin ella.

McShane asintió e hizo una señal a McConnell, quien se apresuró a subir la ladera.

– Ahora usted, señor Butler -dijo el sargento Lewis. Su tono era levemente amenazante.

Stern bajó la ladera tranquilamente, balanceando sus largos brazos.

El sargento Lewis dio un paso adelante:

– ¿Listo?

– Listo.

El instructor meneó la cabeza:

– ¿Oíste su acento, Ian? Apenas lo vi me di cuenta de que era judío, pero encima es un puerco alemán. -Se volvió hacia Stern: -Diga algo más.

Stern se enderezó:

– Está bien, sargento, cierre el pico, carajo.

La cara de Lewis se iluminó con una sonrisa feliz:

– Diablos, ¡habla como un sargento inglés!

– Combatió con nosotros en el norte de África -dijo McShane.

– ¿De veras? -Lewis empezó a desplazarse en círculo en torno de Stern.

Éste lo esperaba con las rodillas levemente flexionadas, las manos a los costados. McConnell pensó que parecía un ave, una estatua delgada de cartílago y hueso. Sólo se movían sus ojos, que seguían los desplazamientos del inglés. Lewis mantenía las manos altas, abiertas y frente a su cara. Trasuntaba una tensión aterradora, como una bola tensa de músculos y adrenalina, en tanto Stern parecía no tener intenciones de moverse un milímetro. El sargento Lewis dio un paso adelante y le hizo una seña de que golpeara.

Stern no reaccionó.

Cansado del juego, Lewis finteó con la derecha entrecerrada y lanzó una patada con el pie izquierdo a la cabeza de Stern. La reacción de éste desconcertó a su oponente y a los espectadores. Con aire aparentemente despreocupado, dio un paso atrás y al mismo tiempo alzó la izquierda con una rapidez difícil de creer. El cuerpo del sargento siguió la trayectoria de su patada. Dio medio salto mortal en el aire y cayó pesadamente de espaldas a los pies de Stern.

Se paró rápidamente; su cara era una máscara violeta de furia y vergüenza.

– ¡Así que te crees muy vivo!

– Ya es suficiente, John -dijo McShane.

– ¡No, qué mierda! Pregúntale al señor Butler si es suficiente. O mejor dicho al señor Birnbaum. ¿O será Rubenstein? -Meneó el dedo ante la cara inexpresiva de Stern: -¿Eres judío o no?

– ¿Tienes algún problema con los judíos, muchacho? -preguntó Stern, imitando a la perfección el acento inglés.

– ¡Lo sabía, Ian! Lo supe apenas vi su color tostado. -La cara de Lewis temblaba de rabia. -Mi hermano Wally quedó paralítico en Palestina por culpa de esos hijos de puta. Es uno de ellos.

– Puede ser -dijo Stern.

– Hijo de puta.

McShane gritó "¡John!", pero ya era tarde. Lewis ya avanzaba, golpeando con las dos manos. McConnell observó atónito que Stern se dejaba golpear dos, tres veces.

– ¡Defiéndase! -chilló.

El golpe siguiente sacudió la cabeza de Stern y le inflamó el pómulo. Convencido de que era la oportunidad de rematar la pelea, Lewis dejó la pose de lucha oriental y lanzó un puñetazo a la garganta.

Antes que el golpe llegara a destino, Stern se arrojó al suelo, se apoyó sobre la mano izquierda y con el pie derecho describió un gran arco que cruzó la rodilla del sargento Lewis como una guadaña. McConnell oyó un crujido seguido por un grito de dolor, y Lewis cayó aferrándose la rodilla con las dos manos. Instintivamente quiso acudir en ayuda del sargento herido, pero lo detuvo la manaza de McShane.

– ¡Señor Butler! Venga acá. Ahora.

Stern miró al montañés y luego se inclinó sobre Lewis:

– Ese golpe me lo enseñó un australiano. Lástima que usted no lo conoció. -Se acercó lentamente a los otros dos.

– Eso no estuvo bien, señor Butler. Nada bien.

– Me provocó.

– Puede ser. Pero usted no vino a hacer bandera. -McShane miró a Lewis, que se masajeaba la rodilla hinchada. -Ve a la enfermería ahora mismo, John. Pediré un informe esta noche.

– ¡No es nada! -chilló Lewis, y se levantó con esfuerzo-. ¡Estoy bien, Ian!

McShane miró a sus dos pupilos:

– ¡Vámonos!

– ¿A dónde? -preguntó Stern.

– Al campo de tiro.

– Me parece bien.

– Eso pensé -dijo McShane con fastidio.

Al principio, el campo de tiro parecía simplemente otra oportunidad para que Stern demostrara sus destrezas marciales. Cuando llegaron, dos franceses luchaban con una pequeña metralleta de terminación tosca. El instructor, un escocés de Glasgow llamado Colin Munro, los miraba con tristeza. El arma escupía una ráfaga, se trababa y luego asustaba al disparador al destrabarse sola.

– Señores -dijo el sargento McShane-, lo que ven es una metralleta Sten Mark-Dos-Ese británica. En manos idóneas tiende a trabarse. En manos inexpertas es poco menos que inútil.

– ¿Es lo que usaremos en la misión? -preguntó Stern.

– No. -De un cajón en el suelo McShane sacó una pistola ametralladora reluciente de acero negro azulado con culata metálica plegable.

Stern sonrió con placer.

– Es una Schmeisser MP.40 alemana -informó McShane-. El mecanismo se parece al de la Sten. Así como el de un Mercedes-Benz se parece al de un camión Bedford.

La comparación hizo reír a Colin Munro.

– Dispara un cargador de pistola, pero es de precisión. -McShane introdujo un cargador y entregó el arma a Stern. -Diría que usted conoce bien el arma, ¿no es así, señor Butler?

– La he visto un par de veces. -Stern tomó la Schmeisser, la alzó con las dos manos desde la cintura y apuntó a una pila de bolsas de arena a treinta metros de distancia.

– ¡Alto! -exclamó Munro-. Es un arma para disparar de cerca, muchacho. Acércate a la raya. Ahí estás fuera de distancia.

Stern sonrió a McShane y apretó el disparador. Disparó cuatro ráfagas de tres tiros que hicieron impacto en el blanco a la altura del pecho. Después vació el cargador en otros dos blancos.

Eso es exactamente lo que trato de enseñarles! -vociferó Munro, mirando a los franceses-. ¡Disciplina de fuego!