– Qué vida -murmuró David-. Es tal como los imaginamos cuando salimos en misión de vuelo. Ustedes los intelectuales se dan la gran vida, bogando alegremente por este río de mierda mientras nosotros nos jugamos la vida. Se supone que deberían estar aportando su materia gris para ganar la guerra.
– Quieres decir, chalaneando por este río de mierda.
David abrió un ojo y bufó con desdén.
– Cada vez que te veo hablas más como un inglés. Si llamaras a mamá por teléfono no te reconocería.
Mark contempló la cara de su hermano menor. Estaba feliz de verlo, y no sólo porque le permitía escapar del laboratorio durante una tarde. Necesitaba el contacto humano. En ese lugar donde reinaba la camaradería, se había convertido prácticamente en un paria. Últimamente tenía que reprimir el impulso de hablar con la primera cara simpática que se le cruzara en un autobús. Pero al mirar a su hermano -un capitán de la Fuerza Aérea que realizaba peligrosas incursiones sobre Alemania casi todos los días- se preguntó si era correcto sumar sus presiones a las que ya agobiaban los hombros de David.
– Creo que tengo las manos congeladas -gruñó Mark mientras la chalana surcaba dificultosamente las aguas sombrías-. Daría cien libras por un motor.
Tres semanas antes, en Navidad, estaba resuelto a consultar a David sobre su problema, pero una misión de bombardeo de último momento había frustrado sus planes de reunirse. Pasó casi un mes. Así habían sido los últimos cuatro años. El tiempo pasaba como las aguas torrenciales de un río. Otra Navidad, otro Año Nuevo. 1944. Mark no podía creerlo. Había pasado cuatro años apacibles entre los claustros y las torres de piedra arenisca mientras el mundo exterior se hacía pedazos con furia implacable.
– Oye -dijo David sin abrir los ojos-, ¿qué tal las chicas de aquí?
– ¿A qué te refieres?
David abrió los ojos y torció el cuello para mirarlo.
– ¿Cómo que a qué me refiero? ¿Después de cuatro años sin Susan se te pudrió el pajarito además de la cabeza? Me refiero a las señoritas inglesas. Tenemos que justificar nuestra fama, ¿no?
– ¿Qué fama?
– La de maniáticos sexuales con dinero. Diablos, ya sé que amas a Susan. Conozco a muchos tipos que están locos por sus mujeres. Pero ya van cuatro años. No puedes pasar todas las horas del día metido en ese laboratorio de Frankenstein.
– Pero es lo que hago.
– ¡Dios mío! Pensaba contarte algunas de mis aventuras, pero será mejor que no lo haga porque no podrías dormir.
Mark hundió la pértiga hasta el fondo del río. Había cometido un error al enviar a Susan de vuelta a Estados Unidos, pero cualquier hombre sensato habría hecho lo mismo ante la inminencia de la invasión alemana. Sin embargo, ya estaba harto de pagar las consecuencias de ese error de cálculo. No conocía a otro norteamericano que hubiera pasado tanto tiempo como él separado de su país por el Atlántico.
– Ya estoy harto -dijo. Después de doblar el recodo del colegio St. Hilda apuntó la chalana hacia un terraplén abrupto cerca del prado de Christ Church. El golpe de la proa contra la orilla casi lanzó a David del bote, pero cayó de pie con la elegancia natural del atleta.
– ¡Bebamos una cerveza! -propuso David-. ¿Ustedes, las ratas de biblioteca, no beben? Además, ¿de quién fue esta idea idiota?
Mark rió con ganas al bajar de la chalana.
– La verdad es que si de beber se trata, conozco a unos cuantos mozos que aceptarían un desafío con mucho gusto.
– ¿Mozos? -dijo David, atónito-. ¿Te oí decir mozos, Mac? Tienes que volver a Estados Unidos, viejo. A Georgia. Hablas como el Gran Gatsby.
– Y tú como Tom Buchanan.
David gimió.
– Será mejor que empecemos directamente con el whisky. Un par de tragos de bourbon de Kentucky te quitarán el acento inglés.
– Pues no lo conseguirás en Oxford, muchacho.
– Por eso traigo una botella en mi bolso -declaró David con una sonrisa maliciosa-. Me costó treinta dólares en el mercado negro, pero no tomaría esa porquería inglesa aunque me muriera de sed.
Cruzaron el prado de Christ Church casi sin hablar. David bebió varios tragos de la botella que llevaba en su bolso. Mark se negó a acompañarlo. Quería mantener la cabeza despejada para hablar de su dilema. Hubiera querido que David también la tuviera así, pero no había nada que hacer.
Cuando caminaban juntos, las diferencias entre los hermanos eran más evidentes. David era musculoso, casi robusto; Mark tenía el físico alto y delgado de un maratonista. Caminaba con paso largo y ágil adquirido en años de carreras a campo traviesa. Tenía manos grandes con dedos largos y finos. Manos de cirujano, solía jactarse su padre. David tenía los alegres ojos celestes de su madre; los de Mark eran café, otra herencia de su padre. Y mientras David exteriorizaba su alegría o su furia sin titubeos, Mark tenía la mirada meditabunda del hombre acostumbrado a ponderar todos los aspectos de un problema antes de actuar.
Se decidió por el Welsh Pony en la calle George. La taberna tenía mucha clientela por las tardes, pero también abundaba en rincones apartados donde se podía conversar. Mark pidió una cerveza en la barra para justificar la ocupación de una mesa y fue con David al fondo del salón. Iba por la mitad de su jarro cuando advirtió que David había bebido una buena cantidad de bourbon acompañado por cerveza inglesa. Sin embargo, estaba totalmente lúcido. En ese sentido, aunque en ningún otro, se parecía a su padre. La analogía no era reconfortante.
– ¿Qué diablos te pasa, Mac? -preguntó bruscamente-. Desde que nos encontramos tengo la sensación de que quieres decir algo, pero no te decides. Como una rata vieja alrededor de un cubo de basura. Ya estoy harto. A ver, dilo de una vez.
Mark se acomodó en la silla de roble y por primera vez bebió un sorbo largo.
– David, ¿qué sientes al bombardear una ciudad alemana?
– ¿A qué te refieres? -Se enderezó y lo miró desconcertado.-¿Quieres saber si tengo miedo?
– No, me refiero al hecho de soltar las bombas. ¿Qué sientes al soltar toneladas de bombas sobre una ciudad donde viven mujeres y niños?
– Yo no suelto nada. Eso lo hace el bombardero. Yo piloto el avión, y punto.
– Ah, entiendo. Mentalmente tomas distancia.
David entrecerró los ojos.
– Oye, por favor no empecemos. Ya tuve esa discusión de mierda con el viejo cuando me alisté. ¿Y ahora que ha muerto tú quieres seguirla? -Con un vigoroso movimiento del brazo abarcó la taberna y el callejón nevado, apenas visible a través de la ventana cubierta de escarcha.- Aquí, en este país de Jauja, tú y los demás intelectuales pasan el día entero en el laboratorio. Se olvidan del mundo y de por qué estamos en guerra.