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– Campo de concentración experimental de Totenhausen -dijo-. En Mecklenburg. Su vieja guarida.

Stern se irguió en la silla, olvidado de su furia.

– El campo está bastante aislado. La ciudad grande más próxima es Rostock, treinta kilómetros al oeste. A noventa kilómetros al este está la frontera de lo que solía ser Polonia. Berlín está ciento cincuenta kilómetros al sur.

Stern asintió, impaciente. Todo eso lo sabía desde su infancia.

– El campo es abastecido por la aldea de Dornow, cinco kilómetros al norte -prosiguió Smith mientras señalaba un punto en el mapa-. Hay tropas en la zona, pero no hay unidades de élite. Salvo dentro del campo mismo, desde luego.

– ¿Qué hay en Totenhausen?

– Ciento cincuenta efectivos de las unidades SS de la calavera.

– Totenkopfverbande -murmuró Stern.

– Exactamente. Gente bastante peligrosa, si los informes no mienten. El comandante es un médico llamado Brandt, teniente general de las SS y un genio de la química. Uno de los pocos intelectuales en las filas de las SS. El jefe de seguridad es el Sturmbannführer Wolfgang Schörner. Lo interesante es que el tipo no es nazi. -Advirtió la mirada perpleja de Stern. -No es tan raro como parece. Durante las luchas intestinas por el poder, muchos nazis consideraban a las SS un enemigo en potencia del Partido. Schörner es lo que los veteranos de las SS llaman nur Soldaten. Sólo un soldado. Quiere decir que no es un militante fanático del Partido. Combatió en Rusia a las órdenes de Paul Hausser, uno de los pocos verdaderos oficiales de carrera de las SS. Perdió un ojo en Kursk.

Sorprendido por la amplia información que poseía, Stern interrogó al general con la mirada.

– Nos preguntamos por qué destinaron a Schörner al campo. Los demás soldados son carniceros de los Einsatzgruppen o tipos que hicieron carrera como guardias de campos de concentración. Mi impresión es que espía para la Wehrmacht. El alto mando militar no quería dejarle a Himmler el monopolio de armas tan poderosas como Sarin y Soman. Consiguieron que se destinara a Totenhausen a un oficial de las SS que los mantuviera informados. El hermano mayor de Schörner está en la plana mayor de Kesselring en Italia. Wolfgang volvía del frente ruso donde había perdido un ojo y no le encontraban destino. ¿Está claro?

– Clarísimo -dijo Stern-. Schörner es el espía de la Wehrmacht dentro de las SS. ¿Cuántos internos hay en Totenhausen?

– Pocos. Entre doscientos y trescientos, según las necesidades de los experimentos.

– ¿Quiere decir que sacrificaremos a trescientos inocentes para eliminar a ciento cincuenta de las SS?

– Quiero decir que vamos a sacrificar a trescientos prisioneros condenados de antemano para salvar a decenas de miles de efectivos aliados que participarán en la invasión.

– Según de qué ángulo se mire.

– Como todo en la guerra, Stern. El comandante Dickson dice que usted es un terrorista sanguinario. Sus paisanos dicen que es un héroe.

– ¿Y usted, general?

– Un tipo útil -dijo Smith con una sonrisa fría-. Volvamos a lo nuestro. Totenhausen está separado de Dornow por una pequeña cadena de colinas cubiertas de bosques. Las únicas elevaciones de la zona. El campo está al pie de la ladera oriental, sobre la margen norte del río Recknitz. Los árboles crecen hasta el borde mismo del alambrado electrificado para ocultar el campo al reconocimiento aéreo.

Smith sacó otro mapa de su portafolio. Era una vista de cerca de las colinas, la aldea de Dornow hacia el norte y un plano detallado del propio campo al pie de la colina más austral.

– ¿Qué es eso en la colina central? -preguntó Stern.

– Una estación transformadora de electricidad. La clave de la misión.

– ¿Tenemos que reventarla? Tengo experiencia.

– No. Queremos que las luces sigan encendidas hasta último momento. Mire. -Con la boquilla de la pipa Smith señaló seis líneas paralelas que conectaban la planta eléctrica con Totenhausen. -Estos son los cables aéreos que llevan energía al campo y la fábrica. Van por la ladera desde la central eléctrica directamente al interior del campo. La distancia es de seiscientos cincuenta metros por una pendiente de veintinueve grados. La noche antes de que ustedes entren en el campo, un grupo comando británico colgará ocho garrafas de gas neurotóxico de la torre más cercana a la central eléctrica. Estarán suspendidas de mecanismos rodados similares a los de un teleférico.

Stern frunció el entrecejo:

– ¿Quiere decir que las garrafas bajan por la pendiente y estallan dentro del campo?

– En líneas generales, es así. Nuestros técnicos han instalado detonadores de presión en el fondo y los costados de cada garrafa bastante parecidos a los de las minas convencionales. Al accionar el detonador, una carga de proyección hace saltar la tapa de la garrafa. El gas almacenado bajo presión sale convertido en una nube mortal que sube todo el campo a ras del suelo. Es tecnología de la Primera Guerra, pero de lo más eficaz.

Stern se tomó unos segundos para visualizar el dispositivo.

– Pero si las garrafas penden del cable eléctrico, ¿no van a chocar contra los postes que sostienen los cables?

– Lo mismo pregunté yo -dijo Smith. Tomó una pluma para ilustrar su explicación. -Es bastante ingenioso. Fíjese, las garrafas están suspendidas de los cables, pero no cuelgan de ellos. El rodado es como un equilibrista de circo que anda en bicicleta sobre la cuerda floja. La rueda corre sobre el cable más alejado de la torre. Ahora, imagine que el ciclista extiende su brazo hacia un costado y en la mano lleva una barra de hierro de ciento veinticinco centímetros suspendida verticalmente. Sujeta a la barra, bajo el nivel del cable, va la garrafa de gas, colocada de manera tal que su centro de gravedad está directamente abajo del cable. ¿Lo ve? Mientras las ruedas corren sobre el cable, la barra que sostiene la garrafa, que se curva hacia arriba y afuera antes de bajar, no choca contra nada. Milagros de la ingeniería, ¿no?

– Ya lo creo. ¿Cuánto pesan las garrafas?

– Sesenta kilos cada una cuando están llenas.

– ¿El cable es capaz de sostener semejante peso?

Smith sonrió como un tahúr con un póquer de ases en la mano.

– ¿Tiene idea de lo que pesa una capa de cinco centímetros de hielo en cien metros de cable? Bastante. En el norte de Alemania los cables están diseñados para sostenerlo. Eso es en épocas normales. La guerra ha provocado una escasez de cobre en todo el mundo. Todo el mundo, incluso los alemanes, tiene que recurrir al acero. Nuestros informes dicen que los cables de conducción en Totenhausen son de acero de montacargas retorcido, uno de los materiales de mayor resistencia a la tensión que existen.

Stern asintió con admiración:

– ¿Qué pasa con la corriente?

– Usan un voltaje bastante alto, pero justamente por eso nos decidimos por este método. Los transformadores eléctricos se funden con frecuencia, por eso las centrales eléctricas importantes tienen un juego auxiliar listo para funcionar al instante. Totenhausen tiene transformadores y también cables auxiliares.