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Después del almuerzo -una comida frugal de habas y sopa de coles-, el sargento McShane se llevó a Stern a recibir una instrucción especial que aparentemente sólo él necesitaba. McConnell recibió una caja sellada en cuyo interior encontró un libro de texto y un cuaderno. El texto era un manual de alemán corriente preparado por alguna rama de la inteligencia británica. Le habían incluido una hoja suelta con "Ordenes y respuestas corrientes de las SS". El cuaderno contenía unos interesantísimos apuntes sobre los fosfatos orgánicos -los componentes elementales de los gases neurotóxicos- y croquis de aparatos que probablemente se utilizaban para la producción de dichos gases. Se preguntó si la información provenía de Alemania o Gran Bretaña.

En el fondo de la caja halló una esquela del general Smith.

"Doctor: Esto lo mantendrá ocupado mientras Stern juega en el bosque. No sea cosa de que lo delate un 'du' mal empleado. Lo veré próximamente. Duff."

McConnell pasó la tarde sentado a la sombra de una vieja iglesia episcopal de piedra. El estudio de los libros fue un alivio, ya que pudo concentrarse en los hechos en lugar de dar rienda suelta al dolor y los remordimientos que lo habían perturbado durante los últimos días. Cuando el sargento McShane vino a buscarlo para la cena, había anochecido y estaba famélico.

Cerca del centro de la aldea prefabricada había varias mesas de tablones largos sobre caballetes, marcadas por años de uso. Le recordaron los picnics de la Iglesia bautista a los que asistía cuando era niño, pero esa impresión se desvaneció rápidamente.

El sargento McShane había cometido el error de sentarlos con los comandos franceses. Bastó que Stern pronunciara un par de frases para que un ex legionario identificara su acento alemán. McConnell trató de explicarle en el francés elemental del colegio secundario que Stern era un refugiado judío alemán, pero la situación degeneró tan rápidamente que la razón no pudo imponerse. Fiel a su costumbre, Stern no hizo el menor intento por aclarar las cosas. Cuando el legionario le arrojó un vaso de cerveza a la cara, se lanzó sobre la mesa como si saltara de cabeza a un precipicio.

Antes que el francés atónito pudiera reaccionar, los pulgares de Stern presionaban brutalmente sobre su tráquea. En segundos, media docena de comandos corrieron a socorrer a su camarada, pero Stern no lo soltó. McConnell sólo vio los codos de los franceses que lo golpeaban sin piedad.

La trifulca acabó tan bruscamente como había comenzado gracias a la decidida intervención del sargento Ian McShane. El enorme montañés penetró en la turba y arrancó los cuerpos como si fueran raíces hundidas en la tierra. Un puñetazo certero expulsó al último francés y un tirón enderezó a Stern, aturdido y ensangrentado. El legionario quedó tendido en el piso con la cara lívida, el cuello rojo e inflamado.

– ¿Qué carajo pasa? -rugió una voz. Era la del coronel Vaughan. ¡La diversión no empieza hasta dentro de una semana!

La presencia del rubicundo jefe de Achnacarry puso fin al alboroto en pocos segundos. Su última orden consistió en prohibir la presencia de Stern en la mesa común. En silencio, el sargento McShane se llevó a Stern y McConnell entre las chozas de los reclutas y a través del camino hasta una senda oscura detrás del castillo. Cerca del río apareció la silueta oscura de una casilla Nissen en medio de la senda. McShane empujó a Stern contra la pared metálica.

– Escuche -dijo con forzada serenidad-. Es la primera vez que sucede algo así durante la comida y también la última. Si vuelve a provocar otro lío, lo voy a ahorcar con estas manos. -Su dedo robusto golpeó el pecho de Stern. -Y créame que puedo hacerlo, muchachito. A mí no me va a ganar con tomas raras.

No cabía duda de que podía hacerlo, pensó McConnell.

– Usted tiene un problema, señor Butler -dijo McShane, sin soltar a Stern-. Y como dijo el coronel, si quiere curarse, este es el lugar. De ahora en adelante, ustedes comerán y dormirán aquí. Mandaré buscar su equipo. -El escocés meneó la cabeza y los miró furioso. -No sé quién los mandó a entrenarse aquí, pero me parece que anda un poco escaso de personal. No puedo imaginar a un par de tipos menos aptos que ustedes para una misión importante.

Cuando Stern parecía estar a punto de replicar (y McConnell rogaba que no lo hiciera), oyeron pasos pesados que se acercaban a la carrera. Apareció un suboficial uniformado que se cuadró frente a McShane.

– ¿Qué pasa, Jennings?

– Permiso, mi sargento, hay orden de que el señor Butler se presente en la oficina del coronel. A la carrera.

McShane suspiró:

– Se lo dije, ¿no? Mandaré buscar sus cosas.

– No lo busca el coronel, mi sargento. Vino un oficial de Londres. El general Smith.

– Ya era hora, carajo -murmuró Stern. Pasó junto a McShane y fue hacia el castillo.

McConnell miró al montañés y su atónito ayudante y se encogió de hombros, luego entró en la prefabricada y cerró la puerta. Estaba equipada con dos catres sin cobijas. También una lámpara de querosén, pero no había fósforos con que encenderla. Se tendió sobre un catre y apoyó la cabeza sobre sus brazos. Se sintió inquieto al repasar los sucesos del día. La propensión de Stern a reaccionar con violencia podía parecerle una virtud al general Smith, pero no a McConnell. Una cosa era el empleo deliberado de la fuerza para lograr un fin; la agresividad por reflejo era muy distinta. Por los motivos que fuesen -traumas del pasado o un temperamento belicoso-, Jonas Stern era un sujeto inestable y, como tal, carecía de dotes de líder. McConnell tomó una decisión: dondequiera que los enviaran, sólo obedecería sus propias órdenes.

18

El general Smith esperaba a Stern sentado detrás del escritorio del coronel Vaughan. Vestía saco espigado y una gorra de cazador. Le indicó que se sentara.

– Me dijeron que armó un buen stramash -empezó-. Y esta mañana también.

– ¿Un qué?

– Stramash. Una trifulca, en escocés. Stern se encogió de hombros.

– Como le dije, muchacho, yo soy un tipo comprensivo. Pero Charlie Vaughan no lo es. Por si no lo sabía, nada molesta más a los oficiales de la Guardia Real que las faltas a la disciplina. Y el desprecio por la autoridad y la tradición los vuelve locos. ¿Entiende lo que le digo, Stern?

– ¡Los instructores son antisemitas! Y ese cerdo francés se lo buscó.

Smith suspiró, hastiado.

– Usted no entiende. Los únicos que están enterados de su presencia somos yo mismo, el doctor y los comandos. Si usted desapareciera entre estas bellas montañas escocesas, ni yo ni nadie podría hacer mucho al respecto. ¿Comprende? Es más, creo que nadie encontraría el cadáver. Así que vamos a lo nuestro. -El general lo miró con su sonrisa más seductora.

– ¿Y bien? -dijo Stern, tamborileando con los dedos sobre su rodilla.

Smith desplegó un mapa sobre el escritorio del coronel Vaughan.