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– Herr Major! -dijo en tono de aristócrata ultrajada en su dignidad-. ¿Le parece que es de caballero forzar a una dama?

Schörner la miró entre furioso y fascinado. Desesperada, Rachel trató de pensar en una frase capaz de conmoverlo.

– ¿Sería capaz de poseerme contra mi voluntad? A mí me parece que daría lo mismo robar una condecoración de guerra.

Su reacción pareció desconcertarlo.

Rachel siguió adelante: ya no tenía nada que perder.

– Usted se considera hombre de honor. ¿Sería capaz de llevar una medalla al valor sin haberla ganado? Con el amor, es lo mismo.

Schörner sonrió con tristeza y se rascó bajo el borde del parche.

– No es exactamente lo mismo, Frau Jansen. -Tomó la Cruz de Caballero que pendía de su cuello. -Las medallas no lo cobijan a uno durante las noches -dijo mientras acariciaba la cinta roja, blanca y negra-. No alivian la soledad ni por un instante. Creo que usted sí. Una hora en sus brazos sería suficiente. Al menos por un rato.

Rachel no supo qué responder. El hombre que había asesinado a su esposo -y sólo Dios sabía a cuántos más- a sangre fría le pedía que se acostara con él.

– Herr… Herr Major -farfulló-. Usted es un caballero. Recuerde que acabo de enviudar. No estoy preparada para esto.

Las facciones de Schörner adquirieron la rigidez de una máscara.

– Comprendo -dijo fríamente-. Está de luto. Necesita tiempo para borrar el recuerdo de su esposo. -Fue a la ventana y contempló el campo de ejercicios, donde Sturm instruía a los soldados. -¿Cuánto tiempo cree que necesitará?

La pregunta la dejó estupefacta.

– Yo no… ¿Seis meses?

El comandante Schörner tomó aliento e hizo una pausa como si repasara una lista de convenciones sociales.

– Es imposible -dijo por fin-. En el mundo exterior, el período de luto es bastante largo. Hasta un año. -Se volvió: -Pero aquí es distinto. Recuerde la guerra. Miles de mujeres enviudan todos los días. Usted no puede desperdiciar su juventud por puro sentimentalismo.

Rachel trató de responder, pero no se le ocurrió nada. -Le daré una semana -anunció Schörner. Volvió a su escritorio y se sentó.

– ¿Eso es todo, Herr Major?

– Sí. No, hay algo más. A partir de ahora recibirá una dieta especial. Después de la cena, vaya al callejón entre el hospital y la Cámara Experimental. El prisionero Weitz le dará comida.

Schörner tomó una lapicera y empezó a escribir en un formulario. Se sintió embargada por una mezcla de coraje y desesperación, como la noche en que un impulso irresistible la llevó a saltar el alambrado en busca de los diamantes.

– ¿Puedo ir con los niños, Herr Major!

– ¿Cómo? -Schörner la miró y parpadeó.

– ¿Puedo llevar a mis niños a recibir ese alimento especial?

– Ah. -En su ojo apareció una mirada astuta. -Sí, supongo que sí.

Rachel fue a la puerta, pero se detuvo al oír su voz:

– Si cambia de parecer antes que pase la semana, me encontrará por las noches en mi cuarto. No se demore. -Nuevamente se concentró en el formulario. -Auf wiedersehen.

Rachel asintió, mirando a la puerta.

– Auf wiedersehen, Herr Major.

Frau Hagan la esperaba detrás del cine, un anexo del edificio administrativo. Rachel no fue directamente hacia ella sino en dirección a las cuadras. Frau Hagan hizo lo propio de manera tal que sus caminos parecieron cruzarse por casualidad.

– ¿Qué quería?

– A mí.

– ¿Sexo?

– Sí.

– Te lo dije. Estás demasiado sana. Pero me sorprende que te llamara Schörner. -Caminaron en silencio. -Suerte que no fue Sturm. Tal vez no sobrevivieras una noche con él. Te echaría a sus bestias después de acabar.

– Dios mío, ¿qué voy a hacer?

– ¿Debes ir esta noche?

– No. Me dio una semana.

– ¿Cómo?

– Me dio una semana para llorar a mi esposo. ¡No me alcanzaría un año!

Frau Hagan se detuvo.

– Creo que le gustas, holandesita. Que yo recuerde, Schörner nunca tuvo mujer en este campo. ¿Y por qué habría de darte una semana? Podría poseerte en este mismo instante. Nada se lo impide.

Rachel tomó aliento.

– Dice que le recuerdo a alguien. Pienso que… tal vez le queda un resto de integridad.

La polaca le aferró brutalmente la muñeca:

– ¡Ni se te ocurra! Si te viera a un metro del alambrado te mataría de un tiro. Si desobedecieras una orden, él mismo te llevaría al Árbol sin pensarlo dos veces.

Rachel estaba a punto de perder el dominio de sí. Al acercarse a la cuadra abrazó a Frau Hagan como una niña aterrada.

– ¿Por qué a mí? -gimió-. Soy judía. Pensé que era una leprosa para los SS.

Frau Hagan acarició su cráneo rapado.

– Eso dicen Goebbels y Himmler. Pero el hombre es hombre. Supe de un SS que se enamoró de una judía. Fusilaron a los dos.

– ¿Qué voy a hacer?

Frau Hagan la desprendió suavemente y le tomó los hombros.

– Al final de la semana deberás entregarte -dijo con firmeza-. No estás en Amsterdam. No hay elección.

Pero al entrar en la cuadra, Rachel pensó que tal vez sí tenía una elección. Ya que en siete días debería entregarse a Schörner, tal vez podría obtener algo a cambio.

Algo para sus hijos.

21

Es un hecho notable que entre los hombres que comparten trabajos sumamente arduos se forjan vínculos tácitos indisolubles, aunque antes hubiesen sentido una mutua aversión o incluso odio. No es por insensibilidad ni por estupidez que los ejércitos entrenan a los reclutas más allá de lo soportable. Durante milenios este sistema ha convertido a jóvenes indiferentes de innumerables naciones en soldados dispuestos a morir por sus camaradas, aunque el único vínculo entre éstos sea el odio compartido hacia su verdugo: el ejército.

Desde luego, los procesos que unen a la gente no siempre son tan drásticos. Las personas en una parada de ómnibus pasarán largos minutos sin mirarse ni dirigirse la palabra. Pero basta que el ómnibus se demore o que caiga un chaparrón para que se forme rápidamente un grupo unido por la inquina hacia la empresa de transportes y sus conductores holgazanes.

Una gama de vivencias situadas entre los dos extremos sirvió para tender un puente sobre el abismo entre Mark McConnell y Jonas Stern. Aunque McConnell pasaba mucho tiempo a solas con sus manuales de alemán y de química orgánica, y Stern escalaba postes cubiertos de hielo hasta que fue capaz de hacerlo con los ojos vendados, los dos compartían marchas nocturnas, carreras de obstáculos, las comidas y, más importante aún, la casilla oscura detrás del castillo donde caían exhaustos. El deshielo era inevitable; Smith debió haberlo previsto. El hecho inexorable era que la pareja no tenía otros amigos en el castillo. No pertenecían a una cofradía hosca de hermanos de armas como los comandos, ni a un grupo de colegas amables como los instructores. Eran dos civiles solitarios que seguían un curso de entrenamiento totalmente extraño a la rutina de los comandos.